Reinaldo Iturriza López.
He de aclarar que no se trata de un asunto generacional, aunque mi hija insista en que es inútil cualquier intento por disimular mis canas y mis achaques: me refiero a la clase de inmadurez política que no distingue edades ni jerarquías, con todo y que ella sea más frecuente entre quienes jamás tuvieron que comerse las verdes.
El punto es que en algún momento tendremos que tomarnos en serio el esquivo tema de los estilos de militancia, que es lo mismo que decir nuestras prácticas corrientes, nuestra manera de entender la política, nada más y nada menos.
Mientras tanto, de manera simultánea al intento por reducir la "autocrítica" a puro convencionalismo, actúa a sus anchas un tipo de militante que hace tiempo dejó de ser impetuoso, cual veinteañero que desea devorarse el mundo, para convertirse en soberbio, lo que nos indica una cierta tendencia a la decrepitud que deberíamos interpretar como una advertencia.
La figura del militante abnegado que lo sacrifica todo para guiar, día tras día, a las masas ignorantes; la pobreza de análisis de los opinólogos (es decir, los expertos en nada); la competencia entre ególatras; la virulencia de algunas diatribas entre "camaradas", son sólo algunos signos de estos tiempos, tan distantes de aquellos días en que no existían las redes sociales, ni clubs de fans de programas televisivos, porque estábamos ocupados en las calles, participando y protagonizando.
Sí, aquellos días en que todos, o casi todos, éramos iguales en nuestra ignorancia sobre los modos de hacer una revolución, porque entendíamos perfectamente que no había recetas ni fórmulas mágicas.
Pero vaya, con qué facilidad se tropieza uno, de un tiempo a esta parte, con los magos más inverosímiles, gente obsesionada con recetas y listas. Siguen siendo, por fortuna, minoría, pero una que ha desarrollado cierta habilidad para hacer ruido, porque al fin y al cabo se trata de destacar, no importa cómo.
Algunos dirán que escribo con nostalgia por los viejos buenos años, que se trata de adaptarse a las nuevas circunstancias. Pero algo así sólo puede ser dicho por quienes se sienten derrotados, y no es mi caso.
Sandra Mikele dirá que mi problema es que estoy padeciendo eso que llaman crisis de la mediana edad. Es posible. En todo caso, procuro no dar nada por sobreentendido. Sigo haciéndome preguntas, como la mayoría de quienes apoyan esta revolución, y apostándole a las respuestas colectivas. Es eso o morir prematuramente.
Seguramente Sandra Mikele se reirá, pero no puedo evitar sentirme un poco viejo al confesar que me produce coraje el desparpajo total con el que tanto imberbe actúa como si todas las preguntas sobraran porque ya están dadas todas las respuestas.
He de aclarar que no se trata de un asunto generacional, aunque mi hija insista en que es inútil cualquier intento por disimular mis canas y mis achaques: me refiero a la clase de inmadurez política que no distingue edades ni jerarquías, con todo y que ella sea más frecuente entre quienes jamás tuvieron que comerse las verdes.
El punto es que en algún momento tendremos que tomarnos en serio el esquivo tema de los estilos de militancia, que es lo mismo que decir nuestras prácticas corrientes, nuestra manera de entender la política, nada más y nada menos.
Mientras tanto, de manera simultánea al intento por reducir la "autocrítica" a puro convencionalismo, actúa a sus anchas un tipo de militante que hace tiempo dejó de ser impetuoso, cual veinteañero que desea devorarse el mundo, para convertirse en soberbio, lo que nos indica una cierta tendencia a la decrepitud que deberíamos interpretar como una advertencia.
La figura del militante abnegado que lo sacrifica todo para guiar, día tras día, a las masas ignorantes; la pobreza de análisis de los opinólogos (es decir, los expertos en nada); la competencia entre ególatras; la virulencia de algunas diatribas entre "camaradas", son sólo algunos signos de estos tiempos, tan distantes de aquellos días en que no existían las redes sociales, ni clubs de fans de programas televisivos, porque estábamos ocupados en las calles, participando y protagonizando.
Sí, aquellos días en que todos, o casi todos, éramos iguales en nuestra ignorancia sobre los modos de hacer una revolución, porque entendíamos perfectamente que no había recetas ni fórmulas mágicas.
Pero vaya, con qué facilidad se tropieza uno, de un tiempo a esta parte, con los magos más inverosímiles, gente obsesionada con recetas y listas. Siguen siendo, por fortuna, minoría, pero una que ha desarrollado cierta habilidad para hacer ruido, porque al fin y al cabo se trata de destacar, no importa cómo.
Algunos dirán que escribo con nostalgia por los viejos buenos años, que se trata de adaptarse a las nuevas circunstancias. Pero algo así sólo puede ser dicho por quienes se sienten derrotados, y no es mi caso.
Sandra Mikele dirá que mi problema es que estoy padeciendo eso que llaman crisis de la mediana edad. Es posible. En todo caso, procuro no dar nada por sobreentendido. Sigo haciéndome preguntas, como la mayoría de quienes apoyan esta revolución, y apostándole a las respuestas colectivas. Es eso o morir prematuramente.
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