domingo, 22 de julio de 2012

Dime qué decides y te diré quién eres...



Por Ana Silvia Monzón / La Ciudad de las Diosas 
Desde el lenguaje hasta las expresiones estéticas, desde los modelos de desarrollo hasta los sistemas políticos. Desde los rituales hasta las instituciones. En el espacio familiar, la comunidad o el Estado, se impone el poder masculino. Un breve repaso a la historia remite a imágenes de conquistadores, padres de la patria, padres de la iglesia, padres de la ciencia, padres de familia que basan su poder en la normalización de la inequidad, la desigualdad, y la obediencia. Y cuando su autoridad es desafiada, en el ejercicio de la violencia.

Los patriarcas primitivos, ilustrados, modernos o postmodernos tienen en común arrogarse la toma de decisiones sobre cuerpos, mentes, vidas, e incluso sueños. De despojar tierras, cometer iniquidades, negar derechos, declarar guerras, estados de sitio o represiones brutales con tal de mantener el orden y la disciplina.

Durante milenios ese sistema se ha mantenido y reproducido creando símbolos, prácticas y entramados de poder que victimizan, oprimen y reprimen voluntades. Repitiendo una y otra vez, de diversas formas, que la única relación posible entre los seres humanos es aquella donde uno manda y otra/o obedece, por mandato divino o leyes terrenales que, por supuesto, son creadas a su imagen y semejanza.

En este orden, unos personajes generalmente masculinos, pertenecientes a clases, razas y etnias dominantes, concentran el poder económico, manejan el poder político y los hilos invisibles de la cultura que van tejiendo marañas que, expresadas en tradiciones, mitos, prejuicios, estereotipos y estigmas, impiden a la mayoría de las personas desentrañar, comprender y actuar contra esas imposiciones que limitan sus vidas y coartan sus capacidades creativas.


Los símbolos de ese ejercicio abusivo del poder están en todas partes, y quienes los manejan pretenden ser omnipresentes, omnipotentes, e incluso omniscientes. En la historia se multiplican los ejemplos de actos de poder de dominio, cuyo fin ha sido someter o aleccionar a quienes en el ejercicio de su libre albedrío se oponen, contradicen y retan a esos poderes establecidos.

En la mayoría de culturas conocidas, junto al legado de saberes, descubrimientos y producciones geniales, hay herencias perversas de prohibiciones y castigos infligidos a mujeres como la Lilith desafiante, la Eva cuestionadora, la Hypatia pensante, la Ixchel reverenciada, la Malinche incomprendida, brujas medievales en aquelarre, mujeres ilustradas o mujeres anónimas quienes al preguntarse el por qué de su condición subordinada, dieron el primer paso para cuestionar la autoridad de patriarcas y jerarcas, y por eso fueron desalojadas del paraíso o del Olimpo, condenadas a la hoguera, y todas borradas de la historia.

Patria que purga, reprime o exilia 

En la sociedad guatemalteca, en poco más de quinientos años se ha afincado una particular forma de patriarcado cuyos orígenes son violentos y su reproducción, aún más violenta porque permea pensamientos y conciencias. Se instala en los cuerpos de mujeres violadas, en las manos de trabajadoras y trabajadores explotados, en las mentes de intelectuales apolíticos, como los nombrara el poeta Otto René Castillo.

Asimismo, con toda impunidad niega la historia y la identidad a los pueblos originarios, descalifica sus idiomas y saberes. Impone una patria del criollo que excluye, una patria que purga, reprime o exilia a quien no piense y actúe en función de ese modelo finquero, ahora transnacionalizado, donde, de nuevo, unos mandan y otras/os obedecen.

Basta observar quiénes deciden, quiénes aparecen en la foto, quiénes son inmortalizados en la historia oficial, cuáles son los rostros que –dicen- expresan la esencia de un país, su país. Cuáles son las imágenes y los discursos que los medios masivos nos recetan día con día, para que no nos desviemos del buen camino, para que nos unamos a la criminalización de quienes protestan, para que pidamos sus cabezas, para que sospechemos de sus intenciones y repitamos, como hace treinta años o como siempre en nuestra historia, “a saber en qué andaba”. Y con esta frase pretendamos ponernos a salvo o conjurar el miedo.

Asistimos a una época de cambios, pero los signos son desalentadores: una promesa de democracia que naufraga en medio de un mar de intereses económicos criollos y extranjeros, pero también de debilidades organizativas de quienes se oponen a esas políticas que amenazan la vida humana, la naturaleza, el entorno vital. 

Durante cuatro siglos la riqueza se extrajo del trabajo esclavo de indígenas y ladinos pobres, y de sucesivos cultivos de exportación. Hoy, los brazos sobran y por eso hay miles de migrantes, mientras los ojos codiciosos ahora se fijan en el subsuelo, en la explotación minera y en las fuentes de agua.

Como ayer, quienes deciden el rumbo de nuestro país se mantienen en la sombra, cobijados por estructuras y jerarquías de poder que no siempre se ven pero se sienten. Personajes que sin pudor, deciden sobre el presente y el futuro de territorios y de seres humanos que para ellos, como para los patriarcas históricos, sólo son útiles por las ganancias que representan.

Pero ese poder, hoy como ayer, sigue siendo desafiado por voces diversas. Voces que llaman a la reflexión y a la acción.

Por Ana Silvia Monzón
anas.monzon@gmail.com
La Ciudad de las Diosas

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