sábado, 22 de mayo de 2010

EEUU cava su propia tumba en Afganistán.


Hernán Mena Cifuentes

Es bien sabido que quien no aprende las lecciones de la historia está condenado al fracaso y eso le sucede a Estados Unidos (EEUU) en Afganistán, país conocido como “cementerio de imperios” por las derrotas sufridas allí por Alejandro, mongoles, chinos, ingleses y soviéticos, y donde hoy la soberbia y prepotencia está llevando al imperio yanqui a cavar su propia tumba en rumbo inexorable hacia un fracaso similar al sufrido en Vietnam.

Dos hechos ocurridos en la última semana, como fueron los ataques a un convoy de la Otan en el corazón de Kabul y el cometido a la superbase militar estadounidense de Bagram con saldo de gran número de bajas fatales y heridos entre los invasores, revelan la fuerza cada vez mayor de la resistencia talibán y su capacidad de ataque para penetrar con facilidad los que se creían eran seguros enclaves políticos y militares del gobierno títere y de los ocupantes.

Y es que, a cinco meses de cumplirse nueve años de la invasión yanqui al país centroasiático, el fracaso ha sido una constante en todas las operaciones militares lanzadas para aplastar a una resistencia que, contra a lo esperado, se torna cada vez más fuerte e irreductible frente a los ataques lanzados por el imperio y sus aliados europeos, incapaces de vencer a un pueblo decidido a derrotarlos como lo hicieron sus antepasados con todos aquellos que osaron conquistarlo.

Porque Afganistán no fue invadido por EEUU como se le hizo creer al mundo por negarse a entregar a Bin Laden, acusado de ser autor intelectual de los atentados del 11 de septiembre de 2001, sino por tratarse de un país de extraordinaria importancia geoestratégica, ya que tiene fronteras con cinco naciones claves para sus planes de dominación mundial, como China, Paquistán, Irán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán, además de poseer petróleo, gas, cobre y otros recursos energéticos fundamentales.

Estimaron los estrategas yanquis que, una vez conquistado Afganistán, sería fácil penetrar a través de ese callejón conformado por otros países de Asia central con gobiernos títeres como Ucrania y Kirguistán, que habían alcanzado el poder mediante obscenas “revoluciones de colores” dirigidas por EEUU, con lo cual pretendía, como parte de su proyecto de conquista global, acceder fácilmente a las entonces vulnerables fronteras de Rusia y China.

Pero sus planes se fueron al suelo, primero cuando en febrero pasado el pueblo ucraniano dio el triunfo electoral a Víctor Yanukovich, poniendo así fin a la Revolución “Naranja” que llevó al poder al proyanqui Víctor Yuschenko, y luego en abril, cuando una sangrienta revuelta popular derrocó a Kurmanbek Bvakiyev, otro títere imperial que alcanzó el poder en 2005 mediante la llamada Revolución de los Tulipanes, eventos que significaron el fracaso de esos movimientos en la región.

Fracasaron también los estrategas militares yanquis y sus aliados al pensar, basados en su incuestionable superioridad militar, que la nación centroasiática sería una presa fácil y hoy se encuentran atrapados y empantanados en un callejón sin salida en el que la única opción es la retirada, lo que se niegan a aceptar dada la humillación que para su orgullo de potencias significaría ser derrotados por un país pequeño como Afganistán.

En vez de hacerlo, el presidente estadounidense, Barack Obama, víctima de esa enfermedad crónica y compulsiva manía de hacer la guerra, la cual padecen todos los mandatarios yanquis, patología heredada de los fundadores de la nación, tal como lo hizo George W. Bush, quien ordenó la invasión; prefirió atizar las llamas del conflicto, enviando 30.000 soldados más a ese infierno que para ellos es Afganistán.

Y, a pesar de tanta muerte y destrucción provocada por la soldadesca yanqui y sus aliados en el empobrecido país, víctima de seculares guerras e invasiones, Barack Obama, el Premio Nobel de la Paz que hace la guerra, ha dicho con cinismo inusitado que ésta “es necesaria.

Más adelante, dijo algo que más bien parecía que hablaba Bush, pues cada vez se parece más al “Nerón del siglo XXI, después de arrancarse la careta de hombre de paz que usó para engañar a su pueblo y al mundo poco después de asumir la presidencia, prometiendo algo imposible y acusando a una organización del fracaso de sus tropas y no al Talibán que en nombre del pueblo afgano es el verdadero autor de su derrota.

“Que el pueblo estadounidense entienda que tenemos un objetivo claro y central: desbaratar y derrotar a Al Qaeda en Pakistán y Afganistán, y prevenir su regreso a esos dos países. Esa es la meta en esta causa justa y nuestro mensaje a los terroristas es que los vamos a derrotar”, dijo sin mencionar al Talibán.

Y, pese al gran dolor que inflige al pueblo afgano, no le importa que también su pueblo sufra, como lo evidencia el dolor de las madres estadounidenses por la muerte de sus hijos en esa guerra absurda como todas las guerras, ni la protesta casi unánime del pueblo yanqui que condena esa demencial inclinación del Imperio a la guerra contra un país que no le ha hecho ningún daño y que exige casi unánimemente ponerle fin de inmediato a esa locura belicista.

Porque, soldado yanqui que no muere en Afganistán, regresa a su país convertido en guiñapo humano, enloquecido por las visiones de violencia y muerte que provocó matando más ancianos, niños y mujeres que combatientes enemigos; o por el insomnio que le roba el sueño esperando en cualquier momento la sorpresiva incursión de los muyahidines que llegan de pronto, como fantasmas, los atacan y se marchan tan silenciosamente como llegaron.

Y, a pesar de tanta muerte y destrucción que sigue provocando en ese empobrecido pueblo, víctima de seculares invasiones extranjeras, Barack Obama insiste en enviar más soldados a combatir en un conflicto que es el más largo de todos los desatados por EEUU a lo largo de su historia.

Y no sólo el más prolongado sino también uno de los más costosos, pues allí gasta cada mes 6.700 millones de dólares, más de mil de los que invierte en la guerra de Irak, aunque con menos tropas (87 mil), enfrentando a unos combatientes muy inferiores en número y armamento al de los ocupantes, pero superiores en dignidad y valentía, lo cual demuestra de lo que es capaz un pueblo cuando se defiende de una agresión cobarde y traicionera.

Y mientras que en este año EEUU gastará en Afganistán unos 105 mil millones de dólares, se estima que para 2011 invertirá 117 mil millones para mantener allí los 102 mil soldados que, con el fin de ganar la guerra, tiene programado tener allí el próximo año, misión imposible de cumplir por las severas bajas que sufren los ocupantes, provocando que algunos de sus aliados en la contienda hayan decidido retirar sus tropas.

Ese gasto se refleja hoy en la economía estadounidense, sumergida en una aguda recesión de la que no se recupera pese a lo que sostienen quienes avalan las aventuras bélicas del Imperio, asegurando que las crisis económicas se resuelven desatando guerras, cuando lo único cierto es que se agudizan aún más, como lo demuestra la grave situación económica por la que atraviesa la nación norteamericana por su adicción a la guerra.

De allí que el fantasma de Vietnam ronde como una pesadilla sobre Obama y los militares yanquis que lo presionaron para atizar las llamas de una guerra, cuyo fracaso estaba anunciado aún antes empezar, porque se puede invadir a un pueblo, se puede ocuparlo, pero conquistarlo es imposible cuando está de por medio la dignidad y la resistencia de sus hijos.

Eso es algo que olvidaron quienes se negaron a aprender las lecciones de la historia, por lo que hoy se hunden inexorablemente en ese pantano que no tiene otra salida que la derrota, la misma que sufrieron todos los invasores que osaron invadir ese “cementerio de imperios” que es el heroico Afganistán.

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