sábado, 17 de octubre de 2009

Carne de cañón colombiana hacia Afganistán.


Hernán Mena Cifuentes.-

El antiguo y degradante oficio de vasallo ha sobrevivido al tiempo y de lo personal ha pasado a ser ocupación reservada a ciertos gobiernos, entre ellos el de Colombia, convertidos en lacayos del imperio al usar a su ejército de mercenario no sólo para combatir contra su propio pueblo sino también para luchar más allá de sus fronteras, como ocurrió ayer en Corea y, muy pronto, en Afganistán.

Y es que, como el vasallo que bajo el sistema político, económico y social del feudalismo que reinó en Europa occidental desde el siglo X hasta el XIII debía ciega obediencia y lealtad a su señor, el Estado Colombiano pasó a ser a partir de la primera mitad del siglo XX y hasta la actualidad un fiel lacayo de Estados Unidos (EEUU), cuyos regímenes lanzan a la guerra a sus soldados para matar a sus hermanos y para luchar contra otros pueblos lejanos.

Desde hace más de medio siglo el ejército de Colombia, siguiendo órdenes del imperio y de sus presidentes, ha asesinado a centenares de miles de ciudadanos en una guerra civil que ha llevado a la miseria, al hambre y a la pobreza a la mayoría de los colombianos, millones de ellos desplazados en un masivo éxodo hacia países vecinos, mientras sus gobernantes, sus militares y la oligarquía se enriquecen a costa del dolor del pueblo.

Casi simultáneamente, en los años 50 del siglo XX, por mandato de Washington, Colombia, cumpliendo con ese papel humillante y servil de vasallo imperial, fue el único país latinoamericano que envió a su ejército a combatir en la guerra de Corea, un conflicto bélico en el que sus soldados lucharon sin honor ni gloria en una guerra ajena que dejó decenas de muertes entre los efectivos neogranadinos y centenares de viudas y huérfanos en el país suramericano.

En aquel entonces, fue Laureano Gómez, el ultraconservador presidente neogranadino, quien sumiso y obediente envió a la península coreana el primer contingente de combatientes y la fragata ARC Almirante Padilla, posiblemente la misma nave que en 1952 atacó a peñeros venezolanos y disparó contra los Monjes Norte, poco antes de que Venezuela ocupara militarmente el archipiélago y Colombia reconociera la soberanía venezolana sobre esos islotes.

Gómez, entre alabanzas y adulaciones, anunció el envío de tropas colombianas a Corea, manifestando entre otras cosas que “los EEUU están enviando la vanguardia de su juventud a una lucha sangrienta en defensa de esos principios y mi espíritu no quedaría satisfecho si en estos momentos mis labios dejaran de pronunciar las palabras de admiración y reconocimiento por el heroico esfuerzo que se hace para salvar a la civilización”.

Quienes no se salvaron fueron las decenas de soldados colombianos que murieron luchando en lugares como el Cerro 180, combatiendo contra las tropas chinas y de Norcorea, las cuales diezmaron 60% de los efectivos neogranadinos que intentaron tomar ese enclave y otros sitios estratégicos, como los cerros Dale y Old Baldy, acciones que dejaron un saldo de 95 muertos, 97 heridos y 30 desaparecidos.

Han transcurrido más de 60 años de esa guerra absurda que únicamente dejó duelo, destrucción y la división del pueblo coreano que aún se encuentra separado y dividido, mientras que en Colombia apenas si se recuerda a aquellos soldados usados como carne de cañón por la ambición de un imperio y el servilismo de un Estado y sus gobiernos que siguen siendo vasallos al servicio de Washington y que ahora, el último de ellos, se dispone a enviar tropas a Afganistán.

El lacayo de turno ahora se llama Álvaro Uribe Vélez, el que ha desangrado más que ningún otro títere del imperio al pueblo colombiano, extendiendo como nunca antes las llamas de la guerra civil, permitiendo la presencia de tropas yanquis en el territorio neogranadino y que ahora, en flagrante violación de la soberanía del país se dispone a ceder siete bases militares, puntas de lanza de una futura invasión a la Amazonía y a África.

No satisfecho con el rol de marioneta que ha jugado en su patria y en la región como siervo del imperio, Uribe ha anunciado que enviará más de un centenar de militares colombianos a Afganistán, un país remoto, donde nada podrán hacer esos efectivos, llamados a convertirse en carne de cañón, ya que ni el poderoso ejército yanqui ni sus socios de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (Otan) con más de 100 mil soldados han doblegado la resistencia del pueblo afgano en una guerra que ya dura más de ocho años.

Como una fatal premonición de lo que les espera a las tropas neogranadinas al intervenir en ese conflicto armado, que como el de Corea no es propio sino ajeno, está el caso de Huber Stiben Muñoz Pineda, soldado de origen colombiano, miembro del ejército español que intervino en la guerra de Afganistán y resultó herido al estallar una mina al paso del vehículo armado en el que viajaba junto con otros efectivos, uno de los cuales resultó muerto y cinco heridos.

Pero... ¿Qué puede importarle al títere de Uribe' Que muera uno, diez o cien soldados colombianos en Afganistán, si se ha hinchado de orgullo y enfermo de sumisión ha anunciado el envío de esos jóvenes al país de Asia Central por invitación de la Otan, diciendo que “hoy confían tanto en nuestras fuerzas armadas, en nuestro Ejército, en nuestra Policía, nuestra Fuerza Aérea y en nuestra Armada que nos han pedido que ayudemos en Afganistán'.

Ni siquiera un vasallo leal como aquellos que cumplían ciegamente el mandato del señor feudal pudo ser tan sumiso y entregado al servicio de su amo como Álvaro Uribe Vélez, gobernante del Estado colombiano que vendió su alma al imperio, ignorando que “mal paga el diablo a quien bien le sirve” y, quien después de haber cedido la soberanía de su patria, de su nombre, pronto sólo quedará el recuerdo que dejan los traidores que asesinan a su pueblo.

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