sábado, 24 de octubre de 2009

¿Existe la Lieteratura de Género?


Zaida Capote Cruz


Cuenta Claudio Magris en su magnífica —por minuciosa y desbordada— monografía sobre el Danubio, el hallazgo, en una librería de viejo, de un manual escolar de poética publicado en Buda en 1831, en uno de cuyos acápites encontró lo que él llama “una pregunta poco galante”: Potestne esse femina, quae dicitur heroina, materia epopoeiae? Que quiere decir más o menos “¿podría ser una mujer, a quien llamaríamos heroína, materia de la literatura épica?” Una pregunta así, “poco galante” es la que nos reúne hoy: ¿Existe una literatura de género?



Antes de intentar responderla me gustaría preguntar a la pregunta el por qué de sí misma. Parece que nunca terminaremos de zanjar esta cuestión, casi permanente, y siempre deberemos volver a empezar la discusión de cero. En primer lugar, el término “literatura de género” se presta a confusión. No he oído hablar de “literatura de género” en muchos sitios, la verdad, y supongo que se trata de evitar confusiones; escuchando esa frase una piensa en algo cercano al costumbrismo, al policial, no sé.



La traducción misma del inglés gender al español género ha complicado las cosas, de ahí que en muchos casos se haya utilizado el término extendido y contradictorio de “género sexual” para intentar aclarar la intención del hablante.



Si hubiera que responder únicamente a esa pregunta que nos convoca hoy, lo primero sería que nuestros amables anfitriones nos dijeran qué entienden por “literatura de género”. Pero como estamos aquí para intentar aclarar las posiciones respectivas, asumo, para explicar la mía, que equiparan “género” con “de mujeres” puesto que, como es evidente, no hay ningún hombre invitado a opinar. Por tanto, creo necesarias algunas precisiones.

Hace unas semanas se transmitió en un programa televisivo una película titulada Tráfico humano, donde se entrecruzaban varias historias de mujeres (y niñas) secuestradas primero y sucesivamente privadas de identidad legal y endeudadas, cuyo destino era ingresar a grandes redes internacionales de prostitución.

Hace apenas unos días, leí en La Gaceta de Cuba un cuento bastante bueno de Francisco García González titulado “El olor de la manteca”. La anécdota comienza más o menos con el aviso, escuchado por el narrador en un bar, con un buen buche de ron en el gaznate —coincidirán conmigo en que no podría ser de otro modo— de que “el viejo Melquiades está vendiendo una mujer”. A partir de ese momento, asistimos al trato y a la consecuente esclavización de esa mujer que termina siendo tratada como un animal (perra, puerca) y por cuya apropiación deberán enfrentarse dos hombres —machete en mano, como corresponde— al final del relato.

Esta digresión no es tal: fue justo a partir del estudio de cómo se establecían esas relaciones de poder y explotación entre los sexos que una antropóloga norteamericana puso a circular esa palabrita que usamos hoy con tanta ligereza: género.

El artículo en cuestión se llamaba, con bastante acierto, “El tráfico de mujeres, notas para una economía política del sexo”; su autora, Gayle Rubin, describía diferentes modelos de apropiación del trabajo femenino y de organización social en diversos espacios geográficos, llegando a la conclusión de que las labores y las actitudes de las mujeres (y de los hombres) eran un aprendizaje social y que el sexo, si bien establecía diferencias biológicas inmutables, podía traer aparejado un comportamiento social variable según el sitio y la cultura a la que se perteneciera.

En un primer intento por describir ese descubrimiento de actitudes y aprendizajes de cómo ser hombre o mujer en determinada cultura creó el concepto de “sistema sexo-género”, cuyas posteriores derivaciones han independizado el término, usualmente entendido como ese proceso de formación mediante el cual los individuos de sexo distinto aprendemos a comportarnos de diferente manera, para conseguir un espacio en el sistema social al que pertenecemos.

Como dijera en su momento Simone de Beauvoir, en la que es tal vez la frase más citada por las feministas de todas partes: “una mujer no nace, se hace”. La difusión de la idea de que lo que identificamos como femenino es una construcción con hitos históricos, culturales e incluso médicos específicos, ha otorgado una libertad muy grande a las mujeres (y a los hombres, aunque el desarrollo del estudio de las masculinidades es muy posterior al de los estudios feministas).

La libertad proviene, claro está, del entendimiento de que ser identificado como mujer (u hombre) tiene que ver, sobre todo, con comportamientos, gestos, actitudes, etc., todos ellos elementos que pueden ser transformados a voluntad —aunque a veces se precise de mucha voluntad—, algo que es mucho más difícil de hacer con la biología.

El descubrimiento de esa calidad educativa, por llamarla de algún modo, de las identidades sociales de los individuos de distinto sexo, trajo consigo la esperanzadora posibilidad de transformación de esas identidades, haciendo más abiertas las vías de desarrollo individual y menos perentoria la obediencia a las exigencias sociales. Reconocer que somos un producto de la historia y de la cultura, en tanto hombres y mujeres, más que de la biología, nos da la libertad de elegir si seguimos los mandatos de la tradición o nos emancipamos de ellos. Un gran avance histórico.

Ahora bien, empecemos a hablar de literatura. Está claro que, si tuviera que responder la pregunta que hoy nos convoca: ¿Existe una literatura de género?, mi respuesta sería, sin dudarlo: No, no existe. En primer lugar, porque ya aclaré que está mal usado el término en esa interrogación. Sin embargo, si pudiéramos variar la pregunta y llevarla a un término más justo, esta sería: ¿Existe una literatura de las mujeres? A esa pregunta yo respondo: Sí, existe.

Pero aclaremos nuestros puntos de vista. Cuando hablo de la literatura de las mujeres o de literatura femenina no estoy diciendo que exista un modo específicamente femenino o específicamente masculino de expresión. Eso es algo que nadie podría asegurar y mucho menos es algo que debería convertirse en programa o exigencia para las escritoras y sus lectores. Lo que sí vale la pena estudiar es cómo las mujeres enfrentan —muchas veces de distinto modo que sus contemporáneos varones— la escritura.

Las razones, claro está, no son biológicas, sino históricas. Y eso es lo interesante, muchas veces, al estudiar un tema específico, se ha encontrado cómo las mujeres asumen el relato de un modo peculiar, mientras los hombres lo hacen de otro modo. Por ejemplo, para hablar de un género que he estudiado: en la autobiografía es muy frecuente que el sujeto femenino se desdibuje, que su protagonismo ceda lugar a otras historias, que su voz se pierda en la cita de documentos, testimonios y vidas ajenos. Ocurre, como decía, con más frecuencia en autobiografías escritas por mujeres que en las de autores hombres. Estos son, por lo general, más seguros de su lugar central en el relato autobiográfico.

Sin embargo, como decía, son tendencias, nada más. No hay modo de afirmar que siempre una mujer escribe de tal o cual modo y, por otro lado, tal prejuicio podría pretender empobrecer la calidad de su expresión. Pero lo que sí vale la pena afirmar nuevamente, porque se pierde de vista en estas discusiones, es que las mujeres existen y que su lugar en la sociedad aún dista mucho de ser idéntico al de sus pares masculinos (algo que, por demás, no creo que muchas mujeres deseen).

Lo que debemos reconocer, entonces, es la diferencia entre ambos géneros, la percepción diferenciada de los productos culturales de hombres y mujeres, la apelación a las mujeres para que cubran —con mucha más frecuencia que los hombres— roles familiares absorbentes (como el cuidado de niños y viejos o la educación de los hijos) y la consiguiente desvalorización de su intelecto que el juicio sobre quienes realizan esas tareas trae aparejada. Las mujeres viven en una condición diferente, son, por tanto, sujetos diferentes. No son iguales las exigencias a un hombre y a una mujer y no lo son en los ámbitos más disímiles. Y eso marca, de algún modo, la historia de la escritura de las mujeres.

La teoría literaria feminista ha encontrado numerosos modos de metaforizar esas diferencias: recuerdo tesis tan imaginativas como aquella de Gilbert y Gubar de que para las primeras autoras el acto de escritura era similar a un escena de violación: la página en blanco era un cuerpo virgen; la pluma, el pene agresor. Contado así, a la ligera, puede parecernos risible, pero lo que está detrás de esa imagen es el hecho real de que las primeras escritoras que se preciaron de serlo debieron escribir en secreto, violentando a menudo el orden familiar que les exigía estar buscando marido o aprendiendo a cocinar y muchas veces, para conseguir el favor de los lectores y la crítica, asumieron seudónimos masculinos a manera de pasaporte al espacio público.

Podríamos estar hablando aquí de muchas otras interpretaciones del acto de escritura; pero quisiera referirme a otro problema que ha enfrentado la crítica literaria feminista: de qué modo referirnos a la literatura que escriben las mujeres.

Suele hablarse, en términos evolutivos, de tres momentos (es una idea de Elaine Showalter para la literatura en lengua inglesa): un primer momento de literatura femenina (hasta el siglo XIX), en que no se iba más allá de lo que dictaban las normas —espacios privados, preferencia por la lírica, etc.—; otro momento —de fines del siglo XIX a mediados del XX— de literatura feminista, la cual ponía en escena a la mujer en el espacio público y exploraba la narrativa; y, finalmente, el momento actual, en que ya habían sido conseguidos los principales derechos y la lucha había pasado a segundo plano para dar paso a la creatividad múltiple y atrevida de nuestras contemporáneas, a cuya escritura debía llamársele “de mujeres”.

Estoy, como habrán notado, vulgarizando un poco las propuestas, que cito de memoria. De todos modos, mis reparos a establecer una linealidad en el desarrollo de la literatura femenina tienen que ver con que son tantas las minucias que deciden cómo escribimos y sobre qué lo hacemos, que no creo que pueda armarse una progresión, como propone Showalter, en el desarrollo de la escritura femenina a pesar de que, evidentemente, hay una historia a medias escrita.

Mi objeción principal tiene que ver, precisamente, con los términos. Nombrar “femenina” a esa literatura inicial, poco desarrollada y reproductora muchas veces de prejuicios, o nombrar “de mujeres” a la supuestamente más beligerante de los años recientes no cambia nada: lo importante, a mi juicio, es estudiar la producción literaria femenina a lo largo de la historia y, en cada caso, revisar el contexto en que esa producción tuvo lugar.

Hay autoras del siglo XVI que son más combativas y atrevidas que muchas de nuestras contemporáneas. Tengo aun otra razón: disfruto la lengua que hablo: evitar referirse a lo femenino cuando hablamos de las mujeres es reproducir el prejuicio patriarcal de nuestra minusvalía y, por otra parte, disminuir nuestra lengua. También reproduce ese prejuicio quien niega la posibilidad de existencia de una literatura femenina, mientras defiende la existencia de la literatura, en abstracto. La literatura no existe en una burbuja; todo escritor, sea hombre o mujer, elige hacer su trabajo de un modo u otro y una vez concluida, su obra tiene una vida ante la crítica, un recorrido de difusión, etc., para entender los cuales, muchas veces, el análisis de la variable de género es pertinente.

Cuestionar la existencia de la literatura femenina es, me parece, cuestionar la existencia misma de esas mujeres. Intentando borrar las diferencias estamos borrando también las identidades. Está claro que este asunto es mucho más complejo: al negarse a ser reconocida como parte de un gesto común, de una tradición de la “escritura femenina”, la escritora rechaza su herencia histórica, su pertenencia a un grupo cuya identidad de género no ha sido precisamente una ganancia a la hora de establecerse en la ciudad letrada.

Lo imprescindible es entender que hablar de literatura femenina no implica un menoscabo de los valores de esa literatura, sino el reconocimiento de que esa producción proviene de sujetos genéricamente marcados, cuya pertenencia a un género específico puede haber influido en su elección de temas o estrategias de estilo, lo mismo que su acceso a espacios de distribución y circulación. Eso es lo que he intentado en mis propios análisis críticos.

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