martes, 20 de febrero de 2018

Señoras y señores, cojan palco con las confesiones de esta guarimbera de Araminta González

rimbera de Araminta González


Araminta González, química venezolana de 35 años, aterrizó en Madrid el pasado 6 de diciembre, Día de la Constitución. Al fin se sintió «libre». Dejaba más de tres años de pesadilla en Venezuela, en los que fue encarceladatorturada de forma cruel por participar en las protestas contra el Gobierno de Nicolás Maduro y estuvo internada en un psiquiátrico a consecuencia de los tormentos sufridos, cuyo recuerdo todavía la asalta por las noches. Ahora, con un hilo de voz pero una firmeza de espíritu renacida ante su nueva vida, relata para ABC su penosa experiencia y habla de la situación que atraviesa su país.
La joven, que en 2014 trabajaba en un laboratorio farmacéutico, participaba en protestas contra el régimen y ayudaba con medicamentos y alimentos a los estudiantes que estaban acampados. El 24 de julio de ese año tomaba café con un amigo, Libert Díaz, en un centro comercial de Chacaíto, en Caracas, cuando un grupo de hombres de paisano se llevaron a ambos a punta de pistola. «No sabía si era una detención o un secuestro, dónde estaba ni adónde iba», recuerda. «Me quitaron mis pertenencias, mi teléfono, la cédula (de identidad), me encapucharon y empezaron a golpearme y a preguntarme quién me financiaba».
Más adelante supo que aquello eran las instalaciones del Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (CICPC)de la avenida Urdaneta. González detalla las torturas que padeció allí: «Me asfixiaban con bolsas de plástico y me hacían “el helicóptero”, que es tomarte del cabello y lanzarte contra las paredes». «Aún no lo he podido superar, tengo sueños con eso», confiesa.
Sus verdugos buscaban así que incriminara a otros opositores. A base de violencia, consiguieron arrancarle algún nombre, algo con lo que además la han hecho sentir culpable «hasta el día de hoy, aunque gracias a Dios los perjudicados están libres», suspira.
«Me asfixiaban con bolsas de plástico y me hacían “el “helicóptero, cogerte del pelo y tirarte contra la pared»
Mientras la torturaban, oía cómo hacían lo mismo con el otro joven detenido. «De hecho -continúa-, me dijeron que lo iban a matar si yo no decía lo que querían y siempre pensé que lo habían matado, hasta que dos años después me enteré de que no». Luego la trasladaron a otro lugar de reclusión en el Rosal, donde pasó una semana. Después la iban a llevar al Helicoide, como se conoce la sede en Caracas del Servicio Bolibariano de Inteligencia Nacional (Sebin), pero no la admitieron, «porque era muy tarde».
«A los pocos días -prosigue-, me sacan a las cinco de la mañana y me dicen que vamos al tribunal, pero en el expediente estaba con otras personas y, al ir sola, sospeché que no íbamos a ningún lugar».

Adoctrinamiento chavista

Finalmente la llevaron al Instituto Nacional de Orientación Femenina (INOF), que, pese a su engañoso nombre, no es más que una prisión femenina. «Allí te visten de fucsia, te desnudan, te revisan todas tus cavidades y te quieren meter el comunismo como sea», describe. La trataban de adoctrinar en el chavismo, adiestrándola militarmente, obligándola a aprender himnos y saludos y a «decir que quería al expresidente que se murió», enumera evitando pronunciar el nombre de Hugo Chávez. «Yo me negaba y, como castigo, tenía que hacer reverencias a una imagen de él en medio del patio, agarrándome los tobillos y caminando alrededor de la cancha, en lo que llaman “el paso de la gallina”». En otras ocasiones, la hacían permanecer «firme, mirándolo bajo el sol». «Así hasta que me desmayé», agrega. En aquella cárcel la tuvieron aislada en una habitación, donde, como en una especie de angustioso Gran Hermano, seguía escuchando a la fuerza el himno venezolano y la voz de Chávez.
El ambiente carcerlario era de lo más sórdido. Según Araminta González, circulaba la droga con profusión y «las funcionarias, las que se suponía que nos tenían que cuidar, para dar favores a otras internas proponían tratos de carne».
En el INOF permaneció dos años y medio, hasta que tuvo que ser internada en un centro psiquiátrico por una grave depresión e intentos de suicidio. «No soportaba que se metieran en mi cabeza e intentaran adiestrarme, y en la prisión no había comida, tratamiento psiquiátrico ni medicamentos. Tal cual está el país fuera, es peor dentro de una cárcel», indica esta víctima de la represión.
«Ingresé en un psiquiátrico porque no soportaba que se metieran en mi cabeza e intentaran adiestrarme»
En el psiquiátrico permaneció ocho meses, siempre vigilada. Tampoco la atmósfera allí era idílica y había funcionarias que se metían con los pacientes. «No todas son malas, pero las había que, de verdad, no sé en qué universidad las educan…», apunta.
El pasado noviembre salió del psiquiátrico en libertad condicional, una vez que la Fiscalía y los abogados acordaron que lo más adecuado para que no recayera en su cuadro depresivo suicida era regresar a casa. Sin embargo, las condiciones del país al que salía después de más de tres años «eran mucho peores» que en 2014, con una economía colapsada y escasez de medicamentos, alimentos y servicios básicos. «Eso no me permitía ninguna mejoría», recuerda.
Aún seguía sin ser juzgada. Supo que en su día la habían denunciado por terrorismo unos «patriotas cooperantes», mientras que las autoridades bolivarianas «no quisieron aceptar las pruebas» presentadas por su abogado. «El juicio se ha postergado tanto que, si no cae este Gobierno, no creo que nunca vayamos a tener justicia», lamenta.
Ella quería sumarse a las protestas que había, pero no podía por su tratamiento médico y el temor a «meterse en problemas y terminar otra vez presa». «En las condiciones para salir se incluía que no podía opinar ni protestar. Seguía estando presa igualmente», explica.
Tampoco podía salir del país y le habían retirado el pasaporte, porque, según dice, «ser químico era sinónimo de terrorista», aunque se las arregló para sacarse uno nuevo. «Mire, Dios es grande. Un día agarré, compré mi boleto y me subí al avión», rememora. «Estaba muy nerviosa, “full” de calmantes, porque el aeropuerto estaba lleno de militares que me preguntaban dónde iba, qué iba a hacer y por cuánto tiempo. Tenía muchos nervios de que me fueran a descubrir y me fueran a poner otra vez presa».
«Aquí soy libre, como cosas que no hay en Venezuela y no tengo que pelearme por el papel higiénico»
El 6 de diciembre arribó a Madrid, donde le esperaba una hermana que ya vivía allí. «Una vez en España, me sentí libre», rememora. «Aquí tengo total libertad, es “superdiferente”, he podido comer muchas cosas que no podía comer en Venezuela, como manzanas o peras, porque ya no se importan. Y ya no tengo que estar peleando por el papel higiénico», confiesa mientras se le abre una tímida sonrisa.
No obstante, aún vive en la incertidumbre, ya que está a la espera de que se le conceda el asilo. «Mientras tanto no puedo hacer nada y, como siempre he sido una persona independiente, eso me hace sentir un poco inútil. Pero paciencia», se anima.
Entre tanto, la joven venezolana está recibiendo apoyo de la Asociación Española Venezolana por la Democracia (Aseved) y de la iniciativa «Una medicina para Venezuela», que impulsa Vanessa Pineda, para superar los traumas de su cautiverio y continuar en España con el tratamiento psiquiátrico.
Ahora desde este lado del Atlántico, Araminta González reconoce su frustración por el estado de su país, sin que vea «una salida próxima al Gobierno hasta que no se diluya la Asamblea Nacional Constituyente y liberen a los presos políticos». «Nunca pensé que tardaríamos tantos años en esta misma situación, siempre pensé que sería algo pasajero», lamenta. Tampoco ve esperanza en las elecciones presidenciales convocadas para el 22 de abril, en las que «el régimen controla todo», desde el Tribunal Supremo al Centro Nacional Electoral.
Aunque valora la importancia de la presión internacional para lograr una salida, considera que son los venezolanos quienes «tienen que decidir qué quieren, continuar con Maduro o salir del régimen». Mientras tanto, Venezuela «no va a tener un camino claro», advierte. Admite que ahora la población «está más pendiente de que si no trabaja, no come y de que tiene niños chiquitos, pero por lo mismo debe pensar que si no se preocupa por el país, no va a haber un futuro para sus hijos».

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