Por: Jessica Dos Santos Jardim
“…y así entenderás todo lo que se esconde
detrás de la lucha por un bistec…” L.C.M.S
Apenas iniciaba el 2018, pero yo ya estaba activa: desde hace varios años, mi oficio me ha hecho pasar buena parte del 31 y el 1ero de guardia, así sea para ver en contraste el aniversario de la revolución cubana y el desfile de las rosas. Sin embargo, esta vez, el presidente venezolano había dado un par de anuncios económicos que me habían puesto a trabajar.
De repente, en medio de la faena, recibí una llamada. Un acento colombiano me ofrecía empleo y me pedía reunirnos en Altamira para discutir su propuesta. ¿Un 2 de enero? Le comenté a una compañera de la oficina y decidimos lanzarnos juntas, no sin antes activar todo un operativo de seguridad que incluía tener a un par de personas atentas por teléfono.
El hombre, en efecto, tenía toda una propuesta de trabajo que incluía desde investigaciones hasta manejo de redes sociales. Mucha, mucha chamba, para la cual ofrecía pagar “35 dólares”, pero, de ñapa, yo tendría que costear la comisión de la hipotética transferencia.
35 dólares que al paralelo sonaban jugosos. 35 dólares por un trabajo que en cualquier país no bajaría de los 500, por ponerlo barato. “A los venezolanos les pagan poquito en dólares, pero los buscan bastante, tienen chance de conseguir muchos trabajos y así paliar lo primero”, me dijo el hombre como quien jura que se la está comiendo.
Yo estaba allí, entre un aumento de salario que sería devorado por los sobreprecios en cuestión de días, y un guevón que creía que su “posibilidad de pagar en divisas” le daba la potestad de exprimir y humillar.
A la mierda todo. Nos fuimos. Yo manejaba algo molesta, debatía el tema con mi amiga intentando cerciorarme de mis propios argumentos al escucharlos en voz alta. Era de noche y afuera llovía, las calles estaban solas, y la vía llena de charcos, de repente caímos en un hueco abismal que nos hizo sentir que el carro había rebotado.
Maniobré y seguimos, con algo de temor y no sin antes mentar la madre acoñaceando el volante. Al llegar al estacionamiento, yo no me quería bajar, ni revisar nada, pero mi pana sentenció: “chama, se dobló el rin y esto tiene rolo de teta”.
Colapsé, me permití deprimirme una noche, pero a la mañana siguiente, así fuese 3 de enero, tocaba resolver. Mi caucho de repuesto ya tenía dos parches, pero probablemente lo mejor sería cambiarlo o al menos colocar este nuevo desastre atrasito.
La primera cauchera estaba cerrada, en las dos siguientes (por los alrededores de Plaza Venezuela) no había punto, y en la última, a la altura de Bello Monte: eran cincuenta mil bolívares aquella simpleza. En el mismo lugar, un caucho 14, rondaba los nueve millones de bolívares. El salario mínimo integral estaba en 797.510, es decir, que, sin gastar absolutamente nada, tardaríamos 12 meses en acumular 9.570.120, y para esa altura ya costaría diez, veinte, treinta, cien veces más.
El cauchero hizo lo suyo, pero a la hora de cancelar: el punto no pasaba. Yo llevaba varios días intentando, sin éxito, obtener efectivo en los distintos cajeros del banco de Venezuela de Las Mercedes. Entonces, el encargado del local me dijo:
- “Chama, en la esquina hay una panadería, ve si allá pasa el punto, cómprale dos cachitos al pana, y deja eso así”.
- “¿Me estás hablando en serio?”, le dije, con un intento de sonrisa.
Si, era en serio, y eso hice: cada cachito de jamón y queso costaba 22 mil bolívares. Al irme, lo vi por el retrovisor, hartándose mi nueva forma de pago.
- “¡Pendiente, una mujer accidentada sola por ahí es un peligro!”, me dijo a manera de adiós.
Al llegar a la oficina, le echamos el cuento a un par de compañeros, nos lamentamos y nos reímos, pero solo un ratico: debíamos sentarnos a investigar sobre El Petro, la primera criptomoneda de la nación donde minutos antes yo había tenido que cancelar con dos cachitos hechos con una harina de trigo rusa que jamás se convirtió en canilla.
El realismo mágico sigue haciendo de las suyas.
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