De cómo pudieron haber asesinado a Hugo Chávez (XIII).
*JUAN MARTORANO.
El equipo también había confirmado la eficacia de
la capacidad del KGB para alcanzar una víctima con un arma
biológica. Un agente de seguridad de la embajada de Alemania
Occidental en Moscú, Horst Schwirkmann, en una excursión turística
a un monasterio de las afueras de la ciudad, estando rodeado por
docenas de turistas, de repente había sentido una quemazón en la
zona lumbar. Un momento después estaba paralizado. Sus acompañantes,
dos diplomáticos alemanes, hicieron gestiones para que lo vieran los
únicos expertos capaces de ayudarlo: los médicos de la embajada
estadounidense. Cuando llegaron al complejo de la embajada,
Schwirkmann se hallaba a las puertas de la muerte. Los médicos
habían determinado que le habían inyectado el gas mostaza que los
soviéticos habían desarrollado durante la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, era demasiado tarde para salvar al hombre de seguridad.
Schwirkmann murió al poco tiempo de su traslado en avión a
Alemania. Nosenko había confirmado que el gas se había utilizado de
manera satisfactoria para silenciar a los disidentes de toda Europa.
También proporcionó a la Agencia las identidades de otros veinte
agentes soviéticos “dormidos” en Occidente. Sus nombres fueron
puestos en conocimiento del MI5 y los servicios secretos franceses,
además del FBI.
La satisfacción del doctor Gottlieb por las armas
biológicas seguía insatisfecha. Ese interés había aumentado a
finales de 1968 con la noticia, llegada de Inglaterra, del asesinato
de otro disidente soviético, George Markov. Había escapado de su
Bulgaria natal para acudir a Londres. De allí se había ganado un
considerable público en su país con sus cáusticos comentarios para
la BBC y Radio Libre Europa, que se emitían en Bulgaria. Un día, de
camino al estudio, había sentido un leve pinchazo en el muslo. A sus
espaldas vio a un hombre con paraguas que se alejaba a toda prisa.
Cuando llegó a la emisora sentía un malestar general. Finalizado su
programa, decidió irse a casa. Su esposa le tomó la temperatura:
tenía fiebre. Dos horas más tarde le había aumentado cuatro
grados. Cuando llegó el médico, la tensión de Markov había
experimentado un bajón alarmante, pero antes de quedar inconsciente
consiguió hablarle a su mujer del hombre del paraguas. El médico le
encontró un moratón en el muslo izquierdo. Llamó a Scotland Yard.
Los detectives remitieron el caso a su unidad forense. Para entonces
Markov estaba muerto. La autopsia reveló que, por debajo de la
contusión, sepultado en la grasa subcutánea, había un perdigón no
más grande que una cabeza de alfiler. Un examen microscópico reveló
cuatro minúsculos agujeros en su superficie. El patólogo estaba
convencido de que el perdigón había contenido veneno. La muerte
llegó a los titulares, pero siguió siendo un misterio. Entonces un
periodista búlgaro de París, que también se había vuelto crítico
con la “opresión soviética” en su patria, informó de que, poco
antes de la muerte de Markov, había tenido un incidente similar
cuando salía de su estación de metro de la ciudad. Había
desarrollado unos síntomas casi idénticos a los que habían
provocado la muerte de su compatriota. Sin embargo, él, por algún
motivo, había sobrevivido. Un examen médico reveló un segundo
perdigón en su espalda. La policía francesa lo mandó a Londres.
Era idéntico al que había matado a Markov.
Fue en ese momento cuando el incidente llegó a
oídos del doctor Gottlieb, que mandó a Buckley a Londres. Se había
dispuesto que el doctor Sargant lo acompañara a Porton Down, donde
los científicos estaban examinando ambos perdigones. Le contaron a
Buckley que los dos habían contenido idénticas cantidades de
ricina, una sustancia verdaderamente letal obtenida de las semillas
del ricino. Buckley tomó el siguiente avión de regreso a los
Estados Unidos con una copia de los hallazgos británicos. Pasó las
dos semanas siguientes, una vez más, redactando un informe sobre la
posibilidad de usar ricina como instrumento de asesinato para la CIA.
¿Que tal?
Un caza a reacción F4 Phantom, adaptado para la
dispersión aérea de un nuevo agente nervioso con el nombre en clave
de VX, había vertido por error nueve kilos de la sustancia en el
lugar equivocado. Llevado por el viento, el gas nervioso se había
desviado del campo de pruebas y se había posado en un valle
oportunamente llamado de la Calavera (Skull Valley). Pastando en él
había 6.000 ovejas. Estaban muertas en cuestión de horas. Los
medios de comunicación se habían abalanzado en tropel sobre el
valle para ser testigos de como equipos de Dugway enterraban los
cadáveres en profundas trincheras cavadas a toda prisa. La
publicidad resultante había provocado un estallido internacional de
indignación.
Se decía que el presidente electo, Nixon, pretendía
poner fin al programa químico/ biológico. En uno de sus discursos
de campaña había dicho: “La humanidad ya anda sobrada de semillas
de su propia destrucción para encima añadir las armas biológicas.
En consecuencia propongo que Estados Unidos renuncie a su uso”. Fue
un momento significativo. Dos años después Rusia dejo de oponerse a
una conferencia sobre guerra bacteriológica, conferencia que
desembocó en la prohibición de todas las armas biológicas y
químicas. Otros ocho países se sumaron con el tiempo al acuerdo.
Sin embargo, Buckley también había notado que, para los hombres de
Fort Detrick presentes en la fiesta de Clover Dulles, aquello no era
más que un contratiempo temporal; en el programa sencillamente se
habían invertido demasiado dinero y recursos para renunciar a él.
Cinco semanas después, el 29 de enero de 1969,
Allen Welsh Dulles falleció. Buckley no pudo asistir al funeral. Se
encontraba en otra misión para el infatigable Sidney Gottlieb,
acompañando a un equipo de científicos desde Fort Detrick a
Okinawa, la isla japonesa del Pacífico en la que Estados Unidos
tenía una enorme base militar. Parte de ella era una zona aislada
donde se almacenaban armas químicas en contenedores. Uno, que
contenía el agente nervioso VX, tenía una fuga: veintitrés
reclutas estadounidenses se habían visto afectados por la
exposición. Poco antes, más de cien niños japoneses que jugaban en
una playa cercana a la base se habían derrumbado. Muchos habían
tardado semanas en recuperarse. Las secuelas políticas había
provocado que en Pentágono accediera a la furibunda exigencia del
gobierno japonés de retirar todas las armas de ese tipo de su suelo
soberano. El cometido de Buckley había sido asegurarse de ello.
Al volver a Langley se encontró asignado a un papel
ya conocido, el análisis de prensa. El Departamento de Estado, El
Departamento de Defensa y el Pentágono había sumado esfuerzos para
demostrar al mundo que estaban cumpliendo la promesa del presidente
Nixon de destruir el arsenal químico/biológico estadounidense. Se
había añadido ácido fénico a contenedores de tularemia, ántrax,
fiebre Q y encefalomielitis equina venezolana antes de calentarlos a
1.000 grados centigrados en hornos especialmente fabricados para tal
fin. El equipo que había sido utilizado para elaborar los gérmenes
fue fundido. Lugares en un tiempo secretos como Pine Bluff y el
arsenal de las montañas rocosas abrieron sus puertas a los
visitantes.
A principios de enero de 1973, Sidney Gottlieb
dimirió de su cargo en la CIA. Helms no hizo ningún esfuerzo por
convencerlo de que se quedara. Antes de su partida, y por orden de
Helms, el doctor Gottlieb había triturado la documentación del
MK-ULTRA y del MK-SEARCH. Más tarde, cuando el presidente Nixon cesó
a Helms como director, su sucesor, James Rodney Schlesinger, preguntó
si existía cualquier cosa en la “historia reciente de la CIA que
pudiera causar problemas”. Helms le contestó: “No. Nada de
nada”.
Varios pisos por debajo de donde ambos hombres
conversaban en el comedor exclusivo, en los archivos, había ciento
treinta cajas que contenían material incriminador que el doctor
Gottlieb inexplicablemente no había destruido. Buckley lo llamaría
“el arma del crimen que a la larga destruiría a Gottlieb y casi a
la Agencia”. El contenido de esos archivos era una caja de Pandora
de experimentos inconclusos, algunos a punto de iniciarse y otros que
se hallaban apenas en la etapa de planificación.
En una caja estaban el original del manual de
asesinato y el papeleo de Sidney Gottlieb, que demostraban su
duradera y clara obsesión por encontrar un medio para asesinar a
Fidel Castro. Otra caja contenía un archivo sobre el Proyecto 143,
en el que el doctor Gottlieb había accedido a pagar 20.000 dólares
al año a un tal doctor Edward Bennett de la Universidad de Houston,
Texas, para que desarrollase una bacteria capaz de sabotear los
productos derivados del petróleo.
Otro archivo detallaba los pagos realizados por el
doctor Gottlieb para mantener a pleno rendimiento el viejo
laboratorio de Frank Olson en Fort Detrick; eso costaba 100.000
dólares al año. Había facturas de la adquisión de tres kilos de
un mortífero veneno carbonatado, facturas de muchísimas cosas.
Había informes sobre programas biológicos y químicos en Alemania,
en colaboración con Porton Down. También facturas, peticiones,
órdenes y pagos de todo el mundo. ¿Los había dejado sin destruir a
propósito Sidney Gottlieb? De ser así, ¿Por qué? ¿Había sido un
despiste? Sin embargo, por el momento allí se quedaron, en las
entrañas de la Agencia Central de Inteligencia, una silenciosa bomba
de papel. El arma del crimen de Buckley.
Pero esta
publicación de estos trabajos continuarán, por razones de espacio,
en la próxima entrega.
¡Bolívar
y Chávez viven, y sus luchas y la Patria que nos legaron siguen!
¡Hasta la
Victoria Siempre!
¡Independencia
y Patria Socialista!
¡Viviremos
y Venceremos!
*Abogado,Activista por
los Derechos Humanos,Militante Revolucionario y de la Red Nacional de
Tuiter@s Socialistas (RENTSOC).http://juanmartorano.blogspot.com/
http://juanmartorano.wordpress.com/
,jmartoranoster@gmail .com
,j_martorano@hotmail.com
,juan _martoranocastillo@yahoo. com. ar . @juanmartorano (Cuenta en
Tuiter).
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