Carola Chávez
Durante un tiempo, mucho tiempo, se nos dijo que éramos un país de perdedores. Algunos lo creyeron al pie de la letra con una resignación servil, entregándose a la amnesia impuesta por quienes nos necesitaban perdidos, aplastados, con el autoestima pisoteada por nuestros pies arrastrados… Arrastrados, así éramos útiles, tontos útiles para otros, con otros intereses inútiles para nuestra Patria.
Recuerdo hace años, cuando inauguraron el Kentucky Fried Chicken del CCCT, allá a finales de los ochenta, estábamos con la Kiki en una cola larguísima esperando para comprar nuestro combo de pollo plástico con papitas. Un gentío en cola miraba el reloj temeroso de que su hora de almuerzo acabara antes de ser atendido. En eso, un gringo con pinta de turista en el trópico, con bermudas de cuadritos y camisa hawaiana, pasó delante de todos, sin mirarnos -porque nos perdedores son invisibles-, llegó a la caja con dos empujones triunfales y dejando a una señora con su pedido en la boca ordenó su combo doble con Coca Cola.
Todos callaron, algunos guardando un respeto lleno de admiración sumisa, otros intentaron incluso servir de traductores al turista abusador. Recuerdo la rabia que sentí, recuerdo que la expresé en voz alta, recuerdo con tristeza el silencio a mi alrededor, las miradas al techo, al suelo, a cualquier parte que no fuera esa loca maleducada que no entendía que el Kentucky es gringo y que el gringo tenía derecho.
Perdedores que bajan la cabeza avergonzados de su incapacidad de hacer algo grande, glorioso, de brillar alguna vez en algo... de ganar.
El perdedor resignado no pelea y eso es bueno para quien quiera pasarle por encima, colearse y pedir el pollo primero, comerse todo primero y dejar huesitos y migajas.
En el Kentucky nos quitaban el derecho a pedir el pollo, a comerlo cuando nos correspondía, en otras partes nos quitaban otros derechos y el pollo no era pollo sino petróleo, hierro, las empresas públicas -porque los perdedores no pueden administrar nada-. Y mientras más quitaban más perdíamos y más perdedores éramos.
Perdedores imposibles. El mismo pueblo que hace doscientos años se enfrentó y derrotó a un imperio hoy, culpechavez, retoma su historia.
Paradojicamente los venezolanos que creyeron que ganaban soñando con una visa a Mayami mientras se vendía el país, son los únicos que se creyeron el cuento de perdedores, incapaces de hacer nada sin la tutela de un gringo masca chicle que les patee el orgullo.
Y así, mientras Venezuela celebra sus victorias, ellos bajan la mirada muertos de pena ajena, balbuceando excusas en inglés, heredando a sus hijos la terrible sensación de ser gringos atrapados en un pasaporte venezolano, o sea, me iría demasiado.
Entiendo su pena, no es para menos: debe ser desgarrador ser hijos de Bolívar y no saber estar a su altura.
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