jueves, 6 de mayo de 2010

Feminismo anticapitalista, esa escandalosa cosa y otros palabros.


Amaia Pérez Orozco

La idea de esta ponencia es retomar el hilo de los debates sobre el capitalismo y el patriarcado, sempiternos en el feminismo, a la luz de la crisis civilizatoria que estamos viviendo. Parto de un sentimiento de urgencia, la urgencia de tener, como feministas, una voz incómoda, como dicen algunas compañeras, una postura molestosa, como dirían otras, ante lo que (nos) está ocurriendo. Hace mucho venimos debatiendo si el capitalismo y el patriarcado son dos sistemas distintos, si son uno solo, si se trata de un capitalismo patriarcal o un patriarcado capitalista. Y qué tienen que ver otros ejes de poder, si nos enfrentamos más bien a un patriarcado capitalista blanco, a un capitalismo patriarcal heterosexista racialmente estructurado… Si es que no tenemos ni nombres… porque, como dice Donna Haraway, ¿de qué forma podemos llamar a esa Escandalosa Cosa?

Pues bien, ¿qué hacemos hoy, Granada 2009, con esa Escandalosa Cosa en crisis? Aquí van unas breves líneas para afirmar que, en este momento, necesitamos retomar con fuerza un feminismo anticapitalista (o muchos feminismos anticapitalistas, ya que la voluntad, o el espejismo, de unidad se nos rompió y ahora andamos a la búsqueda de formas potentes de articular la diversidad). Para ello, en este texto (que, justo es decirlo, hace especial referencia al contexto del estado español y probablemente diga poco o suene extraño en otros) comienzo ahondando en la crisis de los cuidados – qué es, qué factores la han desencadenado, cómo está evolucionando – y, sobre todo, retomando brevemente algunos de los debates centrales que el discutir sobre esta crisis nos abría, y que tenían una fuerte potencia para la articulación de un feminismo anticapitalista diverso. Hablo en pasado porque, con el colapso financiero actual, esa articulación, que era frágil, está fuertemente amenazada; estamos a un tris de replegarnos hacia un feminismo productivista de fetichización del trabajo asalariado. Y, sin embargo, esa misma crisis, si le entramos estratégicamente, puede funcionar como acicate de cambio, como catalizador de esa articulación de un feminismo anticapitalista diverso.


Pero, antes de nada, ¿por qué es importante hablar de cuidados? ¿Qué potencia tiene dedicarle una atención específica y prioritaria? Entre otros muchos motivos que podríamos alegar y que de seguro nos vienen a la cabeza, hay uno clave: en los cuidados se produce la materialización cotidiana de los problemas más “gordos”, más estructurales. A fin de cuentas, es ahí donde se esconden todas las posibilidades y trampas del conjunto del sistema. Discutiendo sobre los cuidados, en lo concreto, en la vida del día a día, estamos discutiendo sobre esos grandes “dilemas existenciales del feminismo” que, enfocados desde un ángulo demasiado macro, demasiado abstracto, a veces se nos escapan. Por ejemplo, cuál es la relación entre capitalismo y patriarcado, qué posibilidades de liberación tenemos en los márgenes del sistema, qué significa igualdad en el reparto del trabajo y los recursos y cómo conseguirla, cómo se relaciona el género con otros ejes de poder en lo económico… Los cuidados son algo así como “lo personal es político” en el ámbito económico.

1.La crisis de los cuidados: qué es y qué la desencadena

¿Qué es la crisis de los cuidados? Es la ruptura del modelo previo de reparto de los cuidados, que sostenía el conjunto del sistema socioeconómico, que de forma clave conformaba la base sobre la que se erigían las estructuras económicas, el mercado laboral y el estado del bienestar. Se trataba de un modelo basado en dos características. En primer lugar, en adjudicar a las mujeres en los hogares la responsabilidad de resolver las necesidades de cuidados. No existían mecanismos colectivos para asumir esa responsabilidad: no eran ni el estado, ni las empresas, ni la comunidad quienes se hacían responsables, sino los hogares y, en ellos, las mujeres. No cada una aisladamente, sino organizadas en redes más o menos extensas, más o menos simétricas o atravesadas de relaciones de poder entre ellas mismas. En segundo lugar, se basaba en la división sexual del trabajo clásica. La que a nivel macro adjudicaba a las mujeres los trabajos de cuidados invisibles, los no-trabajos, y a los hombres el espacio del trabajo reconocido como tal, el asalariado. La que permitía que el ámbito de la economía “real” o “productiva” se construyera sobre la presencia-ausente de las mujeres: las mujeres presentes, activas, pero en los ámbitos económicos invisibles, los de los trabajos gratuitos. Y esa “ausencia”, esa invisibilidad, era requisito indispensable para que el sistema siguiera adelante volcando ahí todos los costes de mantener y reproducir la vida bajo las condiciones impuestas por un sistema que no priorizaba la vida, sino que la utilizaba para acumular capital. Presencia-ausente que, en el caso de las mujeres obreras, se convertía en doble invisibilidad: porque, en el tajo, debían actuar como si no tuvieran responsabilidades fuera de la fábrica; y, en la casa, debían aproximarse lo más que pudieran al modelo de ama de casa volcada en los suyos. División sexual del trabajo clásica que, a nivel micro, erigía en norma social la familia nuclear radioactiva, aquella del hombre ganador del pan / mujer ama de casa. Ojo, decimos que era la norma social, pero no hablamos de familia normal en el sentido de que fuese abrumadoramente mayoritaria, sino de que se imponía como modelo al que aspirar y respecto del cual se desviaban todos los grupos sociales problemáticos: lo rural que debía tender a desaparecer con el progreso, las lesbianas, las madres solas, las mujeres obreras, etc.

Pues bien, este modelo se viene abajo, lo cual en ningún caso significa que se haya descuajeringado algo que estuviera bien. Precisamente desde el feminismo se ha luchado mucho contra la división sexual del trabajo, contra la familia nuclear, por ser una de las piezas clave en la opresión de las mujeres. Pero sí se ha descuajeringado algo que sostenía una falsa paz social. Y aquí está el quid: las tensiones empiezan a salir a flote.

¿Y por qué esa ruptura? Por muchos factores. De algunos nos hablan por todos lados de forma sesgada y tendenciosa. El envejecimiento de la población es uno de ellos, que es cierto, innegable. Otra cosa es cómo lo miramos, si lo entendemos como un mero aumento de un montón de gente “dependiente” “mercantilmente no productiva”; y cómo lo construimos, si como un simple alargamiento de la cantidad de vida, al margen de la calidad de vida o de la capacidad de decidir sobre la propia vida. El envejecimiento de la población y… la inserción de las mujeres en el mercado laboral. Que, más allá de la reducción cuantitativa del número de mujeres disponibles 100% para las necesidades del hogar, de amas de casa a tiempo completo, es sobre todo importante por reflejar un cambio en la identidad de las mujeres, que nos negamos a renunciar al empleo, a toda vida profesional, a la independencia monetaria, para dedicarnos en plenitud al trabajo no pagado en la familia. El revuelo que se monta socialmente por esta “inserción de las mujeres en el mercado laboral” está asociado también a un proceso de clase: ya había un montón de mujeres en el mercado laboral, todas aquellas mujeres obreras sujetas a la doble invisibilidad que decíamos antes. Eran mujeres que vivían en plenitud esos problemas de “conciliación de la vida laboral y familiar”, pero que no tenían legitimidad social para plantearla como un problema público. El revuelo empieza a formarse porque el feminismo lo saca a la luz, como indudable consecuencia de un ejercicio de dignificación del trabajo asalariado de las mujeres; pero también porque empiezan a ser tensiones sufridas por mujeres de clase media y mayor nivel educativo que tienen mayor capacidad para que sus voces se oigan.

Pero hay otros factores de los que se habla mucho menos, de los que no se quiere hablar. La crisis de los cuidados está íntimamente relacionada con el modelo de crecimiento urbano, que conlleva la desaparición de espacios públicos donde se pueda cuidar de forma menos intensiva (sin el miedo a que atropellen a la cría, ¿no sería más fácil que baje a jugar sola con sus amigos, o dejar que vaya sola a gimnasia sin tener que acompañarla?), y genera una escisión entre los distintos espacios de vida que, además de robarnos una barbaridad de horas en transporte, hace que el curro, la casa, las amistades, la escuela, el centro de salud estén cada uno en una punta, que sea una locura ir de un lugar a otro, que no puedas simultanear tareas, ni pedir a alguien que eche un ojo al abuelo mientras bajas a hacer recados. La crisis de los cuidados está íntimamente vinculada a la “explosión urbana y del transporte motorizado”, sobre la que alertan desde el ecologismo social, y que está en la génesis de la crisis ecológica. Otro factor del que hablamos poco, muy poco, es la precarización del mercado laboral: la flexibilización de tiempos y espacios que, más allá de la retórica que nos quieran vender, responde sistemáticamente a las necesidades empresariales. El baile caótico de tiempos y espacios de trabajo vuelve imposible cualquier arreglo del cuidado medianamente estable. Y esa misma precarización hace que los (escasos) derechos de conciliación que se van reconociendo o ampliando (léanse permisos de maternidad, paternidad, excedencias, reducciones de jornada, etc.) lleguen a una fracción privilegiada de la fuerza laboral y dejen fuera a otra mucha, mucha gente. Por último, la pérdida de redes sociales y el afianzamiento de un modelo individualizado de gestión de la cotidianeidad y de construcción de horizontes vitales, nos deja muy solas a la hora de abordar estas pequeñas grandes dificultades de la vida. El modo individualizado y consumista de apañárnoslas, cada quien consigo y con lo que pueda comprar en el mercado. Y, cuando esto falla, el reiterado recule a la familia tradicional. Imaginamos alternativas de convivencia que no pasen por el mercado ni por los lazos familiares prototípicos, pero no las construimos con solidez. Por qué seguimos ahí estancadas, desde el propio feminismo, es algo que no tenemos claro. La asunción de mayores cotas de libertad en la organización de la vida cotidiana no va unida a la incorporación de la idea de vulnerabilidad, por lo que la libertad no se traduce en la construcción de una responsabilidad compartida para lidiar con nuestras vulnerabilidades inevitables. ¿Estamos derivando, como sociedad, pero también nosotras, hacia una idea de autosuficiencia más que hacia la constatación de la interdependencia vital? ¿Cómo lidiar con el deseo de libertad y la necesidad de compromiso?

2.La crisis de los cuidados: quiénes (no) mueven ficha

Todos esos factores están detrás, como decíamos, de la ruptura del modelo antiguo de organización social de los cuidados, que permitía una falsa paz social. Si esto se viene abajo, la necesidad de una redistribución de los cuidados, de un replanteamiento de la forma en que los organizamos, se vuelve ineludible (y esto incluye no sólo su reparto, sino también la manera misma en que los entendemos, la cultura del cuidado subyacente). Si esta reorganización antes era absolutamente necesaria por motivos de justicia, ahora lo es también por motivos de supervivencia. ¿Se produce? La respuesta es meridianamente clara. Ni el estado, ni el mercado (es decir, las empresas) están asumiendo una responsabilidad en el cuidado de la gente. Esta responsabilidad sigue recayendo en los hogares y, en ellos, en las mujeres.

Vayamos por partes.

El estado, o, mejor dicho, el conjunto de administraciones a sus distintos niveles, no está asumiendo la responsabilidad de proporcionar los cuidados necesarios. Es cierto que, en el estado español así como en otros países, estamos observando cierto aumento de servicios de cuidados y de prestaciones que proporcionan tiempo o dinero para cuidar, como escuelas infantiles, la “ley de dependencia”, algunos derechos de “conciliación”, etc. Pero este incremento responde más bien a la situación de emergencia social, dado el nivel de partida (cercano a) cero, y no refleja un cambio profundo.

Además, se da en un contexto de fuerte privatización de lo público: tanto de lo que existía antes (sistemas educativo y sanitario, que, si bien no podemos decir que presten cuidados tal cual, tienen un impacto directo en cómo se organiza el cuidado), como de lo que se está creando. De hecho, la “ley de dependencia” hace que los mecanismos mediante los cuales se pretende articular el supuesto derecho a recibir cuidados en situación de dependencia nazcan más privatizados de lo que ha nacido nunca ningún otro derecho social. Con sólo echar un vistazo al propio texto de la “ley de dependencia” podemos ver el papel que se da a las empresas; fielmente respetado por el desarrollo posterior del Sistema para la Autonomía y la Atención a la Dependencia, con su Fondo de Apoyo de 17 millones de euros en 2009 para crear centros privados de residencias, centros de día, ayuda a domicilio, etc. Los servicios privatizados sabemos que multiplican la desigualdad, porque basan su rentabilidad en la oferta de servicios de calidades muy distintas según lo que se pague, y en la explotación de la mano de obra contratada.


Además de (o, más bien, en relación con) que los servicios y prestaciones de cuidados nacen con un grado de privatización intolerable, se basan en el abuso de la mano de obra femenina no pagada o mal pagada. Así, se desarrollan mucho más las prestaciones que dan “tiempo para cuidar”, o sea, las que te permiten alejarte del mercado laboral para dedicarte a cuidar gratis (reducciones de jornadas, excedencias) que aquellas que dan “dinero para cuidar”, o sea, las que remuneran ese tiempo (permiso de maternidad, paternidad, o lactancia) o las que, simplemente, hacen que puedas seguir en el mercado laboral sin tener que renunciar al empleo. Igualmente, la atención a la dependencia está abrumadoramente sostenida por la llamada prestación económica por cuidados no profesionales en el entorno familiar (recibida por el 57,7% de las personas que reciben alguna prestación de esta ley). Lo que en Andalucía salerosamente llaman “la paguilla”. Es decir, te doy 300 euros al mes y cuidas 24 horas a la abuela (el máximo en 2009 eran 519 euros en caso de máxima dependencia). Esto hace que las cuidadoras sigan siendo las de siempre, y también incentiva enormemente la contratación de empleadas de hogar en situación irregular. Este uso y abuso del trabajo de cuidados femenino no pagado o mal pagado se da en un contexto que difumina las fronteras entre el estado-la empresa-el tercer sector. Porque el uso y abuso del voluntariado sería otro gran tema del que hablar…

Por tanto se observa cierto aumento de prestaciones y servicios, sí, pero más como parche que como muestra de un cambio profundo, manteniendo la deriva privatizadora de lo público y abusando de los cuidados no/mal pagados. Estas prestaciones y servicios presentan además exclusiones muy graves, dejando fuera a gran parte de la población migrante, entre otros sectores sociales. Por ejemplo, el régimen discriminatorio que regula el empleo de hogar hace que la mayor parte de los famosos derechos de “conciliación” no existan para las empleadas de hogar, que el despido en caso de embarazo quede generalmente impune, etc. Y esto siempre en el marco de una comprensión estática y estigmatizadora del cuidado, que ve a quienes reciben cuidados como dependientes (negando otras aportaciones sociales que puedan hacer) y dejando en mera retórica eso de la promoción de la autonomía. Al final, todo está muy acorde con la visión productivista que valora a las personas sólo en función de su rentabilidad para el mercado.

A menudo, cuando pensamos en quién y en quién no debería asumir la responsabilidad de cuidar pensamos en mujeres, hombres, y estado… pero olvidamos otro gran agente social: las empresas, el mercado. De hecho, es en torno a las necesidades e intereses de las empresas como se organiza el conjunto de la estructura social y económica. Es decir, colectivamente asumimos la responsabilidad de que los procesos mercantiles de acumulación de capital funcionen. Pero, ¿y viceversa?, ¿asumen las empresas algún tipo de compromiso sobre el cuidado de la vida?, ¿están asumiendo esta responsabilidad en el contexto de crisis de los cuidados? Y la respuesta es muy clara: no. De hecho, están haciendo dejación de las muy escasas responsabilidades que tenían, materializadas, cuando menos, en dos elementos clave: el pago de cotizaciones a la seguridad social y la organización de los tiempos y espacios de trabajo que respeten la vida de las personas, sus ritmos vitales, sus necesidades extra-laborales. Ambos factores, en el contexto de precarización del empleo (parte de lo que desde el feminismo hemos llamado, acertadamente, feminización o domesticación del trabajo) están debilitándose. La desregulación del mercado laboral implica considerar a la gente como un mero input para el mercado (de hecho, ¿qué otra cosa podemos ser cuando se nos llama capital humano?). Y el ataque a las cotizaciones a la seguridad social está siendo directo. Por lo tanto, es cierto que las empresas cada vez protagonizan más los cuidados: se está produciendo una externalización, una mercantilización de los cuidados, pero las empresas hacen esto a cambio de que les genere beneficios, es decir, no porque se responsabilicen. Diferenciar estos dos procesos es central: una cosa es que de los cuidados hagan beneficios, y otra que paguen por todo el proceso de reproducción generacional y cotidiana de la mano de obra, del que se nutren. Valga aquí un alto: es a esto último a lo que nos referimos cuando hablamos de que hacen dejación de su responsabilidad… aunque probablemente esa palabreja (responsabilidad) en este caso no sea muy acertada, porque se acerca demasiado a esas cortinas de humo de la responsabilidad empresarial; mientras buscamos una mejor, dejémoslo así: que las empresas se responsabilicen de los cuidados significa que los paguen, que se vean obligadas a plegar su lógica de acumulación a las exigencias del cuidado de la vida; cuando decimos que no se responsabilizan nos referimos a que supeditan los cuidados a su propio funcionamiento mercantil, a que los expolian, a que hacen beneficio de los cuidados, de los no pagados o mal pagados.

Si ni el estado ni las empresas se hacen responsables, ¿quién, pues? Los hogares, como siempre… Y, en los hogares, siguen siendo las mujeres. Más allá de los casos individuales que todas conocemos (y que siempre saltan a la palestra cuando hacemos esta acusación colectiva: siempre hay algún hombre -¡algún biohombre!- ofendido porque él cuida muchísimo, o alguna mujer que reivindica lo bien que se lo monta su chico), más allá de esos casos, decíamos, los hombres en su conjunto no asumen la responsabilidad. Lo cual se puede ver si analizamos los datos de usos del tiempo, si vemos qué tareas se reparten, cuáles no (las más repetitivas, las más monótonas, las más cotidianas), quién sigue asumiendo lo que llamamos “gestión mental”, es decir, garantizar que el conjunto de tareas se coordinan y resuelven, quién sigue lidiando con la contratación de la empleada de hogar, quién sigue siendo empleada de hogar… Se impone una retórica de la igualdad, difícilmente asumimos que la responsabilidad sigue siendo nuestra, y buscamos mil y una formas para esquivar el conflicto: “es normal que sea yo quien hace más cosas porque mi horario de curro es menos intensivo”; “a los dos nos viene bien que coja yo la reducción de jornada porque cobro menos”; “contratamos unas horas a una empleada y así nos dejamos de líos”; “yo me encargo de mi madre porque mis hermanos viven lejos”… Pero esto no significa que, efectivamente, no haya también cambios en marcha. Y aquí un análisis más a fondo de las transformaciones en las masculinidades sería un elemento muy necesario.

A gruesos trazos, podemos afirmar que siguen siendo las mujeres quienes se encargan de la gestión individualizada (porque no es social) de los cuidados en las casas. Y aquí lo hacen, lo hacemos, de dos formas: volviéndonos un poco locas (si no tenemos más responsabilidad que la gestión cotidiana de un hogar con pocas necesidades) o muy locas cuando la cosa se complica (y hay niños, y personas mayores, o alguien tiene una enfermedad, o una discapacidad), desplegando mil y una estrategias para conciliar lo imposible, estrategias a las que poco a poco vamos poniendo nombre y logrando clasificar y entender (desde multiplicar las tareas que se hacen a un tiempo, hasta renunciar a una parte de las tareas que hay que conciliar: renunciar al empleo, o renunciar a reagrupar a las hijas para poder seguir de interna). Nombrarlas nos sirve para colectivizar, al menos un poco, estas estrategias, que tienen un problema central: se gestionan y negocian de manera individual, como si fuesen problemas únicos a los que nos enfrentamos cada quien. Y es que aquí nos la están colando: si bien decíamos que lo personal es político, ahora resulta que muchas cosas que antes se consideraban políticas (como negociar las condiciones laborales) se vuelven personales.

Y, además de desplegar estas estrategias de conciliación imposible, echamos mano de los recursos al alcance: los servicios públicos existentes o los recursos de cada quien – la familia para cuidar gratis o el dinero para comprar cuidados –. La familia extensa, sobre todo las abuelas, está jugando un rol central. Aquí aparece una redistribución inter-generacional del trabajo de cuidados que tiene un límite muy claro con el proceso de envejecimiento que vivimos. Hay una generación de mujeres pioneras que echan una mano (o son soporte central) para el cuidado de quienes han venido detrás y, al mismo tiempo, se plantean cómo quieren ser cuidadas sin sumir a sus hijas en la misma dinámica de responsabilidad-sacrificio que tanto cuestionan. Las feministas mayores se están planteando nuevos dilemas respecto a su propio cuidado y al papel de otras mujeres que nos abre camino a todas. Pero también hay muchos casos en los que se recurre a mercantilizar los cuidados; se compran individualizadamente servicios en el mercado o se contrata empleo de hogar. Aquí la variedad de situaciones es amplísima. Desde quienes entran en una dinámica de pura y simple explotación, hasta quienes realmente no tienen alternativa ni capacidad de pagar mejor. En todo caso, se suele tratar de empleos muy precarios (el sector de cuidados es un sector muy penalizado en términos de condiciones laborales y salariales) y, por lo tanto, ocupados por mujeres que no tienen mucha más alternativa laboral. Estamos protagonizando una fuerte redistribución de los cuidados por ejes de poder entre mujeres: marcada por la clase social, la etnia y lo que algunas compañeras han llamado el país que se habita y transita (es decir, si has venido de otro país y tienes un estatus migratorio).

3. La crisis de los cuidados: una respuesta reaccionaria

En conjunto, lo que tenemos es una crisis de los cuidados que estaba sacando a la luz tensiones ocultas del sistema. Desde el feminismo estábamos luchando porque estas tensiones se reconocieran, evitando que volvieran a taparse mediante un cierre reaccionario de la crisis. Es decir, si la crisis de los cuidados nos permitía visibilizar una multiplicidad de problemas estructurales, existía al mismo tiempo una tendencia a poner parches que no sólo significaban una línea de continuidad con lo anterior, sino un refuerzo de los mismos ejes que caracterizaban el preexistente régimen injusto de cuidados, que, a su vez, estaba en la base de todo un régimen socioeconómico injusto. ¿Cuáles eran estos ejes que estaban saliendo reforzados con el cierre reaccionario de la crisis?

En primer lugar, la inexistencia de una responsabilidad social en la sostenibilidad de la vida, que, en lo más cotidiano, se concreta en la inexistencia de una responsabilidad social a la hora de proporcionar los cuidados necesarios. Como decíamos, diversos factores hacen que el modelo anterior de reparto de los cuidados quiebre y que, por lo tanto, afloren tensiones directamente relacionadas con el hecho de vivir en un sistema que no tiene como prioridad la calidad de vida, ni el cuidado de la misma, sino la acumulación de capital. Sin embargo, esto, más que generar una reivindicación fuerte de cambio social profundo, estaba cerrándose con un proceso de reprivatización de la reproducción social. Decimos reprivatización porque se privatiza en un doble sentido. Por un lado la responsabilidad de la reproducción social se subsume de nuevo en los hogares, en ese reino de lo privado-doméstico, de lo invisible. Por otro, cada vez se transfiere más cantidad de trabajo (que no de responsabilidad) al mercado, a las empresas, al terreno de la iniciativa privada con ánimo de lucro.

En segundo lugar, ese sistema que no asume una responsabilidad colectiva en el mantenimiento de la vida es un sistema jerárquico, construido sobre ejes de desigualdad, de forma clave, la desigualdad de género. Así, se produce un redimensionamiento de la división sexual del trabajo a nivel global. Es decir, la división sexual del trabajo continúa, entendida como un sistema de reparto de los trabajos en función del sexo, adscribiendo a las mujeres a los que menor valoración social tienen; y un sistema que identifica los cuidados con las mujeres, naturalizándolos y asociándolos a la femineidad. Pues bien, esto continúa, pero con cambios. La mercantilización de los hogares, junto al proceso de feminización de las migraciones da como resultado la conformación de lo que hemos denominado cadenas globales de cuidados. Vayamos por partes.

Cuando hablamos de feminización de las migraciones no nos referimos tanto a un cambio en el porcentaje de mujeres dentro de los flujos migratorios. Las mujeres siempre hemos migrado, aunque una vez más se hayan invisibilizado estas experiencias, entendiendo que la migración era un proceso masculinizado. Lo que se ha transformado es más bien el lugar que las mujeres ocupamos en la migración. Ahora, de forma creciente, somos las pioneras de las cadenas migratorias, las primeras o las únicas en irnos. Y cada vez más venimos con un proyecto migratorio propio y autónomo. Este cambio se debe a muchos factores, pero, entre otros, a los procesos de crisis de reproducción social en origen. Cuando las cosas se ponen (muy) difíciles, y dado el papel de las mujeres como responsables últimas o únicas del bienestar familiar, si no queda otra, migramos (además la migración permite perseguir objetivos vitales propios, como obtener mayores cuotas de autonomía personal, deshacerse de relaciones familiares o matrimoniales opresivas, etc.). Y esa migración obtiene salida laboral porque, en destino, la crisis de los cuidados hace que cada vez se oferten más empleos precarios en el sector de cuidados. Es decir, la crisis de reproducción social en origen, y la crisis de los cuidados en destino, se conectan, y estos hilos de conexión suponen la rearticulación de la desigualdad de género a nivel global. Se forman así las cadenas globales de cuidados, en las que mujeres en destino transfieren cuidados a otras mujeres migrantes que, a su vez, dejan responsabilidades en origen en manos de otras mujeres. Y los hombres, el estado y las empresas, una vez más, reciben los beneficios del accionar de esas cadenas sin asumir un rol protagónico en las mismas. Estas cadenas visibilizan problemas preexistentes tanto en origen como en destino, y ponen sobre el tapete la insostenibilidad de los modelos de “desarrollo” de los países supuestamente desarrollados. Lo que presenciamos es lo que en ocasiones hemos denominado una re-estratificación sexual y étnica del trabajo a nivel global: el género sigue siendo un elemento determinante que condiciona el posicionamiento de cada quien en un sistema económico jerárquico, pero se refuerzan las diferencias entre las propias mujeres.

Y en tercer lugar, se afianza un modelo de autosuficiencia ficticia en y a través del mercado, acorde con el cual cada quien intentamos apañárnoslas solas (y solos), con nuestros propios medios y a través del consumo. El modelo de ciudadano es el trabajador champiñón, el que no tiene responsabilidades de cuidados sobre nadie, ni necesidades propias, que nace cada día libre de toda carga y plenamente disponible para las necesidades de la empresa. Este champiñón que se atreve a soñar que se las apaña por sí mismo y que, cuando necesita algo, simplemente lo compra. Es un modelo algo así como “yo y el mercado, el mercado y yo”, que deifica la autosuficiencia a través del mercado. Pero este sueño es un delirio de autosuficiencia, que existe en base a la negación de la vulnerabilidad y la dependencia, y al ocultamiento de los cuidados que vamos recibiendo a lo largo de nuestras vidas para cubrir esas distintas y variables dimensiones de vulnerabilidad y dependencia que todas y todos experimentamos. Es un modelo falso, imposible y frustrante, que está en debate en este momento de envejecimiento.

4.La potencia crítica de la crisis

El momento de crisis de los cuidados en el que nos encontrábamos (y nos encontramos) nos estaba permitiendo hacer críticas muy serias al sistema y abrir debates muy potentes para el propio feminismo, tanto en lo que nos impelía a cuestionar nuestras propias ideas, como en los argumentos que nos brindaba para situar el feminismo en el centro del cuestionamiento del sistema (es decir, permitiendo que el feminismo no sólo hablase “de sus cosas”, sino que desde “sus cosas” cuestionara todo el resto). La potencia crítica iba, cuando menos, por tres vías: Visibilizar el conflicto capital-vida y redefinir en clave feminista la crítica al sistema económico. Abrir vías de avance para lidiar con las diferencias entre nosotras. Y tender canales de comunicación entre dos líneas de acción del feminismo: la que lidia con las “cosas materiales” y la que cuestiona las identidades.

Desde la crisis de los cuidados hemos redefinido el conflicto capital-trabajo, conflicto nombrado hace largo tiempo y que ha sido y es pilar de las luchas anticapitalistas. Con el ojo puesto en los cuidados, afirmamos que ese conflicto va más allá de la tensión capital-trabajo asalariado, para ser una tensión entre el capital y todos los trabajos, los que se pagan, y los que se hacen gratis. Esta contraposición se ve muy clara, por ejemplo, en el conflicto inherente a la flexibilización de los tiempos de trabajo: los tiempos de trabajo de mercado pueden flexibilizarse en función de las necesidades de la empresa (ritmos de producción cambiantes, momentos de producción intensiva, alargamiento de los horarios comerciales, etc.), pero esto implica que no se responde a las exigencias de los trabajos de cuidados no remunerados. Estos trabajos no pueden esperar a que suene la sirena en la fábrica ni a que la franquicia de comida rápida eche el cierre. Pensémoslo al revés: ¿Qué tal si cerramos el súper mientras recogemos a la cría del cole? Si flexibilizáramos los trabajos remunerados en función de las exigencias de los no remunerados, el proceso mercantil se resentiría. Impensable, ¿verdad? Al final, no hay duda o no hay fuerza para revertir el proceso, y son los ritmos de los cuidados no remunerados los que se tienen que sujetar a los ritmos de producción mercantil, y lo que se resiente es la vida misma. No se resienten las tablas de contabilidad, o los índices de la bolsa, o todos esos conceptos abstractos. Sino la vida más rampante: nuestro cuerpo, nuestra salud, la de quienes están alrededor. Es decir, el conflicto va mucho más allá de la relación capital-trabajo remunerado: es un conflicto entre el capital y la vida, la sostenibilidad de la vida. En un sistema donde la vida es un medio al servicio de la lógica de acumulación de capital, esa vida misma está en permanente amenaza. Y por eso aseguramos que la conciliación es mentira. Porque con esa idea de la conciliación pretenden vendernos que es posible seguir funcionando en un sistema que pone a los mercados capitalistas y sus exigencias en el epicentro y responder, simultáneamente, a las necesidades de la vida. Cuando, sin embargo, el conflicto es inherente y esta tensión irresoluble. Esta contraposición, que se ve en múltiples lugares, es cristalina cuando hablamos de cuidados, también de los que se dan en el mercado: ¿cómo atender adecuadamente a un anciano si el tiempo dedicado a eso se somete a la lógica del beneficio y del aumento de la productividad (más pacientes atendidos en menos tiempo)?

De otra manera, el ecologismo social también hace esta afirmación de que el sistema capitalista entra en colisión directa con la sostenibilidad ambiental. Encontramos aquí un punto fuerte de conexión entre ambas corrientes críticas: la identificación del conflicto radical entre el capitalismo y la sostenibilidad humana y planetaria. La aportación del feminismo consiste en enraizar esa tensión en la cotidianeidad de nuestras vidas y argumentar que la lógica de acumulación es una lógica patriarcal, androcéntrica. Porque está directamente relacionada con una comprensión de lo cultural y lo humano como el progresivo desapego de las necesidades, de lo que nos ata al reino de lo animal, de la naturaleza. Es la idea de que lo netamente humano es aquello que nos permite trascender la vida, ponerla en riesgo en pos de “ideales más altos”, y no aquello que nos exige protegerla. Este menosprecio de la inmanencia hila directamente con el delirio de omnipotencia en el que “el hombre” cree que la naturaleza está a su disposición (para ponerla al servicio del loco proceso de producción mercantil, en el capitalismo), que no depende de ella porque es su amo. Igualmente, “el hombre” no está sujeto a las ataduras biológicas y vitales que encarnan los cuidados. La depredación ambiental y la opresión de las mujeres tienen raíces comunes en un esquema donde lo femenino es naturalizado y lo natural, feminizado. Y los cuidados representan ambas cosas: nuestras ataduras biológicas y naturales, y el espacio que cubren las mujeres. En conjunto, la lógica de acumulación, que permite colmar deseos a través del mercado, nos eleva por encima del encorsetado terreno de la necesidad que simbolizan los cuidados. La lógica de acumulación, que trasciende la mera sostenibilidad de la vida y la pone al servicio de un estadio de civilización superior, el desarrollo, el crecimiento, la producción, es una lógica netamente patriarcal.

Estábamos vislumbrando aquí una asociación que podría ser muy potente, pero que no hemos desarrollado aún: el capitalismo es un régimen que desprecia la vida, que la utiliza como medio, en el mejor de los casos, para un fin distinto (acumular) y, en el peor, la destruye si es preciso. El capitalismo es una forma de economía pervertida. Y el patriarcado es un sistema que desprecia el mantenimiento cotidiano de la vida y adjudica la responsabilidad de sacarla adelante a las mujeres. Ahondar en esta línea quizá pudiera arrojarnos una luz distinta sobre la eternamente debatida relación entre capitalismo y patriarcado, pero estamos en pañales.

También veíamos que debíamos ir más allá, porque era fácil caer en el reduccionismo de contraponer la lógica (androcéntrica) de acumulación a la lógica (feminista) de cuidado de la vida. Y, sin embargo, esa supuesta lógica del cuidado, que tan bonita sonaba, veíamos que estaba pervertida y que más bien se articulaba como una ética reaccionaria del cuidado. En un sistema donde cuidar la vida se convierte en un marrón, donde dedicarse a cuidar no genera derechos sociales, ni independencia financiera, ni valoración social en el terreno de lo público, ni… ¿cómo asegurar un contingente de cuidadoras? Imponiendo el cuidado como único horizonte vital, como única forma de construirse como sujeto. Sometido a esa presión el cuidado toma fácilmente las formas de sacrificio, de inmolación, de chantaje emocional. Aparecen fuertes relaciones de violencia, ejercidas también por quien cuida, que no es mera víctima inocente. Empezábamos a hablar de cosas a veces muy dolorosas, como el maltrato ejercido por las cuidadoras, como el poder retorcido que se intenta ejercer en el trabajo de cuidados no remunerado (y también remunerado), y que busca sujetos a quienes dominar en quienes son calificados como dependientes. Toda vez que veíamos que el cuidado no era todo amor y altruismo, toda vez que intentábamos desnaturalizarlo, no sublimarlo, nos preguntábamos qué relaciones perversas y violentas había ahí. Y qué tenía que ver todo ello con la negación de la vulnerabilidad, del dolor humano, de la vida que envejece y a veces es bonita y, a veces, fea. Y con la inexistencia de mecanismos colectivos de resolución de conflictos que dejaba toda negociación e intento de rebelión al soterrado, estrecho y asfixiante margen de maniobra del ama de casa abnegada en su hogar, dulce hogar, de la empleada doméstica en un terreno ajeno. ¿Quién no ha sentido al mismo tiempo cierta simpatía y repulsión por la esposa de Mario, en las cinco horas que malgasta en hacerle reproches tardíos? Reconocer estas tensiones, al mismo tiempo, tenía la potencia liberadora de alejarnos de compañeros de viaje indeseables. Porque, demasiado a menudo cuando hablamos de cuidados, hay un punto donde parece que estamos demasiado cerca de las posiciones familistas y de elogio de la (santa) madre típicas de la moral cristiana, entre otras. Y nos estaba llevando a preguntarnos la utilidad misma de la palabreja cuidados: ¿está demasiado naturalizada?, ¿demasiado idealizada?, ¿la hemos convertido en una metonimia que, en lugar de permitirnos hablar de tanta cosas invisibles que queríamos rescatar, nos hace de tapadera?

Las reflexiones en torno al conflicto capital-vida ponen en el centro el cuestionamiento del conjunto del sistema socioeconómico; es decir, nos permiten constatar que las posibilidades de cambio y liberación en los márgenes del sistema son sumamente estrechas. Y esto lo hemos visto, muy concretamente, con las limitaciones a las que se ha enfrentado nuestra estrategia de emancipación a través del empleo. Frente a la situación de falta de autonomía monetaria, de derechos sociales, de espacios de socialización, de posibilidades de desarrollo vital y profesional, a la que nos sometía la división sexual del trabajo, hemos puesto demasiado énfasis en el empleo como clave de resolución de esas carencias.

Esta estrategia se ha enfrentado a diversos y muy fuertes límites, y, entre ellos, dos insalvables. En primer lugar, el límite de la reproducción: los cuidados siempre hay que seguir haciéndolos, a los cuidados no se puede renunciar. Como dice una compañera, se puede “no tener la casa como los chorros del oro” e, incluso, alardear de ello, pero la casa hay que limpiarla. Y si bien muchas de una cierta generación hemos renunciado a ser madres, ahora empezamos a recibir requerimientos por otros lados: ninguna elegimos que nuestros padres se pongan enfermos. Y, además, ¿qué pasa con nosotras? Cuando enfermamos, cuando se nos han acabado las bragas porque llevamos quince días sin pisar por casa… Al final, no podemos dejar de cuidar(nos) porque los cuidados son la vida misma. Para cuando nos damos cuenta, nos vemos metidas en una vorágine en la que resulta que tenemos que poner todo lo nuestro, nuestra energía, nuestro tiempo, nuestros cuerpos, al servicio de un mercado laboral que nos exprime. Nuestra estrategia de emancipación a través del empleo estaba condicionada por la exigencia de que nos asimilásemos al modelo de trabajador asalariado masculino, al trabajador champiñón; sólo así somos empleables. Esta constatación nos obliga a recolocarnos de nuevo. Ni queremos ni podemos dejar de cuidar convirtiéndonos en mano de obra ideal para el sistema. Lo que queremos es recolocar el empleo, exigiéndolo no como un objetivo de vida, sino como un medio para salir adelante mientras sigamos siendo esclavas del salario. Lo que queremos es cuidar de otras formas, replantear la idea misma de los cuidados y redistribuir todos los trabajos, los que se pagan y los que no, bajo la premisa de que lo prioritario no es ni el cuidado ajeno ni el mercado, sino nuestras vidas amplias y diversas, unas vidas que merezcan la pena ser vividas.

Un segundo límite se nos hace cuerpo cotidiano: la división sexual del trabajo, como decíamos antes, no desaparece, se transforma; la “salvación” a través del mercado no es generalizable ni sostenible para todas (“pero todas, todas, todas” como coreamos en las manis); las diferencias entre mujeres, en términos de condiciones de empleo, salarios, renta, prestaciones, trabajos no remunerados, etc. son mayores que las propias diferencias entre hombres, y tienden a aumentar. Estas desigualdades las vemos con claridad y, por qué no decirlo, con cierto cansancio, porque hace que combatir la división sexual del trabajo se vuelva una tarea ingente. Por eso mismo hay quienes se niegan a verlo, pero está ahí: este límite lo que viene a hacernos insoslayable es que el sistema necesita la desigualdad. Que la desigualdad no es un feo adorno del sistema, un elemento poco decorativo, ni, mucho menos, un obstáculo para su funcionamiento; sino que es inherente al mismo. Se usa muchas veces el argumento de que la desigualdad es ineficiente, y resulta fascinante escuchar semejante ingenuidad, o semejante descaro (porque de aquellas que con llegar a ser “iguales” y tener consejos de administración paritarios duermen tranquilas, haberlas, haylas).

Ligado con lo anterior, una de las potencias fundamentales de dedicar tiempo y esfuerzo a discutir sobre la crisis de los cuidados era que nos permitía aprender a lidiar en lo concreto, en lo cotidiano, con las diferencias entre nosotras. ¡Proceso nada sencillo y que en absoluto teníamos resuelto! Pero en el que estábamos metidas de cabeza. Hablar de los cuidados nos permitía ver en lo concreto que esa Escandalosa Cosa no es solo el capitalismo, ni el patriarcado capitalista, y que por eso nosotras no ocupábamos tampoco la inocente posición de (dobles) víctimas. Veíamos la distribución extremadamente desigual de los trabajos de cuidados, de los cuidados recibidos, de los recursos. Y que la resolución parcial y deficiente de las dificultades de “conciliación” de algunas se solventaban transfiriendo esos problemas, agravados, a otras. Esta transferencia desigual se volvía fatal cuando nos enfrentaba al hecho de que, para facilitar nuestra maternidad acá, echamos manos de un montón de mujeres que ven negada su posibilidad de maternar en la cotidianeidad, porque tienen un océano por medio. Y esto se convierte en un problema nuestro, del feminismo de acá: de las españolas que “concilian” y de las migrantes que lo hacen factible. Porque la situación de las mujeres migrantes ya no podemos mirarla como la situación de las otras, de aquellas de quienes las feministas condescendientes nos preocupamos, sino que se convierte en la situación de nosotras. Y ahí andábamos intentando componérnoslas: ¿cuándo consideramos legítimo o justo contratar empleo de hogar?, ¿cuándo consideramos que recibimos un trato laboral digno?, ¿dónde más allá del sempiterno y cerril debate explotadora-explotada nos lleva este asunto?, ¿qué otros horizontes de reivindicación política nos abre hablar de una situación de desigualdad neta como la que hay en las cadenas globales de cuidados?, ¿cómo lidiar con nuestras desigualdades reconociendo a la par que la división sexual del trabajo sigue teniendo en la base más honda un conflicto de género?

Y, al hablar de crisis de los cuidados, aparecían también diferencias nuevas, como aquella que nos situaba en planos distintos a quienes asumíamos la posición neta de cuidadoras y aquellas que quedábamos estigmatizadas como las cuidadas. Toda cuidadora necesita cuidados, y toda aquella que los recibe puede, de un modo u otro proporcionarlos. Y las experiencias de las mujeres con diversidad funcional nos abría nuevos e insospechados vericuetos para preguntarnos cómo se construye la normalidad, y cómo se impone una única forma de estar en el mundo, negando la diversidad. Y veíamos que, si bien el cuidado era una tarea naturalizada en las mujeres no todas las mujeres eran legitimadas como cuidadoras; esta legitimación estaba directamente asociada al rol de la buena madre y esposa, y estrechamente vinculada a la vivencia de la sexualidad. ¿Pueden una trans, o una puta, o una lesbiana ser tan buenas cuidadoras como el ama de casa prototípica?

Y, por último, la potencia de hablar de la crisis de los cuidados venía porque nos permitía conectar los procesos macroestructurales con los más micro. Y, así, tender puentes en lo que amenaza con convertirse en una brecha importante en el feminismo español, como se ha convertido en otros lugares (y que se me disculpe el pesimismo). Esa brecha entre el “hablar de las cosas o de las palabras”, como despectivamente lo ha puesto alguna economista. Dicho de otro modo, la brecha entre hablar de las injusticias de reconocimiento, y, ligado a ellas, de todos los aspectos simbólicos, de las identidades, de las sexualidades, etc. (que nos abre todo un mundo de vivencias distintas, potentes, pero que nos cuesta hacer trascender de la individualidad y la experiencia más arraigada a los cuerpos concretos), y hablar de las injusticias de distribución, las de reparto de los trabajos y los recursos (donde es mucho más fácil poner nombres grandilocuentes: capitalismo, libre comercio, mercado; e identificar estructuras enemigas: el banco mundial, la OMC, la patronal; pero más difícil encarnar y poner rostro). Hablar de los cuidados, y de la crisis, nos permitía hacernos preguntas como si la heterosexualidad es el régimen de política sexual del capitalismo, en la medida en que está en la base del régimen de cuidados, que, a su vez, sustenta el conjunto del sistema. Y en la medida en que determina los modelos de convivencia (esa familia nuclear) y la construcción sexuada de las identidades (la subjetividad de la mujer cuidadora, que va mucho más allá de la madre hetero; ¿qué pasa con la hija lesbiana que no tiene familia legitimada y es reconocida por todos, hasta por sí misma, como el natural sostén de sus padres en la vejez?). La economía feminista está muy metida en el armario, y sigue teniendo un deje que hace que, al hablar de división sexual del trabajo, parezca siempre que está hablando de cómo se lo montan las parejitas hetero… Aunque sepamos que la división sexual del trabajo es mucho más que eso. O preguntarnos si la recuperación del trabajo no remunerado que hemos hecho ha sido un ejercicio valiente e interesantísimo, pero también muy mojigato: ¿hemos recuperado todas las tareas asociadas al rol de la buena madre y esposa (lavar, cocinar, curar…) y nos hemos dejado en el terreno del no-trabajo, de lo no-económico, las de la mujer en el espejo (el sexo, lo corporal)? No son meras preguntas teóricas… ¿Otra mirada al concepto de trabajo podría permitir otro acercamiento a la prostitución, al reconocimiento de los derechos de las trabajadoras del sexo como derechos laborales? ¿Por qué podemos reivindicar que una persona anciana necesita afecto y no podemos plantearnos si necesita relaciones sexuales? ¿La ruptura con el modelo binario heteronormativo nos sitúa en una posición de precariedad respecto a los cuidados? Y, así, queriendo superar esas miradas mojigatas, hemos hablado de que cuidar es hacerse cargo de los cuerpos sexuados atravesados por (des)afectos. Y hemos hablado del continuo sexo-atención-cuidados.

Estábamos descubriendo, estábamos inventando nombres que, con mayor o menor acierto, nos permitieran seguir esos caminos de la potencia descubierta. Estábamos abriendo la posibilidad de nuevas y muy prometedoras alianzas: con el ecologismo, por ejemplo. Y nos estábamos reforzando entre nosotras: con el feminismo del Sur, por ejemplo. Y nos estábamos replanteando cosas, como el transfeminismo, por ejemplo. Y nos estábamos reforzando ante quienes en la práctica nos han deslegitimado a menudo, como parte del movimiento obrero, por ejemplo. En mitad de ese proceso, ha llegado el colapso financiero… Y por eso hablo en pasado, porque creo que estamos ante un momento de quiebra: o seguimos por esa línea y podemos hacer todas esas afirmaciones en presente, o nos replegamos.

5.El colapso financiero: un punto de quiebre

El colapso financiero ha sido espectacular, y súbito, como lo es todo en el ámbito financiero: corto-placista, tremendo. Parece haberse adueñado de la idea misma de la crisis; ya no existe más crisis que esto. Y, de forma especialmente grave, parece oscurecer las otras crisis de índole estructural, que cotidianamente estaban poniendo en jaque todo el sistema: la crisis ecológica, la crisis alimentaria, la crisis de los cuidados, la crisis de reproducción social.

Todo esto ocurre en un contexto donde la posición de un feminismo crítico era frágil. Es decir, el feminismo que estaba pensando en todos esos puntos que acabo de comentar (lo que podría ser el germen de un potente feminismo anticapitalista diverso) se movía ya de por sí en un contexto feminista difícil, marcado, al menos, por dos heridas: Por la institucionalización del feminismo y, asociada a ella, la fe ciega en la igualdad de oportunidades (fusión perversa del feminismo liberal y el de la igualdad, adaptada a los nuevos tiempos; perspectiva que impide un cuestionamiento integral del sistema, porque todo lo mueve en los márgenes del mismo). Y por la escisión entre las perspectivas más “económicas”, o materiales, y las apuesta más rupturistas en términos de identidad sexual y de género.

En este contexto frágil, en que gran parte del feminismo había perdido el anticapitalismo y otra parte no consideraba estos asuntos como algo prioritario, el colapso financiero puede hacer que nos repleguemos hacia una defensa a ultranza de la economía “real”, o sea, la “productiva”, la del mercado de cosas, frente a la demonización de la economía “financiera”. Finalmente, esto significaría replegarnos a defender el sistema capitalista en su vertiente productivista, a través de la deificación de su máxima figura: el empleo, el trabajo remunerado. O sea, volver atrás y convertir el empleo en nuestra máxima reivindicación económica, no como un medio, sino como un fin en sí mismo. Derivar a lo que podemos llamar un feminismo productivista, que pierda por el camino toda la potencia de la que hablábamos antes.

Y, sin embargo, aún estamos a tiempo de que sea al revés. Porque es justo en este momento cuando se está haciendo más visible que nunca el conflicto entre el capital y la vida. Pongamos algunos ejemplos. Los 17 billones de dólares (sí, sí, ¡con 12 ceros! 17.000.000.000.000) comprometidos por EEUU la UE y Reino Unido para rescates de bancos y paquetes de estímulos financieros durante 2009 son 22 veces más que los 750.000 millones que se habían planeado (¡que no cumplido!) para lograr los objetivos de desarrollo del milenio. En contrar tantos fondos de manera tan rápida, ¿es un milagro de la experticia técnica, o más bien es una desvergüenza de la voluntad política y el poder económico? Otro ejemplo: en cuanto se ponen en marcha los planes anti-crisis, todo el dinero se dedica a las infraestructuras físicas sin impacto social. ¿Por qué ni se plantea que se dediquen a construir infraestructuras para albergar servicios de cuidados? ¿O a financiar la recuperación de los degradados servicios públicos sanitarios y educativos? Último ejemplo: ¿cómo puede el presidente de la CEOE incumplir las míseras responsabilidades que se le exigen sobre la reproducción de la vida, dejando de pagar las cotizaciones a la seguridad social, y no sólo seguir en su puesto, sino tener la caradura de pedir una rebaja en las cotizaciones? Son ejemplos puestos al buen tuntún, cierto, pero tan absolutamente elocuentes que no precisan de más para señalarnos dónde está la posición de fuerza y qué es lo que tiene la prioridad: ¿la vida de la gente (y del planeta) o el proceso de acumulación?

Es justo el momento de darle la vuelta a la tortilla. Y para eso varios movimientos estratégicos son necesarios. Entre ellos, nombro algunos.

Cambiar la óptica de mirada: los mercados no pueden seguir siendo el centro de nuestra atención, sino los procesos de sostenibilidad de la vida. Esto nos permite poner cara de póquer ante el hundimiento de la bolsa: ¿que se hunde? ¡que se hunda! Nos importará sí y sólo sí afecta al proceso de sostenibilidad de la vida, a la calidad de vida de la gente, y si no somos capaces de poner en marcha alternativas para vivir bien, que no pasen por Wall Street. Si no cambiamos la mirada, si se nos ponen los pelos de punta porque el PIB caiga, entonces seguiremos moviéndonos en un terreno que nos es hostil: el que se conoce, interpreta y juzga por los parámetros propios de los procesos de acumulación de capital, por los movimientos monetarios.

Posicionar lo económico como terreno prioritario de la lucha feminista: lo económico es algo que nos queda bastante al margen; o algo que miramos como el terreno propio de “las expertas”, las economistas feministas… Porque ahora nos ha caído la breva de tener economistas entre las feministas, con lo que ya podemos delegar tranquilas. Y las economistas, (muy feministas toda snosotras), ya tenemos un espacio intocable en el que sentirnos alguienes… Con toda nuestra buena intención, las economistas feministas podemos hacer mucho daño, en la medida en que reforcemos la idea de que lo económico es algo esotérico que sólo las iniciadas podemos entender. Personalmente, para lo único que me ha servido estudiar la carrera (¡y el doctorado!) de economía ha sido para perderle todo el respeto. Y esa es otra clave.

Perder el respeto a la economía: que nunca, nunca nos corten nuestras reivindicaciones con argumentos técnicos. Primerito de todo, pensemos qué queremos… y, luego, ya veremos cómo lo logramos. Pero que nunca nos corten las alas con un “no es posible”, por matemática y microeconómicamente rebuscado que sea ese NO. Salirnos de esta lógica del temor nos abre nuevas puertas. Por ejemplo: ¿que no hay dinero para financiar más escuelas infantiles?, ¿y por qué no poner un impuesto reproductivo a las empresas? Si las empresas existen gracias a que hay un montón de trabajo gratuito o mal pagado de reproducción cotidiana y generacional de la mano de obra, ¿por qué no hacerles pagar por ello? Un impuesto reproductivo bajo una filosofía similar a una tasa ecológica, para financiar servicios públicos universales y gratuitos. O quizá sea más acertada otra modalidad del estilo “desplumemos a los directivos de los consejos de administración de unas cuantas transnacionales y pongamos unas cuantas residencias”. Ya veremos cuál es el medio técnico más acertado, pero la idea debe ser nuestra y pensada en libertad.

Posicionar lo económico como terreno prioritario de la lucha feminista… desde el anticapitalismo: Esto no es el anti-neoliberalismo; no nos basta con criticar la financiarización de la economía, y a las bolsas, y a las hipotecas basura. Como si el keynesianismo, y la “producción”, y el pleno empleo de calidad fuesen deseables y/o posibles. Hemos pasado de un sistema de prioridades económicas del estilo del primer iceberg, donde las finanzas estaban al servicio de la producción, pero todo el conjunto se sostenía sobre una base reproductiva invisible (que tenía que permanecer necesariamente invisible)… a un iceberg del estilo del segundo, donde la “producción” se ha puesto al servicio de lo financiero, pero lo reproductivo sigue siendo la base que lo sostiene todo, sin que sus necesidades reciban prioridad.
Ninguno de los dos sistemas prioriza las necesidades de la vida, sino distintos procesos y modos de acumulación. No tiene sentido que nos aferremos a ninguno de ellos. El anticapitalismo tiene concreciones. Por ejemplo: una férrea defensa de los servicios públicos de calidad y gestión directa por parte de las instituciones públicas (desde el feminismo no podemos dar tibias respuestas, mucho menos permanecer calladas, ante el ataque furibundo a lo público que se está produciendo). Por ejemplo: poner fuertes límites a la posibilidad de que las empresas hagan negocio con los cuidados, o exigirles que paguen (en dinero, en tiempo) por los cuidados gratuitos de los que se apropian.

Desde esas coordenadas, haciendo una crítica feminista de la economía entendida como los procesos que sostienen la vida, y atreviéndonos a cuestionar el sistema de raíz, necesitamos pensar qué queremos… porque no lo tenemos claro.

Respuestas inmediatas que permitan transformaciones estructurales: se dice fácil, y es complicadísimo, cierto. Pero es urgente que le echemos imaginación y valentía. Cómo dar solución a problemas inaplazables, pero minando al mismo tiempo el sistema en el marco del cual esas respuestas deben producirse hoy. Y aquí el dilema del empleo es clave. El empleo es uno de los principales mecanismos de sujeción en el capitalismo, y por eso decimos lo de “abajo el trabajo”. Pero, a la vez, sin un salario, no comes. ¿Qué hacer, y más en este momento donde parece que se va a redoblar el atasque contra las condiciones dignas de empleo y va a comenzar (por enésima vez) una lucha encarnizada por los empleos: entre autóctonos y migrantes, entre obreros de un país y obreros de otro, entre…? No podemos entrar en esa competencia. Hay quienes, desde el feminismo, avisan de que estamos viviendo el reforzamiento de un cierto tipo de división sexual del trabajo del estilo: hombre en el mercado a tiempo completo / mujer a tiempo parcial (y, por lo tanto, las mujeres con la mitad del salario, la mitad de las prestaciones, etc.). SI bien esto es inadmisible, la lucha no puede centrarse en reclamar el empleo a tiempo completo también para las mujeres. ¿Qué tal si apostamos por una reducción generalizada de la jornada laboral sin pérdida de salario, ni de prestaciones? Cierto que esto requiere fuerza para exigir (que no negociar), pero es una lucha prometedora, mientras que la otra está pérdida de antemano porque es entrar en el juego del no hay para todos, y todas.

Hay propuestas que están ya ahí, que en sí mismas llevan toda una ristra de ataques al sistema… y que seguimos dejando de lado. Entre ellas, de forma clave: el cambio del dichoso régimen especial de empleo de hogar. Ese régimen discriminatorio, de raíz franquista, que lleva inamovible un cuarto de siglo. Que supone una situación de vulneración de derechos de las trabajadoras en el sector inadmisible. Un régimen que, si nos proponemos de verdad dignificarlo, no se queda en un mero cambio legal, sino que levanta muchas ampollas: ¿quién va a poder pagar y quién no?, ¿qué hacer en cada caso?, ¿cuándo el empleo de hogar cubre situaciones que deberían cubrir otros servicios públicos?, ¿cómo hacer que un hipotético cambio de régimen no deje fuera a una cantidad intolerable de migrantes sin papeles?... De hecho: ¿contratar empleo de hogar está bien, está mal, cuándo una cosa u otra, bajo qué condiciones? Un cambio concreto, urgente, que podemos exigir ya-ya-ya, y que cuestiona al conjunto del sistema. Sólo necesitamos atrevernos y creernos de verdad que acabar con el régimen especial es un logro tremendo para el conjunto del feminismo.

La búsqueda de respuestas inmediatas que minen el sistema es especialmente importante en el terreno de los cuidados. Porque aquí tenemos un lío grande. Todas estamos de acuerdo en que no están bien como están: en el hogar, en manos de mujeres. Pero, entonces, ¿queremos sacarlos por completo del hogar?, ¿queremos sacar una parte?, ¿cuál?, ¿para ponerla dónde?, ¿queremos que el entorno cambie y nos permita volcarnos al hogar si nos da la gana y tener un dinero para vivir y una pensión de jubilación? Mucho nos queda por discutir sobre los cuidados y el sistema, pero yo me atrevería a sugerir que, en el camino, no perdamos de vista los siguientes movimientos estratégicos:

Hacia una responsabilidad social en la sostenibilidad de la vida: hacer al conjunto social responsable de la vida y, particularmente, a las empresas, es en sí la clave para cambiar el sistema. Porque supone ir transformando el leitmotiv de la economía: de la acumulación de capital que pone la vida a su servicio, hacia la generación de una vida que merezca la pena ser vivida (y dentro de los límites marcados por el entorno ecológico), poniendo las estructuras socioeconómicas a su servicio.

Hacia una redistribución de todos los trabajos: exigir la reducción de la jornada laboral sin pérdida de salario es un movimiento crucial, pero insuficiente. La redistribución debe ser de todos los trabajos, los que se pagan, y los que no. Y exige, antes de nada, cambiar la forma en que entendemos el trabajo, porque, más allá de florituras políticamente correctas, al final casi todo el mundo sigue emperrado en que trabajo es el que se paga. Así que el primer paso es seguir insistiendo en que trabajo es mucho más. Y, tras ese mucho más, el segundo paso es diferenciar el trabajo socialmente necesario del trabajo alineado. El trabajo socialmente necesario es aquel que permite generar las condiciones necesarias para esa vida que merezca la pena ser vivida. Y aquí tenemos otro mogollón: ¿qué es eso? La vida que queremos es un asunto crucial en debate. Pensarlo bien es lo que se nos propone desde la perspectiva del decrecimiento (o del mejor con menos, que dicen otros): frenar la loca carrera del consumismo donde todo lo que sea “producción “ (monetaria o financiera) es bueno y empezar a vivir más austeramente, decidiendo, dentro de los parámetros de la austeridad, qué es la calidad de vida para nosotras. Cuando pensemos cómo queremos vivir, cuando debatamos de forma verdaderamente democrática qué es una vida que merezca la pena ser vivida (o la buena vida, el buen vivir, como lo llaman en algunos países latinoamericanos), entonces podremos definir los trabajos socialmente necesarios para lograrlo… y repartirlos. Ojo, esos trabajos no van a ser siempre agradables. Hay muchos trabajos socialmente imprescindibles, pero penosos (y en el ámbito de los cuidados lo sabemos bien: bañar a un niño es imprescindible y puede ser agradable, pero cambiar el pañal a un anciano con demencia será igual de imprescindible y sin dudas desagradable). Y estos trabajos no siempre se pagan (¡ni muchísimo menos! Quizá podemos decirlo al contrario: pocas veces). Hay que repartir los gratuitos y los pagados, los que generan derechos y prestaciones sociales y los que no. Definir y repartir los trabajos socialmente necesarios tiene un reverso: definir y repartir los trabajos alineados, entendiendo por tal aquellos que no se necesitan para sostener la vida, pero que sirven al proceso de acumulación y por eso se pagan; los que no son más que un mecanismo indeseable para poder vivir, por lo que su reparto es absolutamente indispensable y, a la par, coyuntural; su redistribución debe contener en sí la tendencia a su desaparición…


Hacia una redefinición de los derechos: todo lo anterior nos permite replantearnos lo que antes eran sacrosantas reivindicaciones frente al capital, por ejemplo, poner bajo otra luz la reivindicación del derecho al trabajo. Y exigir derechos nuevos, como el derecho al tiempo, al tiempo de calidad y libremente vivido. O el derecho al cuidado: un derecho que combina el derecho a recibir los cuidados que necesitamos a lo largo de la vida (de distinto tipo e intensidad según distintas circunstancias), el derecho a no cuidar gratuitamente (si odio a mi madre, ¿por qué tengo que cuidarla?), el derecho a cuidar pero en condiciones dignas (¿si la paguilla de la ley de dependencia no fuesen 300 míseros euros, y además hubiese la opción de residencias, el panorama sería otro… sobre todo, podríamos elegir), y el derecho a condiciones laborales dignas cuando cuidamos en el mercado. UN derecho multidimensional que hoy por hoy no existe ni como idea, pero que nos abre todo un horizonte de reivindicaciones (¡concretas! porque, al final, siempre se nos pide concreción… y si no concretamos parece que no decimos nada).


A todo lo anterior es a lo que hemos puesto un nombre quizá loco, quizá divertido, quizá ingenioso, quizá rebuscado: la cuidadanía. Allá por el 2003 unas compañeras asistían a la inauguración de un centro social; cuando se levantó la cortinilla que cubría la placa, apareció el providencial error tipográfico: “este centro es para uso y disfrute de la cuidadanía”.


La cuidadanía es, para nosotras, la forma de entender a los sujetos, a la gente, en una sociedad que ponga la vida en el centro, no cualquier vida, una vida que merezca la pena ser vivida y sea sostenible en el entorno ecológico. No implica una renuncia a valores clave propios de la idea más radical de ciudadanía, como la libertad, la igualdad, o la reivindicación del sujeto político ciudadano frente al sujeto mercantil cliente. Pero sí significa intentar un movimiento estratégico que nos permita ir más allá, reteniendo esos valores, pero cuestionando que sean posibles dentro de un sistema capitalista. Tanto rollo y tantas palabras…. para terminar con una sola: ante la crisis, la de los cuidados, la financiera, la que sea, ante la urgencia de articular un feminismo anticapitalista diverso, una apuesta por la cuidadanía.


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Etiquetas: antipatriarcales, articulación feminista


El feminismo y la izquierda: una historia de encuentros y desencuentros en la lucha por la emancipación...
Por Andrea D’Atri (*) /Fuente: Pan y Rosas


Ya en el siglo XIX, el socialismo enarboló, entre sus banderas, la emancipación de la mujer. Aquel apotegma del francés Charles Fourier que señalaba que el progreso social sólo podía medirse en función del progreso en la libertad de las mujeres, impregnó las ideas del socialismo utópico y también, posteriormente, del marxismo. La importancia otorgada a los derechos de la mujer, por parte del socialismo, se transformó pronto en programa y organización, suscitando diversos debates entre marxistas y anarquistas en la Asociación Internacional de los Trabajadores –la I° Internacional. Más tarde, pero desde antes que comenzara el siglo XX, los partidos socialdemócratas de la II° Internacional fueron aliados del movimiento sufragista para la consecución del derecho al voto, aunque en ocasiones se vieran enfrentados a las feministas por su análisis de clase de la opresión y su preocupación centrada en las necesidades y derechos de las mujeres trabajadoras. Además, la socialdemocracia organizó –bajo la dirección de la revolucionaria Clara Zetkin- círculos y ateneos, además de numerosas publicaciones dedicadas a las mujeres trabajadoras, reuniendo a más de ciento setenta y cinco mil mujeres en la sección femenina del Partido Socialdemócrata Alemán.



Más tarde, la Revolución Rusa mostró las enormes posibilidades que se abrían, liquidando la explotación capitalista, para la emancipación de las mujeres, avanzando en la legislación de derechos democráticos inauditos aún en los países más desarrollados de Europa de entonces, como el derecho al divorcio, al aborto, etc. Pero el estalinismo, una década más tarde, con su reacción en toda la línea, también impuso el retroceso en estas conquistas del octubre rojo y, junto con ello, el repudio de las feministas por un régimen que al tiempo que imponía deportaciones y fusilamientos contra la oposición, reproducía la familia tradicional elevada al rango de modelo de Estado. Este falsamente denominado “socialismo real”, donde la liberación de las mujeres ocupaba un lugar secundario en las prioridades fijadas por la burocracia que usurpaba el poder, llevó a muchas mujeres de la izquierda europea a sostener que la opresión de las mujeres era intrínseca a todos los “modelos” económicos y sociales conocidos.




De la lucha de clases a la lucha entre los sexos: el patriarcado que había nacido junto a la propiedad privada y la explotación de una clase mayoritaria por otra minoritaria poseedora de los medios de producción, se reproducía en todas las sociedades existentes, incluyendo aquellas sociedades que podían considerarse “en transición” a otra liberada de este antagonismo. Es así que el feminismo de la segunda ola, que emergió en la década del ’70 del siglo XX, confronta sus postulados con el marxismo y elabora más acabadamente un cuerpo teórico novedoso y distintivo, teniendo al materialismo histórico como interlocutor privilegiado, estableciendo desde entonces un diálogo pleno de encuentros y controversias.

Estos vaivenes internacionales entre los feminismos y las izquierdas también tienen un correlato en nuestro país, donde los encuentros y desencuentros produjeron una fructífera historia de tensiones en la que se obtuvieron numerosas conquistas: derechos democráticos, derechos sindicales y la existencia (y persistencia) de un movimiento de mujeres amplio y diverso. La primera oleada del feminismo también aquí estuvo marcada por este diálogo entre socialistas y sufragistas, mujeres profesionales e independientes que provenían de los sectores ilustrados de las clases medias y altas. Sin embargo, durante la segunda oleada, en la década del ’70, los grupos que emergieron fundamentalmente en Buenos Aires y otros centros urbanos, pronto se vieron envueltos en disputas y fragmentaciones provocadas por la tensión política que imponía la agudización de la lucha de clases en el país y la “doble” militancia de las mujeres que adherían a partidos de izquierda y organizaciones armadas.

Más tarde, la represión y la dictadura militar impusieron el terror, el exilio y la muerte. El símbolo internacional de la resistencia a este sangriento régimen lo constituyeron algunas pocas mujeres que fueron tildadas de “locas”: las Madres de Plaza de Mayo. Su permanencia en la escena política nacional y la experiencia de numerosas militantes de izquierda que regresaban del exilio europeo –donde habían conocido más de cerca las ideas del feminismo, participando del movimiento que para ese entonces desarrollaba una intensa actividad-, posibilitaron una confluencia distintiva en la lucha por los derechos de la mujer. Las viejas demandas, como el derecho al aborto y a una vida libre de violencia, adquirieron una renovada significancia bajo la forma de reclamo por los derechos humanos. Pero este movimiento surgía al tiempo en que se imponía, mundialmente, la institucionalización, mediante lo que algunas han denominado “oenegización”, operación que fragmentó al feminismo, despolitizando también sus acciones. Este fenómeno de institucionalización de los movimientos sociales alejó al feminismo de la izquierda militante, aunque muchas de sus figuras más destacadas provinieran de una experiencia política partidaria anterior.

Hacia fines de los ’90, bajo la ofensiva neoliberal que ensanchó la brecha entre ricos y pobres, aumentando desorbitadamente los índices de desocupación con la privatización de las empresas de servicios públicos y el cierre de fábricas, las mujeres más pobres del país, organizadas en movimientos de trabajadoras y trabajadores desocupados, irrumpieron masivamente en los Encuentros Nacionales de Mujeres que se venían realizando desde 1986. La confluencia de mujeres feministas, estudiantes, trabajadoras organizadas sindicalmente y mujeres pobres y desocupadas de las barriadas populares, con las agrupaciones de izquierda le otorgan una especial característica a estos Encuentros Nacionales que, cada año, se realizan en una ciudad distinta del país. No exentos de fuertes disputas y enfrentamientos entre las distintas tendencias que participan de los mismos, los Encuentros se siguen realizando y soportando el asedio de los sectores más fundamentalistas de la Iglesia que han atentado contra los mismos en numerosas ocasiones.

La crisis que estalló en Argentina, en diciembre de 2001, impulsó también la emergencia de un nuevo movimiento feminista y de mujeres, militante y activo, que buscó acercarse, participar e influenciar en asambleas vecinales, movimientos de trabajadoras y trabajadores desocupados, movimiento de fábricas recuperadas y puestas bajo el control obrero, etc. Como parte de ese proceso, la izquierda nuevamente vuelve a establecer lazos con el feminismo y a actuar, en numerosas ocasiones, como un frente único por las demandas postergadas del movimiento de mujeres, especialmente por el derecho al aborto y contra el accionar de las redes de trata y prostitución que proliferaron en los últimos años, y también en numerosas ocasiones que lo requirieron grandes acontecimientos políticos internacionales.

Lejos de pretender hacer una historia del feminismo argentino, intentaremos trazar aquí las coordenadas de esta relación que mantiene con la izquierda, aspirando a visibilizar los acuerdos y divergencias que hacen a este diálogo particular que identifica al movimiento de mujeres en nuestro país, centrándonos en tres momentos históricos en los que consideramos que esta relación se manifiesta en sus contradicciones de manera concentrada: los congresos femeninos del Centenario, el Año Internacional de la Mujer de 1975 y la situación abierta con la crisis política de diciembre de 2001.

Feministas sufragistas y socialdemócratas en el Congreso Internacional Femenino del Centenario

Desde finales del siglo XIX, las huelgas y protestas del movimiento obrero mostraron la presencia de un nuevo “sujeto”: las mujeres se incorporaban masivamente a las fábricas y empresas, suscitando nuevos debates y nuevas demandas. Socialistas y anarquistas se hicieron eco de estos novedosos reclamos, colaborando en la organización de las mujeres trabajadoras, propagandizando sus ideas respecto del patriarcado, contra las instituciones que mantienen a las mujeres sumidas en la opresión como la Iglesia y la familia y preocupándose por la educación de las masas obreras femeninas y la protección de la maternidad.

En 1888 se registra la primera huelga protagonizada por mujeres: las trabajadoras domésticas se rebelaban contra la imposición de la libreta de conchabo. Desde entonces, hasta los primeros años del siglo XX, se sucedieron huelgas de fosforeras, costureras, lavanderas, etc. En el marco de esa intensa actividad huelguística, apenas iniciado el siglo XX, el Partido Socialista Argentino funda el Centro Socialista Femenino, donde se desarrollan actividades ligadas a los derechos laborales de las mujeres tanto como a los derechos políticos y civiles. Solidaridad e intervención en las huelgas obreras, conferencias sobre el derecho al divorcio o al voto, charlas sobre la salud de la mujer y de la infancia, escuela nocturna para la alfabetización de las obreras, clases de corte y confección, un consultorio médico y propaganda socialista con el objetivo de incorporar a las mujeres al partido eran las principales labores del centro. La mayoría de sus impulsoras eran maestras o las primeras profesionales universitarias que se graduaban en el país. Otras, como Carolina Muzzili, eran obreras jóvenes que pronto constituyeron la Unión Gremial Femenina, también adherida al partido, pero centrada exclusivamente en la labor sindical.[1]

En Europa, el socialismo se integraba a los regímenes burgueses y revisaba la teoría marxista planteando la posibilidad de mejoras para la clase trabajadora a través de la introducción de reformas al sistema capitalista.[2] En nuestro país, centraba su actividad en las reformas legales que podrían beneficiar a la clase trabajadora, a través del reclamo de sus principales figuras públicas y, especialmente, del primer legislador socialista de América, Alfredo Palacios. Los esfuerzos legislativos y de los médicos higienistas se centraban en las reformas sociales y jurídicas que podrían garantizar un mejor desarrollo de las actividades femeninas ligadas a la reproducción. Toda la legislación laboral con relación a las mujeres manifiesta este objetivo de preservar la función maternal para las trabajadoras, contra el salvajismo que acarreaba la explotación capitalista.[3]

Algo más moderado y reformista que el encendido discurso de las anarquistas que a través de sus propagandistas y sus periódicos impugnaban al Estado, la Iglesia, la moral burguesa y el matrimonio, mientras arremetían contra el oscurantismo hablando del placer sexual, la prostitución, las enfermedades venéreas, y hasta haciendo referencias al aborto, en abierto enfrentamiento –en ocasiones- con sus propias organizaciones y compañeros varones. En franca oposición a las socialistas, la radicalizada denuncia de las mujeres anarquistas no admitía la participación en luchas por reformas parciales que mejoraran las condiciones generales de vida y trabajo de las mujeres. Su vehemente exigencia de “ni dios, ni patrón, ni marido” colaboró, sin embargo, en la formación ideológica de una generación de mujeres que, en decenas de huelgas, mítines y rebeliones, demostraba ser capaz de enfrentar a los explotadores con la misma energía y disposición que lo hacían sus compañeros de clase.

Mientras tanto, las mujeres más destacadas del socialismo aunaban esfuerzos con sufragistas y feministas universitarias que reclamaban el derecho al voto, al ejercicio de la profesión y otros derechos civiles que aún permanecían vedados para las mujeres argentinas. Junto a las sufragistas como María Abella de Ramírez[4] o la doctora Julieta Lanteri[5], las feministas universitarias como Sara Justo[6] o Elvira Rawson de Dellepiane[7], las socialistas participarán del Congreso Femenino Internacional que, en ocasión del Centenario, se celebró en Buenos Aires en 1910, en franca confrontación con el Congreso Patriótico de Señoras organizado por el Consejo Nacional de la Mujer y que formaba parte de la programación de los festejos oficiales. Las iniciativas desarrolladas por las feministas y socialistas argentinas a favor del voto femenino permitieron que se eligiera a Buenos Aires como sede del Congreso que reunió casi doscientas mujeres, entre las que se encontraban delegaciones de los países vecinos. Por su parte, el Congreso Patriótico de Señoras convocado por las instituciones oficiales del régimen y la Sociedad de Beneficencia rendía tributo a las mujeres patricias, mientras se delimitaba del otro encuentro internacional declarando que su apoyo al progreso femenino “no es feminismo mal entendido ni socialismo”.

El feminismo “mal entendido”, mientras tanto, se reunía con las mujeres socialistas organizadas en un bloque político que intervino centralmente en los debates sobre la situación económica de las mujeres y el derecho al voto, a través de las representantes de las distintas organizaciones creadas o influenciadas por el partido, como el Centro Socialista Femenino, la Unión Gremial Femenina o la Liga Nacional de Mujeres Librepensadoras, en la que participaba Alicia Moreau[8]. Las socialistas presentaron trabajos que se leyeron en el Congreso, como el de Juana María Beggino[9], centrado en la situación económica de las mujeres, donde ataca con vehemencia a las sociedades de beneficencia que no favorecen la emancipación femenina.

Era claro el enfrentamiento con las mujeres reunidas en el Congreso Patriótico, sin embargo, también hubo debates entre feministas y socialistas al interior del propio Congreso Internacional Femenino. En primer lugar, las diferencias se centraban alrededor de la cuestión de clase: las socialistas llevaron la propuesta de promover el proyecto de ley de Gabriela de Lapèrriere[10] –que fuera defendido en el parlamento por el diputado socialista Alfredo Palacios, convirtiéndose en Ley en 1907-, según el cual se protegía a las mujeres trabajadoras. Las feministas reaccionaron oponiéndose a lo que consideraban un “exceso de protección” de esta reglamentación que, en última instancia, coartaba la libertad de las mujeres. La protección era entendida como opresión, por parte de las feministas, que pensaban que estas limitaciones establecidas como “derechos” podrían ser esgrimidos contra las mismas mujeres, cuando intentaran avanzar en territorios predominantemente masculinos hasta entonces; así como también por las propias patronales que no estarían dispuestos a incluir mujeres trabajadoras en sus empresas a quienes debían respetarle derechos a licencias pagas por maternidad o lactancia, en detrimento de sus ganancias.

El debate es interesante, porque si bien las feministas no alcanzaban a contemplar, en toda su magnitud, las brutales condiciones de vida y de trabajo en que se encontraban las mujeres trabajadoras, las socialistas, por su parte, sostenían la necesidad de estos derechos especiales a la protección de las mujeres con argumentos moralistas, pro-natalistas, en defensa de la familia y particularmente de la función social de la maternidad, etc. En el artículo 17 del proyecto de ley del trabajo de las mujeres y los niños en las fábricas, redactado en 1902 por la socialista Gabriela de Lapèrriere, se señala: “Las mujeres y niños no podrán ocuparse en trabajos que afecten la moral.”[11] Juana Beggino, por su parte, argumentaba que el problema de la explotación del trabajo femenino se resolvería con el advenimiento del socialismo, que permitiría que la mujer volviera a ocuparse de ser madre, sin tener que dedicar horas extenuantes al trabajo extradoméstico.

Estos argumentos no eran ajenos a algunos sectores de la socialdemocracia. En el Partido Socialdemócrata Alemán, Edmund Fischer planteaba que el objetivo de los socialistas debía ser desarrollar el progreso hasta el punto en que cada trabajador pudiera mantener a su esposa con su salario: “No es la emancipación de la mujer en relación al hombre la que será alcanzada, sino algo distinto: la mujer será devuelta a la familia, y este fin puede y debe ser el fin de los socialistas.”[12] Paradójicamente, esta aforística expresión del socialista Fischer no se diferenciaba mucho del discurso del propio emperador prusiano, cuando afirmaba que “la principal misión de la mujer no es participar de reuniones, ni conquistar derechos que les permitan ser iguales a los hombres, sino desempeñar silenciosamente su tarea en el hogar y en la familia, educar a la nueva generación, enseñándole ante todo, el deber de obediencia y respeto a los mayores.”[13]

Oponiéndose a estos argumentos reaccionarios que circulaban entre sus propios camaradas, Clara Zetkin, se había opuesto, hasta 1889, a toda legislación que protegiera la maternidad, considerando que podría servir de pretexto a la clase dominante para no incorporar a las mujeres a la producción y que, además, podría considerarse un argumento para sustentar la reaccionaria idea de que las mujeres eran seres inferiores. Recién en el Congreso de la IIº Internacional en París, en 1889, sostuvo: “Como no queremos separar absolutamente nuestra causa de la de los trabajadores en general, no pedimos ninguna protección particular”, para luego agregar que “admitimos apenas una excepción, en beneficio de las mujeres embarazadas, cuyo estado exige cuidados particulares.”[14] Lo mismo había sostenido la socialista italiana Anna Kuliscioff. Sin embargo, ambas cambiarán de posición al comprender que no se puede combatir una situación de desigualdad inicial sólo con igualdad de derechos. Es así como, el socialismo incorporará en sus demandas la prohibición del trabajo nocturno para las mujeres, las licencias pagas por maternidad, la protección del trabajo femenino en determinadas ramas de la producción que se creía que podían afectar a su salud, etc., en una época en la había trabajadoras que llegaban tener jornadas semanales de hasta ciento doce horas.

Un debate similar sucedía en Argentina. Pero eran las feministas no socialistas las que advertían sobre las consecuencias negativas que podría tener la “excesiva protección” que encontraban en las leyes socialistas, sostenida en los argumentos suspicaces que mezclaban argumentos morales e higiénicos. Más aún, las socialistas concebían que ese estado ideal, donde las mujeres podrían volver a los hogares a realizar su rol maternal sin exponerse a la ignominia del trabajo asalariado, llegaría pronto, como lo auspiciaba la entrada de Alfredo Palacios al parlamento. Esta visión, a todas luces reformista, según la cual la clase trabajadora avanzaría hacia el socialismo imponiendo reformas al capital, por la vía electoral, pronto llevaría a la ruptura de la socialdemocracia y a su futura evolución como una corriente reformista totalmente integrada al régimen burgués.

Si bien las feministas denunciaban los riesgos de coacción a la libertad de las mujeres que podría encerrar la legislación protectora de las trabajadoras, no sólo no admitían las especiales condiciones en que se encontraban las masas obreras femeninas, sino que se negaban a prestar una particular atención a la división de clases que también atravesaba a las mujeres. Cuando ya había aparecido el proyecto de Gabriela de Lapèrriere y antes que se aprobara en el parlamento, una feminista escribía en la revista Nosotras, debatiendo con las socialistas: “para mí el mundo no se divide en ricos y pobres; sino en hombres y mujeres y mis simpatías son todas para mi sexo, en cualquier lugar que se halle…”[15]

En cuanto a los derechos civiles, también hubo debates entre feministas y socialistas, aunque de menor envergadura que el suscitado por la defensa de los derechos de las mujeres trabajadoras. Encabezado por la Dra. Cecilia Grierson[16], un sector de las feministas que participaban del Congreso Internacional Femenino, no estaban de acuerdo con el reclamo sufragista; sostenían que era necesario avanzar en la educación de las mujeres para que éstas fueran capaces de discernir y ejercer el derecho al voto en otras condiciones que las vigentes. Las socialistas, junto con algunas feministas progresistas como Julieta Lanteri, planteaban que había que incluir esa demanda. El trabajo presentado por la socialista Raquel Messina[17] abordaba esta cuestión. El debate concluyó con la incorporación de esta demanda en la declaración final, aunque no se discutió la realización de acciones concretas para lograrlo e, inclusive, se rechazó la moción de elevar al parlamento un proyecto de ley que reglamentara el voto femenino.

Aunque no se llega a plantear un derecho al voto restringido, bajo argumentos clasistas, como sí lo habían hecho algunos sectores del sufragismo europeo y norteamericano (derecho al voto sólo para las mujeres propietarias), las feministas que se niegan a incluir esta demanda, sostienen argumentos que realzan la cuestión del bajo nivel educativo de las masas femeninas que es necesario superar antes de avanzar con el sufragio. Finalmente, junto a las acciones propagandísticas encabezadas por Julieta Lanteri y otras feministas a favor del derecho al voto, fueron los legisladores socialistas los que más hicieron a favor del sufragio femenino. Para finales de la década del ’30, Alfredo Palacios insistía sin éxito con un proyecto que fue apoyado por la Unión de Mujeres Argentinas, una organización que, si bien había surgido bajo la influencia del Partido Comunista (PC), reunía a mujeres de diversas tendencias políticas y feministas independientes.

Otro tema de debate fue el del derecho al divorcio, donde las socialistas –en boca de Carolina Muzzili- intervienen con una propuesta radical de divorcio absoluto, aclamando a Uruguay por ser el primer país de América del Sur que incluía este derecho en su legislación. Enfrentaban la oposición de un vasto sector del Congreso que, si bien estaba a favor del divorcio, planteaba que debía legislarse este derecho teniendo en cuenta algunas restricciones para que no fuera utilizado maliciosamente por alguno de los cónyuges.

De todos modos, bajo el agitado debate que se suscitó en este primer Congreso Femenino Internacional, no podemos perder de vista, que las distintas tendencias de feministas y socialistas habían logrado unir sus esfuerzos por la causa de la emancipación de las mujeres, enfrentando la ideología reaccionaria que sostenían las damas aristocráticas de la Sociedad de Beneficencia y las instituciones oficiales del Estado, reunidas en un congreso antagónico donde no se trataban “ideas extravagantes, ni transplantes de países exóticos”, sino aquellas que encuadraban “con la mesura moral y patriótica que encausa el Consejo Nacional de Mujeres.”[18]

Aun cuando el socialismo se integrara y adaptara al régimen democrático burgués, abandonando la lucha por un cambio revolucionario de la sociedad, el aporte de las sus militantes fue fundamental, en este período, para avanzar en las reformas legislativas que establecieron los primeros y más básicos derechos de las trabajadoras, sometidas a ritmos infernales de producción, en condiciones insalubres y poniendo en riesgo su salud y su vida. Y aunque el derecho al voto de las mujeres fuera negado por los sectores más reaccionarios y conservadores de las clases dominantes por varias décadas, la bancada parlamentaria del socialismo no cejó en proponer, una y otra vez, este derecho democrático elemental.

Feministas radicales e izquierda marxista en el Año Internacional de la Mujer

Desde fines de los ’60, se agudiza la lucha de clases: en occidente, el movimiento obrero en alianza con el movimiento estudiantil es protagonista del emblemático Mayo Francés, que marca una oleada de huelgas y movilizaciones de trabajadores y estudiantes que también tuvieron hitos en Tlatelolco (México) y en el Cordobazo (Argentina). La revolución en Portugal, las movilizaciones por la derrota de Estados Unidos en Vietnam, el operaísmo italiano del Otoño Caliente, el proceso proletario de los cordones industriales chilenos, el enfrentamiento de las masas a los tanques stalinistas que entraron en Checoslovaquia, son algunos de los acontecimientos más destacados del período. Cuando todo poder es cuestionado, en oriente y occidente, emergen también los movimientos antirracistas y separatistas negros; los homosexuales y travestis enfrentan orgullosamente las razzias policiales que siempre los habían acosado y las mujeres de las clases medias, insatisfechas con su vida confortable pero insípida convierten su malestar en movimiento político radical. “Esta segunda ola del feminismo –que alcanzó a ser un movimiento activista importante en los países centrales- incluye en su desarrollo diversas tendencias políticas y teóricas que, sin embargo, mantenían un hilo conductor: por vías reformistas o revolucionarias, todas acordaban que era necesario desterrar las diferencias entre los sexos para llegar a la igualdad en derechos y en condiciones de existencia.”[19]

Esos aires de rebelión llegaron también hasta algunas mujeres de la clase media argentina que, en 1970, formaron la primera organización feminista de la segunda ola, en nuestro país: la Unión Feminista Argentina (UFA). Su impulsora fue la cineasta María Luisa Bemberg que, después de que en una entrevista manifestara su preocupación por la postergación de las mujeres, recibió innumerables llamados y cartas de otras mujeres que decían compartir su mismo desasosiego. En boca de una de sus fundadoras, Leonor Calvera: “¡Ufa! La interjección era elocuente respecto al hartazgo que nos producía la situación de la mujer, la nuestra.”[20] El grupo, en poco tiempo reunió a medio centenar de mujeres y lo novedoso era que no todas provenían de la clase media, había obreras también, y algunas eran militantes de la izquierda trotskista. Algunas mujeres del Partido Revolucionario de los Trabajadores – La Verdad (PRT-LV) habían iniciado la publicación de la revista Muchacha, de la que sólo llegaron a sacar tres números y se reunían en el mismo local que UFA. “Mujeres socialistas, particularmente de distintas líneas del trotskismo, se incorporaron a UFA, estableciéndose una particular relación entre mujeres de distintas clases sociales e ideas, que atravesó momentos de acciones comunes y fuertes tensiones.”[21]

Por parte de la izquierda encuadrada en el trotskismo existía un verdadero interés por confluir en las luchas por los derechos democráticos de las mujeres, con las feministas progresistas que se reunían en UFA, al tiempo que esa participación les permitía influenciar en los sectores más radicalizados del movimiento de mujeres, ganándolas para sus ideas. Seguían los lineamientos del Socialist Worker Party (SWP) de EE.UU. que desde finales de los años ’60 venía elaborando teóricamente y militando en el movimiento de liberación femenina que emergía en los países centrales. Recién una década más tarde, el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), sucesor del PRT- LV, se delimitó de las posiciones enarboladas por su partido hermano norteamericano, cuando las mujeres del SWP elaboraron un documento en el que destacaban la necesidad de conformar un movimiento policlasista por la liberación de la mujer, abandonando el análisis de clase marxista y cediendo a las posiciones del feminismo radical. “Para el SWP, la revolución socialista es una combinación de distintos movimientos multitudinarios –sin diferencias de clases- de similar importancia: el movimiento negro, femenino, obrero, juvenil, de viejos, que llegan casi pacíficamente al triunfo del socialismo. Si todas las mujeres marchan juntas significan el 50% del país; si ocurre lo mismo con los jóvenes (70% en algunos países latinoamericanos), más los obreros, negros y campesinos, la combinación de estos movimientos hará que la burguesía quede arrinconada en un pequeño hotel, ya que serán los adultos burgueses, machos y blancos, los que se opondrán a la revolución permanente. Es la teoría de Bernstein combinada con la revolución permanente: el movimiento lo es todo y la clase y los partidos no son nada. Esta teoría cae rápidamente en un humanismo anticlasista…”[22]

Sin embargo, en este momento, no es extraño este acercamiento entre las mujeres radicalizadas que se abrían a los aires de liberación que provenían de los países centrales y la izquierda trotskista que representaba a una corriente perseguida por la burocracia estalinista de la Unión Soviética por sostener la teoría-programa de la revolución permanente. En Argentina, además, el PC desdeñaba la importancia que habían adquirido las coordinadoras interfabriles, centralmente en el conurbano bonaerense, que constituyeron el corazón de las movilizaciones y de la huelga general política de masas que sacudió al país entre finales de junio y principios de julio de 1975. También se manifestaba en contra de la lucha armada, en la que participaban numerosas organizaciones políticas y, cuando el gobierno de María Estela Martínez de Perón entra en abierta crisis, propone convocar a un gobierno de unidad de los partidos tradicionales incorporando a los militares, un gabinete cívico-militar. Mientras las bandas parapoliciales alentadas por el Estado, como la Triple A, asesinaban a militantes políticos y sindicales, el PC denunciaba los crímenes equiparándolos con el “terrorismo de ultraizquierda”, un verdadero anticipo premonitorio de lo que luego fue conocido como la “teoría de los dos demonios”, con la que los regímenes democráticos que siguieron a la dictadura militar pretendieron equiparar el terrorismo de Estado con la acción guerrillera.

Sobre las mujeres, debemos tener en cuenta que la Unión Soviética, bajo el régimen termidoriano estalinista, había retrocedido enormemente de las conquistas obtenidas de la mano de la revolución socialista de 1917 y esto se reflejaba en todos los partidos satélites del PCUS, donde las mujeres no ocupaban lugares destacados en la dirección política ni se comprometían con la lucha por los derechos democráticos que eran una bandera de los movimientos feministas occidentales, como el derecho al aborto. El PST, por el contrario, conformó una Comisión de Lucha de la Mujer que intentará mantener un diálogo con las feministas, no exento de definiciones que mostraban también las divergencias. Más tarde publicará la revista Todas, dirigida especialmente a las mujeres y algunas simpatizantes del partido, junto a otras mujeres independientes, montaban la editorial Nueva Mujer, adherida a UFA, que publica Las mujeres dicen basta, una compilación de artículos que enfocan la cuestión de la mujer desde un ángulo sociohistórico. En la introducción de su primera publicación declaran: “Nosotras, integrantes del grupo feminista NUEVA MUJER adherido a UFA (Unión Feminista Argentina), pretendemos a partir de este volumen desarrollar los distintos temas que atañen a la problemática de la mujer en todas sus estructuras: 1°) como ser biológico en la maternidad; 2°) como reproductora de la fuerza de trabajo en sus tareas domésticas; 3°) en la producción social; 4°) en su sexualidad. Creemos que estas estructuras forman parte del condicionamiento que la sociedad ha impuesto a las mujeres y desde ningún punto de vista –ni biológico ni psicológico- son el resultado de su ‘naturaleza’. Por lo tanto, consideramos fundamental elevar la conciencia de nuestras hermanas, cuales han sido y son las causas y los resultados de ese condicionamiento que nos han llevado a ser el sector colonizado de la humanidad.”[23]

Entre las mujeres más radicalizadas del feminismo, había más empatía, por la izquierda abiertamente enfrentada con el estalinismo, que con aquella que obedecía a los dictámenes provenientes de Moscú.

Para 1975, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) declaraba el Año Internacional de la Mujer, que se conmemoraba con congresos y jornadas oficiales en diversos países. En Argentina, una comisión integrada por los partidos políticos tradicionales y el PC, además de representes del gobierno de María Estela Martínez de Perón, preparaba los festejos oficiales en los que no se admitía la participación de las feministas que conformaron el Frente de Lucha por la Mujer, en el que participaban diferentes grupos independientes de mujeres y también asociaciones de mujeres vinculadas a los partidos políticos de la izquierda. Este Frente de Lucha por la Mujer había elaborado un programa de reivindicaciones, entre las que se incluía la distribución de anticonceptivos –en ese entonces prohibida por el gobierno de María Estela Martínez de Perón- y el derecho al aborto. Ésa es probablemente la razón principal por la que no les fue permitido participar del Congreso Internacional que se desarrolló en Buenos Aires, oficialmente, con motivo del Año Internacional de la Mujer designado por la ONU.

El PST primero denuncia que la iniciativa de la ONU tiene el objetivo de desviar la lucha que las mujeres protagonizaban por sus derechos en todos los rincones del planeta. A esa denuncia antiimperalista, agrega una denuncia contra la restricción que imponía la comisión organizadora oficial a las feministas argentinas. Ante esta negativa gubernamental a la participación de las feministas en los festejos del Año Internacional de la Mujer, el PST publica en su prensa: “El gobierno en lugar de hablar de los derechos de las mujeres se dedica a hacer propaganda contra la disolución de la familia y la descomposición de los valores morales. ¿Es que puede existir el amor donde hay compulsión económica, miseria, hacinamiento, explotación? (…) Esas son las verdaderas causas de la disolución de la familia. Los proyectos del gobierno argentino no son más que falsas imágenes de duras realidades.”[24] Pero mientras confrontaban políticamente con el gobierno y exigían participar del Congreso Internacional, en un su “Carta a las compañeras feministas” –con quienes estaban aliadas contra la política gubernamental- señalan: “Sabemos que así como tenemos en común una base: el reconocimiento de la necesidad de participar de la lucha y organización de las mujeres por ser el sector oprimido más numeroso de la sociedad, por cumplir una función clara en el mantenimiento del sistema, compartimos la validez del feminismo, pero también tenemos cosas que nos separan. Nosotras opinamos que la opresión de las mujeres tiene sus raíces en la sociedad de clases y que, por tanto, es una condición necesaria para la liberación de todas las mujeres, la liberación de la sociedad toda por la única clase revolucionaria de nuestra historia: la clase obrera.”[25]

Mientras tanto el PC realiza un acto por el Día Internacional de la Mujer, el 8 de marzo, en el que impiden la palabra a las activistas del Frente de Lucha de la Mujer, ante lo que éstas consiguen hacer pasar una declaración a favor del derecho al aborto que, sorpresivamente, recibe los aplausos de la mayoría de las presentes. Desde su prensa, el PST debate con las comunistas, al tiempo que las llama a romper con su política de subordinación a la comisión oficial que preparaba el acto propiciado por la ONU y el gobierno argentino y a coordinar las actividades sin sectarismo ni partidismo.

Finalmente, el congreso se realiza en el mes de agosto, en el Teatro Municipal General San Martín, integrado por tres comisiones que, a sugerencia de las Naciones Unidas, serán las de Paz, Igualdad y Desarrollo. El PST, finalmente, accede a participar pretendiendo aprovechar esta oportunidad para llevar la voz de las que fueron censuradas ya que, las feministas fueron, finalmente, las únicas excluidas. Recuerda una militante del PST: “Se les prohíbe la entrada a las feministas. Nosotras ingresamos al congreso y denunciamos la discriminación. Recuerdo que algunas feministas entraron encanutadas; se pusieron pelucas. Sara Torres, quien después nos enseñara mucho sobre el orgasmo, el orgasmo obligatorio y el famoso punto G, estaba entre las que entraron disfrazadas.”[26]

Las feministas, por su parte, ingresan a la fuerza para repartir un manifiesto, ante lo que la dirección del congreso –incluyendo el PC- responde con agresiones físicas, obligándolas a retirarse ante la única negativa de las delegadas del PST que acudieron en la defensa de su derecho democrático a expresarse, algo que también les había sido negado a ellas mismas a pesar de haber sido aceptado su ingreso. “Yo entré disfrazada, con peluca y anteojos –recuerda Sara Torres-, a repartir un volante donde denunciábamos la exclusión. Habíamos hecho también una conferencia de prensa. Los chicos de la FEDE[27] me rompieron un dedo al tratar de arrancarme los volantes. Una compañera –Cristina Noble- que se acercó al micrófono, fue arrastrada y obligada a salir de la sala.”[28]

Durante todo el año 1975, el PST mantendrá una sección especial de su prensa dedicada a los temas relevantes del movimiento de lucha de las mujeres por su emancipación: cuestionan la imposición de la moda, la conmemoración del Día de la Madre, denuncian la doble jornada laboral que impone el trabajo doméstico a las mujeres trabajadoras, plantean la necesidad de acceso a la anticoncepción y el derecho al aborto, exigen la inclusión de guarderías en fábricas y establecimientos laborales y reclaman igual salario por igual trabajo, para las mujeres, en las negociaciones paritarias.

Sin embargo, el ambiente de radicalizada politización que se vivía en Argentina, para entonces, impidió la relación de las feministas con la izquierda o, mejor dicho, se coló en las reuniones de “concientización” que promovían las primeras, llevando a discusiones interminables, debates y enfrentamientos que terminaron por producir deserciones y escisiones. Calvera rememora “… la marea de partidismo que nos circundaba no dejó de golpear fuertemente en el interior del grupo: reprodujimos viejos antagonismos tradicionales e inventamos otros. Los análisis tomaban cada vez menos a la mujer como eje y se desplazaban hacia esquemas de clase.”[29] La obrera socialista y feminista Ladis Alanis, lo rememora en sus palabras: “… en UFA, muchas compañeras no entendían que existía la lucha de clases. Ese era el problema. La masacre de Trelew fue importante en la división de UFA. Ahí se dieron cuenta de lo que significaba la lucha de clases.”[30] Otras, a su vez, señalan: “Una de las razones de la disgregación de UFA en 1973, parece haber sido las diferencias ideológico-políticas, ya que para un sector de sus integrantes, ser feminista era totalmente incompatible con compromisos y tomas de posición políticas, mientras que las restantes ensayaban distintas fórmulas entre compromiso político y feminismo.”[31]

Más tarde sobrevino la dictadura militar, empujando a muchas militantes al exilio, mientras miles de luchadoras y luchadores sociales y políticos desaparecían bajo el terrorismo de Estado, eran torturados y asesinados. “Yo continué un tiempo yendo a las reuniones de UFA y realizando algunas actividades hasta que un día al volver a casa encontré un aviso de las AAA amenazándome de muerte. Lo que sigue es otra historia.”, dice Mirta Henault, de la editorial Nueva Mujer, en un relato sobre la historia de este grupo.[32] En el exilio, como señalamos en la introducción, estas mujeres conocieron de cerca a las feministas europeas, compartieron nuevas experiencias militantes y regresaron al país, casi una década más tarde, con nuevas ideas en la que su pasada adhesión a la izquierda marxista se fusionaba con una reciente simpatía por las elaboraciones del feminismo radical que hablaba de autonomía y sororidad, o bien, se asimilaba a las instituciones del Estado, buscando reformas que incluyeran a las mujeres en los nacientes regímenes democráticos.

Feministas autónomas y socialistas revolucionarias en la crisis de 2001

El 19 y 20 de diciembre de 2001, las movilizaciones sacudieron al país y derribaron al gobierno del presidente Fernando De la Rúa. En los días previos y, luego, en las semanas y meses posteriores a su caída, asistimos a las imágenes de desesperación de hombres, mujeres, niñas y niños saqueando comercios y supermercados en los barrios periféricos de Buenos Aires y otras ciudades del país, en busca de algo para comer en una Navidad que se presagiaba funesta. Más tarde, siguieron las fábricas tomadas por sus trabajadoras y trabajadores para evitar los cierres y los despidos. Rápidamente, sectores de las clases medias impulsaron la conformación de asambleas de vecinos que acompañaron tanto a los trabajadores en su resistencia, como a los desocupados en sus reclamos de trabajo genuino y subsidios estatales. En las universidades, impulsados por estudiantes y docentes, se desarrollaron centenares de investigaciones, estudios de caso, proyectos, etc que describían y explicaban este enorme proceso político que recorrió el mundo en imágenes de TV y que fue motivo de decenas de filmes, entrevistas, libros, etc.

En este marco, una nueva generación de jóvenes –mayoritariamente, estudiantes universitarias- emergió en el mapa feminista argentino, al tiempo que viejas activistas que habían perdido protagonismo en los años anteriores, cobraban nuevo impulso y sumaban una perspectiva feminista y demandas del movimiento de mujeres en las asambleas, movilizaciones y movimientos sociales. En particular, la lucha por el derecho al aborto adquirió nuevo vigor a partir de esta situación más general que se vivía en el país.

Después del intenso verano que se vivió en la ciudad de Buenos Aires y otros grandes centros urbanos del país, el 8 de marzo de 2002, conmemorando el Día Internacional de la Mujer, una coordinación de grupos feministas convoca marchar, cacerolas en mano, hacia la céntrica Plaza de Mayo, confluyendo con las asambleas vecinales que se sumaron a la iniciativa, bajo la consigna “Revolución en la plaza, en la casa y en la cama”. Las feministas eran aplaudidas, por primera vez, mientras escrachaban la Catedral Metropolitana y bailaban frente a la Casa Rosada. Jóvenes estudiantes de la universidad habían formado grupos que desplegaban sus banderas por primera vez, ante el asombro y la alegría de las más experimentadas; algunas portaban antorchas y se destacaban por sus entrenados pasos de murga. Más tarde, en el mes de agosto, en una asamblea interbarrial, que reunía a más de un centenar de delegadas y delegados de las asambleas vecinales, se resuelve levantar en el pliego de demandas, la despenalización del aborto, junto al movimiento feminista. En los encuentros organizados por las fábricas tomadas bajo control obrero, se armaban comisiones de mujeres y también se debatía sobre los derechos sexuales y reproductivos y el derecho al aborto. Lo propio, hacían algunas organizaciones del movimiento “piquetero”, especialmente por la colaboración que algunas jóvenes feministas decidieron tener con los movimientos de desocupados, brindando talleres sobre sexualidad y anticoncepción.

Esta intensa actividad se concentró, posteriormente, en la Asamblea por el Derecho al Aborto que empezó a funcionar en la ciudad de Buenos Aires en el verano de 2003, por iniciativa de la feminista Dora Coledesky, una veterana luchadora que había fundado la Comisión por el Derecho al Aborto, la primera en elaborar un proyecto para la despenalización y legalización del aborto en Argentina, que aún espera a ser tratado en el Congreso Nacional.[33] En ese espacio, que funcionaba en un local cedido por una asamblea de vecinos del sur de la ciudad, confluyeron asambleístas, piqueteras, trabajadoras, activistas lesbianas, travestis, jóvenes estudiantes y militantes de los partidos de izquierda, que fueron invitadas especialmente por Dora Coledesky, quien quería fortalecer la unidad de las mujeres que estaban a favor del aborto para enfrentar la reaccionaria posición de la Iglesia que nos aguardaba en el próximo Encuentro Nacional de Mujeres. En junio, el arzobispo de Rosario –donde sesionaría en poco tiempo el encuentro- llamaba a sus fieles a confrontar con las “feministas abortistas” que pronto desbordarían la ciudad.

Ese clima de antagonismo, propiciado por la jerarquía eclesiástica, fue el que animó el XVIIIº Encuentro Nacional de Mujeres. Por primera vez, ese año, el encuentro ocupó la tapa de un diario nacional: Página/12 titulaba “Aborto libre para no morir, anticonceptivos para no abortar”, con una fotografía de la enorme bandera violeta en la que se leía “Por el derecho al aborto libre y gratuito”. En el interior, la periodista Marta Dillon daba cuenta de lo acontecido en un artículo titulado “El ‘derecho a decidir’ copó las calles”. Miles de mujeres de todo el país, marcharon por las calles de Rosario coreando consignas a favor del aborto, contra la Iglesia y el gobierno, pero también mostrando su solidaridad con las mujeres trabajadoras de las fábricas ocupadas y las “piqueteras” que luchaban por trabajo. Asimismo, trabajadoras, estudiantes, amas de casa y mujeres desocupadas coreaban por primera vez, junto a las feministas, por un derecho que por mucho tiempo habían ejercido en privado, en silencio, con culpa y clandestinamente, poniendo su salud y su vida en riesgo.

Las mujeres del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS) habían intervenido en este Encuentro Nacional de Mujeres junto a un grupo de jóvenes universitarias independientes, con las que confeccionaron la bandera que fue tapa del diario mencionado y que, en el recorrido de la movilización en Rosario, fue llevada por decenas de mujeres que se turnaban para mostrarla en alto en signo de adhesión a su reclamo. Al regreso, se propusieron conformar una agrupación de mujeres que reuniera tanto a las feministas independientes con las que acordaron un programa común de reivindicaciones, como a las militantes partidarias. Así surgió la agrupación Pan y Rosas, que llegó a reunir a más de mil mujeres estudiantes, amas de casa y trabajadoras en más de catorce ciudades del país.

En este proceso, fue fundamental la relación establecida con las líderes de dos nuevos grupos feministas, uno de tendencia reformista y otro anarquista, surgidos al calor de la situación creada por el diciembre de 2001. A diferencia de sus compañeras, estas jóvenes impulsaban activamente la participación y la solidaridad con una empresa textil tomada por sus trabajadoras, que también fue un emblema del período: la fábrica Brukman. En esa definición política a favor de la clase trabajadora se encontraron las bases para avanzar en un proyecto común que incluyera, también, la lucha por los derechos democráticos, en un movimiento independiente del Estado, las instituciones del régimen y los partidos políticos patronales. “En ese momento, éramos un grupo de no más de diez mujeres jóvenes, trabajadoras y estudiantes de entre 20 y 35 años, que teníamos algunas coincidencias: veíamos que el movimiento de mujeres y el feminismo estaban fragmentados en decenas de organizaciones no gubernamentales. Con algunas de esas ong’s teníamos acuerdos, con otras, no tanto; pero, lo que realmente nos preocupaba era la despolitización que impregnaba al conjunto y considerábamos que, a la mayoría de los grupos que integraban el movimiento de mujeres y el feminismo de Argentina, el ‘Diciembre 2001’ los había cogido por sorpresa.”[34]

Lo que puso sobre la mesa de discusión el 2001, para el feminismo, fue la renovada idea de que la lucha contra el patriarcado estaba indisolublemente ligada a la lucha contra el capitalismo. Una idea que casi había “desaparecido” del movimiento feminista, bajo la contraofensiva imperialista del neoliberalismo, que condujo a la crisis que finalmente estalló en aquellas jornadas de diciembre, en la que miles se movilizaron al grito espontáneo de “¡Que se vayan todos!” Las más jóvenes, sensibles a la situación de opresión que viven las mujeres, convergían en encuentros obreros, movilizaciones piqueteras y asambleas barriales, convencidas de que hacía falta “otra cosa” en el movimiento feminista: una voz que denunciara las miserias a las que el capitalismo somete doblemente a las mujeres, una voz que se pronunciara claramente por las mujeres trabajadoras y de los sectores populares.

La lucha de las obreras de Brukman fue un centro de reunión para estas nuevas activistas feministas y otras, con más experiencia, que volvían a reanimarse. Por eso, cuando fueron desalojadas con una violenta represión policial, no se dudó en realizar una convocatoria para rodear la fábrica con una marcha vestida de violeta, que cantó entusiastamente “¡Brukman es de las trabajadoras, y al que no le gusta… que se joda!”

Pero para el año 2004, la política del régimen, de pasivizar los movimientos sociales que se habían mantenido en las calles por mucho tiempo más allá del estallido de la crisis, empezó a surtir efectos. Para el Día Internacional de la Mujer, el movimiento de mujeres y las feministas se encontraban divididas. Algunas planteaban que era necesario tener confianza en el nuevo gobierno de Néstor Kirchner, que hacía algunos “gestos” políticos que parecían favorecer la situación de las mujeres en el país. Otras planteaban que había que confrontar con el gobierno y seguir junto a los movimientos sociales en sus luchas y reclamos. El movimiento se fragmenta: ni siquiera la lucha por el derecho al aborto puede convocarse de manera unitaria, ya que un sector comienza a plantear la estrategia de lobby, para presionar al gobierno y otras querían sostener su independencia política, planteando la perspectiva de la movilización y la lucha. La fragmentación no divide, sin embargo, a feministas independientes de militantes de la izquierda partidaria, sino que es más bien transversal: algunos grupos de feministas autónomas se niegan a ser cooptadas por el régimen, mientras algunos sectores de la izquierda –como las maoístas del Partido Comunista Revolucionario (PCR)- mantienen una ambigua posición que les permite establecer lazos políticos con ambos sectores.

En mayo de 2005, se lanza la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto, reuniendo firmas y apoyo de diversas activistas y agrupaciones de todo el país. La campaña declara apoyar “la despenalización y legalización del aborto, para que toda mujer que decida interrumpir su embarazo pueda acceder al aborto legal, seguro y gratuito, en los hospitales públicos y en las obras sociales de todo el país”. Con ese texto se reunieron miles de firmas en un petitorio que circuló bajo el título de “Ni una muerta más por abortos clandestinos”. La izquierda tuvo distintas posiciones frente a esta iniciativa: mientras el PCR apoya acríticamente la declaración, el Partido Obrero (PO) se niega a formar parte de la convocatoria esgrimiendo que es una campaña de apoyo al gobierno y el PTS –junto a la agrupación de mujeres Pan y Rosas que impulsaba- llama a apoyar esta campaña unitaria al tiempo que se diferencia de los sectores pro-gubernamentales que la integran, declarando “no tenemos ninguna esperanza en el gobierno de Kirchner (o en algunos de sus ministros), lo que nos diferencia de muchas de las convocantes de esta campaña. Tampoco compartimos las posiciones de aquellas dirigentes ex miembros de la desastrosa Alianza de De la Rúa, que tras la fachada de esta campaña democrática quieren llevar agua para su molino. Ni de aquellas que están con la opositora Elisa Carrió, enemiga confesa del derecho al aborto. (…). Para lograr el derecho al aborto, legal, seguro y gratuito tenemos que desarrollar un gran movimiento de lucha.”[35]

Finalmente, cuando en noviembre del mismo año se marchó hasta el Congreso Nacional para entregar las miles de firmas juntadas por la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto, la convocatoria reunió a más de cuatro mil mujeres que participaron en dos bloques diferenciados: adelante, las organizaciones afines con el gobierno, diversas organizaciones no gubernamentales e instituciones, el PCR, además de las figuras más reconocidas que apoyaban esta demanda, entre las que había diputadas y dirigentes políticas de los partidos tradicionales; más atrás, una bandera que decía “Bajo el gobierno de Kirchner las mujeres seguimos muriendo por aborto clandestino” encabezaba una columna de casi un millar de mujeres, entre las que se encontraban jóvenes feministas autonomistas, movimientos de desocupados, grupos de lesbianas feministas, Pan y Rosas, el PTS y otros sectores de la izquierda.

Éste fue el momento culminante de la política unitaria por el derecho al aborto. Al año siguiente, la campaña se relanza exigiendo al gobierno el cumplimiento de las leyes de derechos sexuales y reproductivos, poniendo el tema del aborto en un segundo plano. Lejos de convocar a movilizarse y continuar con la perspectiva que se había desarrollado el año anterior, las figuras y organizaciones referentes de la campaña, insisten en la estrategia de presionar a funcionarios y parlamentarios para conseguir pequeños avances, lo que le vale la fracturación y el desánimo de sectores que venían impulsando esta iniciativa.

Quienes mantuvieron su presencia en las calles, por las demandas de las mujeres y ante los eventos del calendario feminista, fueron esencialmente la izquierda y un sector minoritario y activo del feminismo, especialmente las agrupaciones autónomas y anticapitalistas. Todos estos años de experiencias compartidas, en los Encuentros Nacionales de Mujeres, en la organización de los actos y movilizaciones por el Día Internacional de la Mujer, por el derecho al aborto o contra la violencia, permitieron forjar nuevas alianzas y nuevos debates, entre el feminismo y la izquierda. El “antipartidismo” heredado del neoliberalismo, cedió pasó a la diferenciación, en la práctica compartida, entre partidos sectarios, oportunistas, burocráticos o democráticos, etc. Para la izquierda, el feminismo dejó de ser, asimismo, un “todo” sin matices ni diferencias: hubo quienes partieron desde posiciones muy radicalizadas y terminaron integradas al gobierno kirchnerista; otras que abandonaron su letargo y volvieron a acompañar las luchas de las mujeres trabajadoras, desocupadas, de los sectores populares; quienes se mantuvieron integradas al sistema y las que persistieron en su compromiso con un cambio radical del mismo.


Algunas conclusiones provisorias del camino a recorrer hacia un nuevo feminismo socialista[36]


Aunque suene paradójico, durante el período de mayor contraofensiva imperialista contra las masas, sus organizaciones y las conquistas heredadas de décadas anteriores, la agenda feminista se convirtió, en gran medida, en política pública de los Estados, los gobiernos y organizaciones interestatales, incluyendo los organismos financieros. El feminismo, como movimiento radical setentista protagonizado por las mujeres en lucha por su emancipación, tuvo el mérito de imponer sentidos, alcanzando legitimidad entre públicos más amplios; pero esta legitimidad también fue a costa de reconvertirse, en gran medida, en una plétora de organizaciones no gubernamentales, perdiendo su filo más subversivo, pero provistas de las herramientas y el personal idóneo para hacer frente a las consecuencias que los mismos planes neoliberales trajeron aparejados para las mujeres. Reconocimiento a cambio de integración, legalidad a cambio del abandono de la radicalidad anterior.

Al mismo tiempo que, en lo superficial, el feminismo parecía convertirse en sentido común, reconvertido en un movimiento centrado en la consecución de la “igualdad de género”, se lo despojaba de su anterior radicalidad, destripando sus demandas en mínimos programas parcializados, ajustados a los sectores que requerían de su asistencia. Se “profesionalizó la causa”, que antes había sido motivo de debates políticos y movilización, transformándose en objeto de organización, planeamiento y cabildeo en políticas públicas. El clima resultante fue la desmovilización y despolitización del movimiento.

Mucho ha sido escrito por las feministas sobre este proceso; mucho ha sido lo debatido y muchas las crisis y rupturas que provocó en el movimiento, especialmente en América Latina. En tanto, a lo que hemos asistido, bajo la égida de los proyectos para el desarrollo, ha sido al crecimiento de una fenomenal desigualdad que, al tiempo que se promovía un “feminismo de los derechos”, descargaba sobre millones de mujeres las consecuencias más nefastas del ataque en regla a las masas del continente.

Aumentó velozmente lo que ha dado en llamarse la “feminización de la fuerza de trabajo”, especialmente en América Latina, donde la creciente incorporación de las mujeres al mercado laboral fue a costa de una mayor precarización, con las peores condiciones y sin derecho a organizarse. Los antiguos vejámenes se transformaron en ingentes “negocios” durante el mismo período: la apertura de las fronteras para el comercio internacional, los paraísos fiscales, la concentración de mujeres jóvenes desarraigadas en enormes ciudades-factorías de fronteras, el crecimiento del tráfico de drogas y la corrupción permitieron que el tráfico de mujeres para snuff, pornografía, esclavismo sexual y prostitución se transformara en una colosal industria. El cuerpo de las mujeres también es un campo propicio para una rentable especulación científica (vientres de alquiler, experimentaciones en reproducción asistida, etc.) y una más que rentable mercancía para el consumo, goce y disfrute de los otros: la creciente penetración de los medios masivos de comunicación e internet, la cultura de la imagen, el desarrollo de las posibilidades quirúrgicas, transformaron al cuerpo de las mujeres –especialmente en las grandes metrópolis del continente- en un producto dispuesto para la venta, al tiempo que a las mismas mujeres se las reduce a meras consumidoras de esas mercancías que le permiten soñar con transformarse en el estereotipo imposible de alcanzar. Al tiempo en que la lucha de las mujeres por su emancipación y la denuncia de su situación de desigualdad, de opresión e ignominia alcanzan una inmensa popularidad y aceptación, esta misma situación encuentra nuevas y más brutales formas de manifestarse.

El supuesto camino “realista”, transitado de manera gradual y evolutiva, para la consecución de la igualdad o, incluso, de metas mucho más modestas y prosaicas en la búsqueda de mejorías para las condiciones de vida de las mujeres, es lo que, finalmente, se devela como lo verdaderamente utópico en los estrechos y asfixiantes marcos de las democracias capitalistas del continente.

En Argentina, esto ya quedó al desnudo durante la crisis que estalló en diciembre de 2001, en la que el país entró en default. Ni siquiera la recuperación favorecida por los precios internacionales, que acompañó las presidencias sucesivas de Néstor y Cristina Kirchner fueron beneficiosas para el conjunto de las masas trabajadoras: las grandes empresas multiplicaron sus millonarias ganancias, pero la reducción de algunos puntos porcentuales del índice de desocupación se debió a la creación de puestos de trabajo altamente precarizados. Mientras tanto, aumentaron los ritmos de explotación y los salarios nunca alcanzaron el nivel que habían tenido antes de la devaluación. El “doble discurso” de los gobiernos kirchneristas que se embanderaron con la defensa de los derechos humanos causó el efecto buscado durante los primeros años. Pero ya bajo la presidencia de Cristina Kirchner quedó más en evidencia que se trataba de un mero golpe de efecto: más de 600 mujeres jóvenes reportan como desaparecidas en los últimos años, secuestradas por redes de trata y prostitución; más de 400 mujeres trabajadoras y de los sectores populares mueren, cada año, por las consecuencias de los abortos clandestinos, mientras el ministro de Salud es conocido por su compromiso con los sectores clericales.

Mientras la institucionalización de los movimientos sociales –incluido el feminismo- devino directamente funcional para la amortiguación de los efectos devastadores de los planes neoliberales, a través de proyectos gestionados bajo la supuesta “transparencia” que las iniciativas privadas parecían tener frente a Estados y gobiernos corruptos, también marginó –y empujó a la automarginación- a los grupos y corrientes feministas que resistieron a esta tendencia general. En tanto la mayoría del feminismo se inclinó por una perspectiva reformista, desarrollada en el marco institucional diseñado internacionalmente bajo la égida de la ONU; una minoría –y no por ello, menos diaspórica- se alejó de la disputa por el poder del Estado, obligada a relegarse y auto-relegándose en la creación de “contracultura” y “contravalores” opuestos a los imperantes.

La impotencia, la frustración, el sectarismo y la fatigosa y permanente fragmentación fueron las consecuencias inevitables para una generación del feminismo, como sucede con todo grupo reducido en los márgenes a contracorriente. Eso obliga a un replanteo permanente de los aciertos y errores, a una búsqueda y profundización de perspectivas teóricas y praxis diversas y discontinuadas. De esas crisis han surgido y siguen surgiendo nuevas elaboraciones productivas, aportes reflexivos, nuevas alianzas; pero lamentablemente, se trata más de una sumatoria de individualidades desperdigadas por el continente y de sus fructíferos intercambios, que de un verdadero movimiento con ansias de masificación.

En tanto, no hace falta remontarse a la Revolución Francesa de 1789 o a la Revolución Rusa de 1917 para demostrar que frente a los grandes cataclismos sociales, políticos y económicos, las mujeres siguen siendo los destacamentos de vanguardia que enfrentan las crisis y las nefastas consecuencias que ellas entrañan para la vida cotidiana de las masas. Ya hemos visto luchar a las mujeres del altiplano boliviano en la Guerra del Agua; a las mujeres oaxaqueñas tomar literalmente el poder de la comuna, organizando la resistencia desde los medios de comunicación bajo su control; las mujeres desocupadas de Argentina cortaron las rutas una y mil veces reclamando trabajo genuino y las trabajadoras de la textil Brukman pusieron a producir la empresa bajo control obrero, resistiendo el desalojo y la represión, en plena crisis nacional. Recientemente, asistimos a la explosión de la bronca de las mujeres más explotadas de la industria, las obreras de la alimentación que desataron una huelga sin precedentes reclamando medidas de prevención e higiene ante la pandemia de gripe A, en la multinacional más grande del mundo en su rubro, la empresa Kraft. Vimos a las feministas en resistencia de Honduras, al frente de las movilizaciones contra el golpe de Estado perpetrado por el empresariado nacional en alianza con el imperialismo norteamericano y todas las instituciones del régimen, incluyendo a la Iglesia. En las colonias más pobres de Tegucigalpa, las mujeres organizaron el territorio y a la comunidad para resistir la represión del ejército y los sicarios. Las mujeres campesinas y de los pueblos originarios estuvieron en las carreteras y puentes, bloqueando las ciudades durante los días más aciagos de la resistencia y es por ello que han sido víctimas de las más atroces torturas, abusos y violaciones por parte de las fuerzas represivas del Estado.

En esos nuevos ímpetus de millones de mujeres trabajadoras y de los sectores populares radican las fuerzas de las que dependerá el futuro del movimiento de mujeres de nuestro país y de América Latina. Las feministas que sueñen aún con una sociedad liberada de toda forma de opresión, aquellas cuyas ansias de emancipación sigan intactas no sólo no pueden darle la espalda a estos sectores de millones de mujeres del continente que emergieron a la vida política en los últimos años, sino que tienen el deber de dirigirse hacia ellas, de nutrirse de sus luchas y colaborar con sus triunfos.

El capitalismo sólo reserva más barbarie para las masas, devastación y muerte para el planeta que habitamos. Para la inmensa mayoría de las mujeres del mundo, las crisis recurrentes del sistema capitalista no pueden aparejar otra cosa que más muertes, más explotación, más esclavismo, menos derechos… Quienes se consideren verdaderamente socialistas revolucionarios no pueden sentirse ajenos a esta realidad que afecta especialmente a las mujeres. Quienes se consideran feministas y honestamente anhelan aun la emancipación de las mujeres de todas las formas de opresión, están llamadas a reflexionar sobre las estrategias que nos han conducido a los callejones sin salida de la cooptación o la marginalidad. Como ha sucedido otras veces en la historia, confiamos en que serán nuevamente las mujeres más explotadas y oprimidas de nuestro continente las que impulsarán el surgimiento de un nuevo feminismo socialista que aún espera ver la luz.




(*) Andrea D’Atri es especialista en Estudios de la Mujer, autora de Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clase en el capitalismo, Ediciones Las Armas de la Crítica, Bs. As., 2004 y de Luchadoras. Historias de mujeres que hicieron historia (compilación), Ediciones del IPS, Bs. As., 2006. También ha publicado artículos en las compilaciones Nosaltres les dones. Discursos i pràctiques feministas, de A. Mora, CEPC, Barcelona, 2005; Building Feminist Movements: Global Perspectives, de L. Alpízar y otras, Zed Books, London, 2006; Los 90: fin de ciclo, de J. Henríquez, Ed. Final Abierto, Bs. As., 2007; Changing their World: Concepts and Practices of Women’s Movement, de S. Bratilawa, AWID, 2008. Integra el Instituto del Pensamiento Socialista “Karl Marx” de Buenos Aires, es dirigente del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS) e impulsora de la agrupación de mujeres Pan y Rosas, con presencia en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile y México.





[1] Carolina Muzilli nació en Buenos Aires en 1889. Se afilió al Partido Socialista a los 18 años, desde donde ejerció una militancia activa en el movimiento obrero, especialmente promoviendo la organización de las mujeres trabajadoras y publicando artículos sobre la situación que se vivía en fábricas y talleres, al tiempo que ella misma se desempeñaba como costurera a destajo. Fundó y dirigió el periódico Tribuna Feminista. Murió en 1917, con apenas 28 años, víctima de tuberculosis.
[2] Finalmente, terminaría traicionando abiertamente sus ideales y a la clase que representaba, cuando sus diputados votaron los créditos de guerra en el parlamento alemán. Una guerra que se mostraría como una verdadera carnicería mundial, donde los obreros se matarían unos a otros en las trincheras, en defensa de los intereses de sus propias clases dominantes nacionales. Contra esta grave traición de los máximos dirigentes de la Segunda Internacional, se levantaron las voces de Rosa Luxemburgo, Lenin y León Trotsky entre otros, lo que condujo a la escisión y fundación de los Partidos Comunistas como también de la Tercera Internacional.
[3] Sobre la política del Estado argentino y de los movimientos sociales y de mujeres sobre el derecho al aborto, “Sexo, mentiras y… silencio. Derecho al aborto, derechos sexuales y reproductivos en Argentina”, de Andrea D’Atri, revista Lucha de Clases N˚ 5, Bs. As., 2005.
[4] María Abella (1863 – 1926) Nació en Uruguay, donde se desempeñó como maestra y fundó el Club de Señoras. Luego, radicada en Argentina, dirige Nosotras. Revista feminista literaria y social, que se presentaba con el lema “Ayudémonos las unas a las otras: la unión hace la fuerza”. En 1903 fundó la Asociación de Maestros de la Provincia de Buenos Aires. En 1906 interviene en el Congreso Internacional del Libre Pensamiento, con su “Programa mínimo de reivindicaciones femeninas”. En 1909 crea la Liga Feminista Nacional que publica el periódico La Nueva Mujer, que exige la protección del Estado a la maternidad, el divorcio absoluto y la protección a la niñez, entre otras demandas.
[5] Julieta Lanteri (1873 – 1932). Médica librepensadora y feminista. Nació en Italia, pero sus padres se trasladaron a Argentina siendo ella aún pequeña. Se recibió de farmacéutica en 1898 y en 1907 es la sexta mujer, en el país, que obtiene el título de doctora en medicina. Con Cecilia Grierson funda la Asociación de Universitarias Argentinas. En 1910, no le permiten ejercer su cátedra en la universidad por ser extranjera, con lo cual inicia un trámite que la convierte en la primera mujer en obtener la ciudadanía argentina. Desde ese momento se plantea el objetivo de alcanzar todos los derechos civiles, empezando por el voto, imponiendo su empadronamiento y logrando votar en las elecciones municipales. En 1912 crea la Liga pro Derechos de la Mujer y del Niño. En 1919 se presenta como candidata a diputada nacional con el lema “en el Parlamento, una banca me espera, llevadme a ella”, obteniendo 1.730 votos. Cuando las autoridades alegan que necesita libreta de enrolamiento para empadronarse, se inscribe en el servicio militar y ante la negativa recurre a la justicia. El caso llega hasta la Corte Suprema de Justicia que falla en contra de su pedido de que se incorpore a las mujeres a los derechos ciudadanos. Se presenta, de todos modos, a las elecciones en representación de un Partido Feminista Nacional. Muere como consecuencia de un accidente automovilístico que aún permanece bajo un manto de sospechas, aunque la justicia dictaminara que no hubo intención.
[6] Sara Justo (1870 - 1941) Odontóloga socialista. Colaboró con Alicia Moreau en el Comité Pro Sufragio Femenino y fue una de las principales activistas de la Asociación de Universitarias Argentinas.
[7] Elvira Rawson (1864 – 1954). Fue la segunda mujer que se recibió de médica en Argentina. Afiliada a la Unión Cívica Radical, Para luchar por el sufragio femenino, se unió a Alicia Moreau de Justo que presidía la Unión Feminista Nacional con quien organizó una votación “paralela” de mujeres, entre otras actividades de propaganda.
[8] Alicia Moreau (1885 – 1986). Médica, educadora y periodista socialista. De 1908 a 1919 dirigió la revista socialista Humanidad Nueva. En 1907 intervino en el Primer Congreso Feminista Pro Sufragio Universal, junto a otras integrantes del Centro Femenino Socialista. En 1918 fundó la Unión Feminista Nacional, destacándose en la lucha por el derecho al voto. En 1919 participó en el Congreso Internacional de Obreras realizado en Washington (EE.UU.). Fue miembro de la Comisión Femenina de Acción Argentina, donde confluían socialistas, radicales alvearistas y liberales que pugnaban para que Argentina abandonara la política de neutralidad frente a la Segunda Guerra Mundial. En 1947 viaja a París para asistir a la Conferencia Internacional de Mujeres por la Paz. Desde 1955, asumió la dirección del periódico socialista La Vanguardia, desde donde apoyó la Revolución Cubana de 1959. Tras la muerte de Alfredo Palacios fue designada Secretaria General de la fracción Casa del Pueblo del Partido Socialista Argentino. En 1975, integra el grupo de fundadores de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos.
[9] Juana María Beggino. Obrera sombrerera y escritora socialista. En 1898 funda en San Nicolás de los Arroyos, el Centro Cosmopolita Obrero que se divide, poco tiempo después, entre un sector socialista y otro anarquista. En 1919 integra el comité ejecutivo nacional del Partido Socialista.
[10] Gabriela de Lapèrriere (1866 – 1907). Maestra, periodista y escritora socialista, que luego adhirió a la corriente sindicalista, enérgica defensora de los derechos de la mujer y del niño. Fue la introductora de las ideas del sindicalismo revolucionario en el país, oponiéndose desde 1903 a la acción político parlamentaria y fue partidaria de la huelga general revolucionaria propiciada por sindicatos independientes. A causa de sus diferencias, en 1905 renunció al comité ejecutivo del partido socialista y, finalmente, se alejó junto con la escisión de la corriente sindicalista en 1906, que ya publicaba su propio órgano.
[11] Citado por Héctor Recalde en Mujer, condiciones de vida, de trabajo y salud, tomo 2, CEAL, Bs. As., 1988.
[12] Citado en J. Heinen y otras: De la Iº a la IIº internacional: la cuestión de la mujer, Fontamara, Barcelona, 1978.
[13] Citado en Badia, G.: Clara Zetkin: vida e obra, Expressao Popular, Sao Paulo, 2003.
[14] Belfort Bax, E.: The Fraud of Feminism, citado por Mary Alice Waters en Marxismo y Feminismo, Editorial Fontamara, México, 1989.
[15] “Feminismo y Socialismo”, revista Nosotras, año 2, N˚ 47, noviembre de 1903.
[16] Cecilia Grierson
[17] Raquel Messina. Educadora y escritora socialista, pionera en la lucha por los derechos de la mujer. En 1903 busca apoyos para el proyecto de ley de divorcio presentado por el diputado socialista Carlos Olivera. Es autora de numerosos artículos sobre los derechos de la mujer en el periódico socialista La Vanguardia.
[18] Carta al Dr. Marco Avellaneda, presidente de la Comisión del Centenario, por parte del Congreso Patriótico de Señoras. Citado por Bárbara Reiter en Historia de una militancia de izquierda, CCC, Cuaderno de Trabajo N˚ 49, Bs. As., 2004.
[19] D’Atri, A.: “Nuevas encrucijadas para el feminismo del siglo XXI” en Los ’90: fin de ciclo. El retorno de la contradicción de José Henríquez (compilador), Final Abierto, Bs. As., 2007.
[20] Calvera, Leonor: Mujeres y feminismo en la Argentina, GEL, Bs. As., 1990.
[21] ATEM: “Feminismo socialista en los setenta”, en revista Brujas Año 25 - N° 32, Bs. As., octubre 2006.
[22] Moreno, Nahuel: Actualización del Programa de Transición, Antídoto, Bs. As., 1979.
[23] Hernault, M., Morton, P. y Larguía, I.: Las mujeres dicen basta, Ed. Nueva Mujer, Bs. As., s/f.
[24] Avanzada Socialista N° 147, 24 de mayo de 1975
[25] ATEM: “Feminismo socialista en los setenta”, en revista Brujas Año 25 - N° 32, Bs. As., octubre 2006.
[26] “La revista TODAS”, entrevista a Marta Ferro y Elsa Campos, en revista Brujas Año 25 - N° 32, Bs. As., octubre 2006.
[27] Federación Juvenil Comunista, la juventud del Partido Comunista Argentino.
[28] “Mujeres socialistas en UFA: otra mirada”, entrevista a Sara Torres, en revista Brujas Año 25 - N° 32, Bs. As., octubre 2006
[29] ATEM: “Feminismo socialista en los setenta”, en revista Brujas Año 25 - N° 32, Bs. As., octubre 2006.
[30] “Mujeres socialistas en UFA”, entrevista a Ladis Alanis, en revista Brujas Año 25 - N° 32, Bs. As., octubre 2006
[31] “Los setenta”, en Travesías N° 5, revista del CECyM, Bs. As., octubre 1996.
[32] Henault, Mirta: “Nueva Mujer”, en revista Brujas Año 25 - N° 32, Bs. As., octubre 2006.
[33] Dora Coledesky (1928-2009). De joven, fue delegada sindical de una fábrica textil, mientras militaba en las filas del Partido Obrero Revolucionario (POR). Se recibió de abogada y, junto a su compañero Angel Fanjul, también militante del POR, defendían a los trabajadores que enfrentaban a la burocracia sindical en los años ’70. Por su actividad militante, debió exiliarse en Francia, después del golpe militar de 1976. Allí militó, por un tiempo, en la Liga Comunista Revolucionaria (LCR) y conoció al movimiento feminista. En su retorno al país, habiendo abandonado ya la militancia en el movimiento trotskista, funda con otras mujeres feministas, la Comisión por el Derecho al Aborto, luego Coordinadora, que denunció las maniobras del Pacto de Olivos, entre el presidente Carlos Menem y la oposición de la Unión Cívica Radical, frente a la Asamblea Constituyente de 1994 en la que se incorporaron pactos internacionales a la reforma constitucional que plantean la “protección de la vida desde la concepción”.
[34] D’Atri, A.: “Repoliticization of the Women’s Movement and Feminism in Argentina”, en Building Feminist Movements and Organizations, de Alpízar Durán, Payne y Russo (ed.), Zed Books, Londres, 2007.
[35] Pan y Rosas convoca a participar de la Campaña por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Declaración de la agrupación Pan y Rosas de mayo de 2005.
[36] Retomo aquí los conceptos vertidos en la conferencia “El feminismo y la crisis mundial”, México DF, 16 de diciembre de 2009 y en el artículo “Con amplitud, pero también con estrategia. A la búsqueda de un nuevo encuentro entre feminismo y socialismo”, publicado en Revista Venezolana de Estudios de la Mujer Nº 33, CLACSO - Centro de Estudios de la Mujer de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, noviembre 2009.

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Etiquetas: FEMINISTAS CONTRA LA DESIGUALAD, por un socialismo feminista


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