Ivonne Gebara
La revista VEJA me hizo una entrevista que publicó en su edición del 6 de octubre de 1993, con el titulo "El aborto no es pecado". A pesar de haber, libremente, concedido esa entrevista quiero distinguir aquello que ha sido compresión y redacción propia de los periodistas y mi posición personal. La entrevista fue desarrollada, informalmente, en tres momentos diferentes, incluso a través de una llamada telefónica internacional, dado que me encontraba fuera del país. Fue hecha por dos personas profesionales del periodismo, una del Nordeste y una del Sureste del país. Esta entrevista fue después reorganizada por él / ella y publicada antes de la fecha prevista, sin que yo tuviera oportunidad de revisar el texto. Por lo tanto, como cualquier entrevista en estas condiciones, ésta, también, tiene sus limites y distorsiones inevitables. A pesar de ello la entrevista tuvo éxito y suscitó acaloradas discusiones, alguna solidarias y otras solicitando una rectificación pública de mi pensamiento.
Por ello, quiero, en este momento, reafirmar mis posiciones, no para que sean aceptadas sino, sólo, para ser discutidas en los limites de nuestra frágil democracia y libertad de pensamiento.
Desde hace muchos años la cuestión de la legalización del aborto ha sufrido un proceso de mutación impresionante, no sólo en la sociedad en general sino, también, en la iglesia. Tal como los espejos y el movimiento de las piedrecitas de colores del caleidoscopio social y religioso, así, también, se mueven los argumentos y las posiciones alrededor de esta difícil cuestión que suscita una diversidad inmensa de argumentos filosóficos, religiosos, psicológicos, políticos y jurídicos, no siempre con la participación directa de las mujeres.
Hoy día estoy en favor de la descriminalizaci6n y de la legalización del aborto como una forma de disminución de la violencia contra la vida. Soy, también, conciente de los límites inherentes a esta posición y las dificultades legales y otras que son particularmente consecuencia de la precaria situación actual de nuestras instituciones públicas.
La vida en un barrio marginal, el contacto con el sufrimiento de centenares de mujeres, sobre todo pobres que viven torturadas frente a sus problemas personales y de sobrevivencia, me da el respaldo suficiente para algunas afirmaciones que, en conciencia, asumo. Trato la cuestión más bien a partir de las mujeres empobrecidas porque ellas son las mayores víctimas de esta trágica situación.
Independientemente de su legalización o su no-legalización, independientemente de los principios de defensa de la vida independientemente de los principios que rigen las religiones, el aborto ha sido practicado. Por lo tanto es un hecho clandestino, público y notorio. Según cifras difundidas por diversas instituciones de salud de Brasil, se calcula anualmente los abortos clandestinos con un 10% de mortalidad materna. Tales espantosas cifras son indicativas de una problemática que necesita ser regulada. Es, pues, en primer lugar, deber del Estado garantizar un orden y legislar, constantemente, para que la vida de sus ciudadanos y ciudadanas sea respetada. La legalización no significa la afirmación de "bondad", de "inocencia" ni menos de "defensa incondicional" y hasta liviana del aborto como hecho, sino apenas la posibilidad de humanizar y de dar condiciones de decencia a una práctica que ya está siendo llevada a cabo. La legalización es, apenas, un aspecto coyunturalmente importante de un proceso más amplio de lucha contra una sociedad organizada sobre la base del aborto social de sus hijos y de sus hijas. Una sociedad que no tiene condiciones objetivas para dar empleo, salud, vivienda y escuelas, es una sociedad abortiva. Una sociedad que obliga a las mujeres a escoger entre permanecer en el trabajo o interrumpir un embarazo, es una sociedad abortiva. Una sociedad que continua permitiendo que se hagan test de embarazo antes de admitir a la mujer a un empleo, es abortivo. Una sociedad que silencia la responsabilidad de los varones y sólo culpabiliza a las mujeres, que no respeta sus cuerpos y su historia, es una sociedad excluyente, sexista y abortiva.
La descriminalización y legalización del aborto podrían, en esta lógica, ser consideradas como un comportamiento en la línea de continuidad de la violencia institucional, una especie de respuesta violenta a una situación violenta. Podríamos pensar así si los millones de abortos y muertes de mujeres no existieran de hecho. Como estos son hechos irrefutables, legislarlos de manera lo más respetuosa posible, pasa a ser una forma de disminuir la violencia contra las mujeres y la propia sociedad en su conjunto.
En esta línea de pensamiento, concentrar la "defensa del inocente" sólo en el feto, como afirman algunas personas, es una forma de encubrir la matanza indiscriminada de poblaciones enteras, igualmente inocentes aunque en forma diferente, ya sean victimas de guerra o de procesos económicos, políticos, militares o culturales vigentes en nuestra sociedad. Es también, una vez más, una manera de no denunciar la muerte de miles de mujeres víctimas inocentes de un sistema que aliena sus cuerpos y las castiga sin piedad, culpabilizándolas e impidiéndoles tomar una decisión adecuada a sus condiciones reales. La concentración de la culpa del aborto en la mujer y la criminalización de este hecho, es una forma de encubrir nuestra responsabilidad colectiva y nuestro miedo de asumirla públicamente.
En esta perspectiva, para mí como cristiana, defender la descriminalización y reglamentación del aborto, no significa negar las enseñanzas tradicionales del Evangelio de Jesús y de la Iglesia, sino acogerlas en la paradoja de nuestra historia humana como una forma actual de disminución de la violencia contra la vida.
No siempre los principios cristianos u otros, resisten frente a los imperativos de la vida concreta,
imperativos que nos hacen más maleables, más misericordiosos(as), más comprensivos(as) y convencidos(as) de que la ley es para nosotros los humanos y no nosotros los humanos para la ley; que la ley debe ayudar a nuestra debilidad, especialmente cuando nuestra libertad es aplastada por estructuras injustas que mal permiten la realización de actos libres y plenamente humanos.
Hoy día es necesaria, y urgente la discusión abierta y plural, en busca de un consenso a partir del bien común, la búsqueda ética de caminos de defensa de todas las vidas humanas. Y en este diálogo plural es responsabilidad del Estado, en su inalienable autonomía, llegar a un consenso en vista de un orden justo que garantice, por medio de las leyes la vida de sus ciudadanos y ciudadanas, y ponga límites a una situación caótica provocada por la práctica del aborto clandestino.
Mi posición frente a la descriminalizaci6n y la legalización del aborto como ciudadana cristiana y miembra de una comunidad religiosa es una forma de denunciar el mal, la violencia institucionalizada, el abuso y la hipocresía que nos envuelven, es una puesta por la vida, es pues en defensa de la vida.
Ivone Gebara
Camaragibe, 18 de octubre de 1993
La revista VEJA me hizo una entrevista que publicó en su edición del 6 de octubre de 1993, con el titulo "El aborto no es pecado". A pesar de haber, libremente, concedido esa entrevista quiero distinguir aquello que ha sido compresión y redacción propia de los periodistas y mi posición personal. La entrevista fue desarrollada, informalmente, en tres momentos diferentes, incluso a través de una llamada telefónica internacional, dado que me encontraba fuera del país. Fue hecha por dos personas profesionales del periodismo, una del Nordeste y una del Sureste del país. Esta entrevista fue después reorganizada por él / ella y publicada antes de la fecha prevista, sin que yo tuviera oportunidad de revisar el texto. Por lo tanto, como cualquier entrevista en estas condiciones, ésta, también, tiene sus limites y distorsiones inevitables. A pesar de ello la entrevista tuvo éxito y suscitó acaloradas discusiones, alguna solidarias y otras solicitando una rectificación pública de mi pensamiento.
Por ello, quiero, en este momento, reafirmar mis posiciones, no para que sean aceptadas sino, sólo, para ser discutidas en los limites de nuestra frágil democracia y libertad de pensamiento.
Desde hace muchos años la cuestión de la legalización del aborto ha sufrido un proceso de mutación impresionante, no sólo en la sociedad en general sino, también, en la iglesia. Tal como los espejos y el movimiento de las piedrecitas de colores del caleidoscopio social y religioso, así, también, se mueven los argumentos y las posiciones alrededor de esta difícil cuestión que suscita una diversidad inmensa de argumentos filosóficos, religiosos, psicológicos, políticos y jurídicos, no siempre con la participación directa de las mujeres.
Hoy día estoy en favor de la descriminalizaci6n y de la legalización del aborto como una forma de disminución de la violencia contra la vida. Soy, también, conciente de los límites inherentes a esta posición y las dificultades legales y otras que son particularmente consecuencia de la precaria situación actual de nuestras instituciones públicas.
La vida en un barrio marginal, el contacto con el sufrimiento de centenares de mujeres, sobre todo pobres que viven torturadas frente a sus problemas personales y de sobrevivencia, me da el respaldo suficiente para algunas afirmaciones que, en conciencia, asumo. Trato la cuestión más bien a partir de las mujeres empobrecidas porque ellas son las mayores víctimas de esta trágica situación.
Independientemente de su legalización o su no-legalización, independientemente de los principios de defensa de la vida independientemente de los principios que rigen las religiones, el aborto ha sido practicado. Por lo tanto es un hecho clandestino, público y notorio. Según cifras difundidas por diversas instituciones de salud de Brasil, se calcula anualmente los abortos clandestinos con un 10% de mortalidad materna. Tales espantosas cifras son indicativas de una problemática que necesita ser regulada. Es, pues, en primer lugar, deber del Estado garantizar un orden y legislar, constantemente, para que la vida de sus ciudadanos y ciudadanas sea respetada. La legalización no significa la afirmación de "bondad", de "inocencia" ni menos de "defensa incondicional" y hasta liviana del aborto como hecho, sino apenas la posibilidad de humanizar y de dar condiciones de decencia a una práctica que ya está siendo llevada a cabo. La legalización es, apenas, un aspecto coyunturalmente importante de un proceso más amplio de lucha contra una sociedad organizada sobre la base del aborto social de sus hijos y de sus hijas. Una sociedad que no tiene condiciones objetivas para dar empleo, salud, vivienda y escuelas, es una sociedad abortiva. Una sociedad que obliga a las mujeres a escoger entre permanecer en el trabajo o interrumpir un embarazo, es una sociedad abortiva. Una sociedad que continua permitiendo que se hagan test de embarazo antes de admitir a la mujer a un empleo, es abortivo. Una sociedad que silencia la responsabilidad de los varones y sólo culpabiliza a las mujeres, que no respeta sus cuerpos y su historia, es una sociedad excluyente, sexista y abortiva.
La descriminalización y legalización del aborto podrían, en esta lógica, ser consideradas como un comportamiento en la línea de continuidad de la violencia institucional, una especie de respuesta violenta a una situación violenta. Podríamos pensar así si los millones de abortos y muertes de mujeres no existieran de hecho. Como estos son hechos irrefutables, legislarlos de manera lo más respetuosa posible, pasa a ser una forma de disminuir la violencia contra las mujeres y la propia sociedad en su conjunto.
En esta línea de pensamiento, concentrar la "defensa del inocente" sólo en el feto, como afirman algunas personas, es una forma de encubrir la matanza indiscriminada de poblaciones enteras, igualmente inocentes aunque en forma diferente, ya sean victimas de guerra o de procesos económicos, políticos, militares o culturales vigentes en nuestra sociedad. Es también, una vez más, una manera de no denunciar la muerte de miles de mujeres víctimas inocentes de un sistema que aliena sus cuerpos y las castiga sin piedad, culpabilizándolas e impidiéndoles tomar una decisión adecuada a sus condiciones reales. La concentración de la culpa del aborto en la mujer y la criminalización de este hecho, es una forma de encubrir nuestra responsabilidad colectiva y nuestro miedo de asumirla públicamente.
En esta perspectiva, para mí como cristiana, defender la descriminalización y reglamentación del aborto, no significa negar las enseñanzas tradicionales del Evangelio de Jesús y de la Iglesia, sino acogerlas en la paradoja de nuestra historia humana como una forma actual de disminución de la violencia contra la vida.
No siempre los principios cristianos u otros, resisten frente a los imperativos de la vida concreta,
imperativos que nos hacen más maleables, más misericordiosos(as), más comprensivos(as) y convencidos(as) de que la ley es para nosotros los humanos y no nosotros los humanos para la ley; que la ley debe ayudar a nuestra debilidad, especialmente cuando nuestra libertad es aplastada por estructuras injustas que mal permiten la realización de actos libres y plenamente humanos.
Hoy día es necesaria, y urgente la discusión abierta y plural, en busca de un consenso a partir del bien común, la búsqueda ética de caminos de defensa de todas las vidas humanas. Y en este diálogo plural es responsabilidad del Estado, en su inalienable autonomía, llegar a un consenso en vista de un orden justo que garantice, por medio de las leyes la vida de sus ciudadanos y ciudadanas, y ponga límites a una situación caótica provocada por la práctica del aborto clandestino.
Mi posición frente a la descriminalizaci6n y la legalización del aborto como ciudadana cristiana y miembra de una comunidad religiosa es una forma de denunciar el mal, la violencia institucionalizada, el abuso y la hipocresía que nos envuelven, es una puesta por la vida, es pues en defensa de la vida.
Ivone Gebara
Camaragibe, 18 de octubre de 1993
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