Luis Britto García
No lugar. En Ninguna parte se anuncia la construcción de centros para que los Nadies Nunca hagan Nada por Ninguno.
El cartero llama dos veces. Es extraño este cartero que lee todas las cartas que envío o recibo. Valiéndose de las direcciones de remitentes y destinatarios escudriña también las de aquellos a quienes escribo o que me escriben. El cartero revisa todos mis archivos enterándose de lo que redacto y redactaré, de las fotos que tomo y las imágenes que dibujo, para chismeárselas a las agencias de seguridad. El cartero decide cuáles comunicaciones entrega y cuáles no. La correspondencia que más me llega es de mensajes no solicitados que ordenan que el cartero revise todos mis papeles y les comunique el contenido. Es arriesgado enviar con el cartero cualquier texto o imagen, porque pretende tener la propiedad intelectual sobre ellos y el derecho a divulgarlas y comercializarlas por el mero hecho de transportarlas. Cada vez que busco alguna misiva que me interesa encuentro una invitación grosera a abrir un video porno. Comunica mi dirección el cartero a cuanta empresa o institución quiere llenarme el buzón con propaganda no solicitada hasta que se atasca o revienta bajo el peso de misivas que ocultan o bloquean los mensajes verdaderos. El cartero de cuando en cuando me entrega mensajes tóxicos que destruyen toda mi correspondencia y mi biblioteca. A veces deja espías instalados en mi escritorio. Cuando le da la gana me incomunica. El cartero sabe más de mí que yo mismo. Extraño los mensajeros de antes, que entregaban cartas con estampillas coleccionables y sobres inviolables salvo por orden judicial. Desde que se informatizó, no tengo cartero sino dueño.
Alto octanaje. Así comenzó el reino de los automóviles. Nuestros sirvientes los hombres se alimentaban de vegetales o de animales que comían vegetales. Entonces dedicaron todos los vegetales para fabricar nuestro combustible. En el proceso murieron todos de hambre. Entretanto habíamos aprendido a cultivar, y por eso las mañanas nos agolpamos en las calles de las ciudades desiertas, derrochando combustible en enormes congestiones que no llevan a ninguna parte y cuyo sentido ninguno de nosotros comprende.
Incomunicables. Un misterio el de los contertulios que conversan con uno con el celular prendido y los ojos perdidos en el techo y cuando hablan no se sabe si es con nosotros y cuando escuchan no se adivina a quién. Cuando intentamos contestarles nos dejan con la palabra en la boca, ponen ojos en blanco y contestan alguna pregunta que les ha llegado no se sabe de dónde; jamás se conocerá si la respuesta que formulan nos la plantean a nosotros o a algún escucha desconocido. Al fin se ha descubierto que no hablan con nadie, fingen oír lo que no les llega por el auricular para ignorar a quienes tienen enfrente, simulan contestar preguntas que no se le han formulado desde lejos para mejor desentenderse de las que los interlocutores les plantean en persona. Como hay más celulares que gente al final se descubre que sus dueños no comunican con nadie, que sus aparatos sólo son excusa para no escuchar ni contestar, que la humanidad ha formulado un nuevo voto de silencio masivo que permite que todos se aíslen de todos para siempre con el pretexto de estar conversando con inexistentes ausentes.
Pesadilla con los automóviles. La cultura del automóvil invade todo al extremo de que las sillas son automovilísticas y las casas enchapadas de cromo. Siempre estamos como yéndonos o viendo pasar el tiempo como si fuera un paisaje, pisando a fondo el acelerador.
Electro magnéticos. Me ocurre mientras viajo en autobús. Creo que el malestar se debe a los altoparlantes desajustados que difunden una mortífera cumbia. No: empiezo a escuchar simultáneamente todas las frecuencias moduladas y sin modular de las millares de radiodifusoras que difunden por el espacio eléctrico sus pulsos electromagnéticos. Me hieren las vísceras todas las ondas de alta frecuencia de los miles de televisoras y las señales de los satélites con sus centenares y centenares de canales por suscripción. Vibran mis sentidos como cuerdas de arpa pulsadas por millones de mensajes de celulares donde peroran simultáneamente todas las bocas emisoras del chisme. Me sacuden el sistema nervioso los relámpagos de todos los correos de internet y todos los módems y los routers y los wifies y los virus informáticos de las redes sociales y de las plataformas punto cero y punto infinito y los espectros de todos los radares y las dinámicas de todas las estáticas que me hacen por primera vez en la vida ver todos los sonidos, palpar todos los códigos, escuchar todas las imágenes posibles e imposibles. Soy el pez que siente el agua que lo inunda. Soy la primera víctima pero no la final. Pronto dejarán todos de ser sordos y ciegos ante el océano de pulsos electromagnéticos que nos ahoga y traspasa y estremece. Estallo. Con el estallido vienen el ciclón, la erupción, el diluvio de pulsos electromagnéticos, de cuyo horror sólo tendrás idea cuando también tú revientes.
Quién le pone el cascabel. El pueblo de los ratones se reúne y debate sobre sus desgracias. Somos millones, somos soberanos, hacemos las leyes y no tenemos por qué aguantar que cuatro gatos especulen con el queso que producimos y nos maten de hambre. Nos ganamos peleando la independencia de nuestras madrigueras, no hay razón para que soportemos la invasión de las para-ratas que se cuelan por las fronteras. No nos metemos con nadie, no debemos aguantar que comadrejas de las vecindades planeen exterminarnos. Tenemos las mayores reservas de queso del mundo y quien elija ser enemigo nuestro morirá por falta de queso. Controlemos los precios y sancionemos a los especuladores. Tratemos a los enemigos como enemigos y a los delincuentes como delincuentes y nos apoyarán los amigos honrados. Sí, pero quién le pone el cascabel al gato, pregunta una voz tímida. Treinta millones de cascabeles se disparan certeramente y sepultan para siempre al gato.
El cartero llama dos veces. Es extraño este cartero que lee todas las cartas que envío o recibo. Valiéndose de las direcciones de remitentes y destinatarios escudriña también las de aquellos a quienes escribo o que me escriben. El cartero revisa todos mis archivos enterándose de lo que redacto y redactaré, de las fotos que tomo y las imágenes que dibujo, para chismeárselas a las agencias de seguridad. El cartero decide cuáles comunicaciones entrega y cuáles no. La correspondencia que más me llega es de mensajes no solicitados que ordenan que el cartero revise todos mis papeles y les comunique el contenido. Es arriesgado enviar con el cartero cualquier texto o imagen, porque pretende tener la propiedad intelectual sobre ellos y el derecho a divulgarlas y comercializarlas por el mero hecho de transportarlas. Cada vez que busco alguna misiva que me interesa encuentro una invitación grosera a abrir un video porno. Comunica mi dirección el cartero a cuanta empresa o institución quiere llenarme el buzón con propaganda no solicitada hasta que se atasca o revienta bajo el peso de misivas que ocultan o bloquean los mensajes verdaderos. El cartero de cuando en cuando me entrega mensajes tóxicos que destruyen toda mi correspondencia y mi biblioteca. A veces deja espías instalados en mi escritorio. Cuando le da la gana me incomunica. El cartero sabe más de mí que yo mismo. Extraño los mensajeros de antes, que entregaban cartas con estampillas coleccionables y sobres inviolables salvo por orden judicial. Desde que se informatizó, no tengo cartero sino dueño.
Alto octanaje. Así comenzó el reino de los automóviles. Nuestros sirvientes los hombres se alimentaban de vegetales o de animales que comían vegetales. Entonces dedicaron todos los vegetales para fabricar nuestro combustible. En el proceso murieron todos de hambre. Entretanto habíamos aprendido a cultivar, y por eso las mañanas nos agolpamos en las calles de las ciudades desiertas, derrochando combustible en enormes congestiones que no llevan a ninguna parte y cuyo sentido ninguno de nosotros comprende.
Incomunicables. Un misterio el de los contertulios que conversan con uno con el celular prendido y los ojos perdidos en el techo y cuando hablan no se sabe si es con nosotros y cuando escuchan no se adivina a quién. Cuando intentamos contestarles nos dejan con la palabra en la boca, ponen ojos en blanco y contestan alguna pregunta que les ha llegado no se sabe de dónde; jamás se conocerá si la respuesta que formulan nos la plantean a nosotros o a algún escucha desconocido. Al fin se ha descubierto que no hablan con nadie, fingen oír lo que no les llega por el auricular para ignorar a quienes tienen enfrente, simulan contestar preguntas que no se le han formulado desde lejos para mejor desentenderse de las que los interlocutores les plantean en persona. Como hay más celulares que gente al final se descubre que sus dueños no comunican con nadie, que sus aparatos sólo son excusa para no escuchar ni contestar, que la humanidad ha formulado un nuevo voto de silencio masivo que permite que todos se aíslen de todos para siempre con el pretexto de estar conversando con inexistentes ausentes.
Pesadilla con los automóviles. La cultura del automóvil invade todo al extremo de que las sillas son automovilísticas y las casas enchapadas de cromo. Siempre estamos como yéndonos o viendo pasar el tiempo como si fuera un paisaje, pisando a fondo el acelerador.
Electro magnéticos. Me ocurre mientras viajo en autobús. Creo que el malestar se debe a los altoparlantes desajustados que difunden una mortífera cumbia. No: empiezo a escuchar simultáneamente todas las frecuencias moduladas y sin modular de las millares de radiodifusoras que difunden por el espacio eléctrico sus pulsos electromagnéticos. Me hieren las vísceras todas las ondas de alta frecuencia de los miles de televisoras y las señales de los satélites con sus centenares y centenares de canales por suscripción. Vibran mis sentidos como cuerdas de arpa pulsadas por millones de mensajes de celulares donde peroran simultáneamente todas las bocas emisoras del chisme. Me sacuden el sistema nervioso los relámpagos de todos los correos de internet y todos los módems y los routers y los wifies y los virus informáticos de las redes sociales y de las plataformas punto cero y punto infinito y los espectros de todos los radares y las dinámicas de todas las estáticas que me hacen por primera vez en la vida ver todos los sonidos, palpar todos los códigos, escuchar todas las imágenes posibles e imposibles. Soy el pez que siente el agua que lo inunda. Soy la primera víctima pero no la final. Pronto dejarán todos de ser sordos y ciegos ante el océano de pulsos electromagnéticos que nos ahoga y traspasa y estremece. Estallo. Con el estallido vienen el ciclón, la erupción, el diluvio de pulsos electromagnéticos, de cuyo horror sólo tendrás idea cuando también tú revientes.
Quién le pone el cascabel. El pueblo de los ratones se reúne y debate sobre sus desgracias. Somos millones, somos soberanos, hacemos las leyes y no tenemos por qué aguantar que cuatro gatos especulen con el queso que producimos y nos maten de hambre. Nos ganamos peleando la independencia de nuestras madrigueras, no hay razón para que soportemos la invasión de las para-ratas que se cuelan por las fronteras. No nos metemos con nadie, no debemos aguantar que comadrejas de las vecindades planeen exterminarnos. Tenemos las mayores reservas de queso del mundo y quien elija ser enemigo nuestro morirá por falta de queso. Controlemos los precios y sancionemos a los especuladores. Tratemos a los enemigos como enemigos y a los delincuentes como delincuentes y nos apoyarán los amigos honrados. Sí, pero quién le pone el cascabel al gato, pregunta una voz tímida. Treinta millones de cascabeles se disparan certeramente y sepultan para siempre al gato.
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