En la calle Jalisco de Las Mercedes, frente al colegio Mater Salvatoris, detrás de las alcantarillas arrancadas y atravesadas como escudos en medio de la vía, detrás de un hombre que siembra la calle con alambres de púas, allí de pie, en agotador estado de alerta, mirando hacia la nada, está una mujer de treinta y tantos años, sola, autositiada.
En la Miguelángel de Bello Monte, un muro de sacos de arena cierra el paso. La calle llena de escombros de una batalla sin bando contrario. Hollín, vidrios rotos, fachadas vandalizadas y un árbol que ya no dará sombra tirado en medio, porque están en guerra, y en las guerras las calles lucen así de destrozadas, y como no viene el enemigo a destrozarlas, las destrozan ellos mismos, y se encierran en su desastre de cuatro cuadras, con olor a caucho quemado, a caos irreversible, su ombliguismo diciéndoles que el país está en guerra, porque ellos son todo el país.
Más allá, en Altamira, los encapuchados cobran peaje a quienes pasen por ahí. Aunque paguen, son obligados a donar sus teléfonos son pena de terminar con el carro y la cara destrozada. Los vecinos no saben cómo quejarse sin que se mal interprete su queja y terminen pareciendo chavistas, cosa peligrosísima en las zonas autositiadas.
En otras ciudades, algunas urbanizaciones de clase media (nunca en el Country Club) también juegan a la guerra, encerrándose, tragando el humo de su basura quemada y sacándose fotos para que el mundo sepa que #SOSVenezuela.
Más allá de la barricada la cotidianidad fluye sorteando trancas, cada vez con más escombros y menos gente. Hace unos días, sin son ni ton, los colegios privados volvieron a ver sus aulas llenas de esos niños cuyos padres juraron que no volverían a clase “hasta que hubiera libertad”. Y así, más allá de las pocas y lejanas barricadas, quienes oootra vez creyeron a sus dirigentes el vano y repetido juramento de que esta vez sí iban a tumbar al gobierno; los se sumaron a la causa con su cacerola y su gorra siete estrellas; sesenta días más tarde, sin avances, cansados, frustrados, menean un café convencidos de que “aquí no pasa nada”, pero, como la esperanza es lo último que se pierde, se aferran al autoengaño de la foto de la barricada de Las Mercedes que les llegó por Whatsapp: “Aquí no, pero Caracas está que arde”.
@Tongorocho
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