A nadie se le ocurriría enjuiciar y sancionar con todo el peso de la ley a un niño que cometa un disparate
ÚN.- Muchacho no es gente, dice un proverbio oriental. A nadie se le
ocurriría enjuiciar y sancionar con todo el peso de la ley a un niño
que cometa un disparate. Para eso, inventaron los juristas la
inimputabilidad por razón de la edad. Por debajo de cierto límite se
juzga que el raciocinio, el juicio moral y la cordura misma son todavía
imperfectas, y en vez de castigar, se corrige.
2Lo mismo que acontece con la primera infancia debería ser aplicable a la segunda. Así como hay primera adolescencia, también hay segunda pubertad, con similares ridiculeces, presunciones y falsas expectativas. Luego viene la segunda niñez, con todas sus puerilidades, con la diferencia de que dan lástima en lugar de causar gracia. Cordura, raciocinio y juicio moral van cayendo al mismo ritmo que dientes, cabellos y libido. Conscientes de ese desastre, los sabios legisladores han inventado la figura de la inimputabilidad por razón de la edad, en virtud de la cual el Aníbal Lecter venezolano pasó sus últimos agradables años en su mansión en lugar de temperar en El Rodeo por el desliz de violar menores anestesiadas y luego ultimarlas.
3Si tales consideraciones se aplican con delincuentes comunes, también un manto de piedad debería extenderse a los valetudinarios que, al mismo tiempo que dientes, pierden vergüenza, conciencia e ideología. Dejemos de escandalizarnos ante el fiero comecandela que a raíz del primer ataque de reuma nos regaña porque no adoramos al Fondo Monetario Internacional. No nos inmutemos ante el irreductible ultra que en cuanto le dan un ministerio lo usa para quitarles sus prestaciones sociales a los trabajadores. Menos debe asombrarnos el inflexible que de repente cambia de sexo o de ideología y además se disgusta porque los demás no cambiamos con él. Tampoco el camarada que trueca Patria o Muerte por Quince y Último. Así como ningún juez mandaría a presidio a un carcamal por robarse una bacinilla o salir a la calle sin pantalones, nadie en su sano juicio los condenaría por refocilarse en su chochera en lugar de sentir vergüenza por ella. Recordemos sus años felices, cuando crearon obras importantes de las cuales después abjuraron, o militaron por una utopía que después aborrecieron. La esterilidad es su castigo. Los conversos pasan, la utopía permanece.
4Este artículo alborotará a quienes hayan logrado el milagro de cumplir 20 años ya convertidos en ancianos. En vano pedirán que se me fusile: ya he alcanzado la edad de la inimputabilidad. Solo escapa de la degradación por el camino de la dicha el viejo verde, que -sin que lo intimiden sensatez ni sentido del ridículo- continúa haciendo lo mismo que hacía de muchacho.
2Lo mismo que acontece con la primera infancia debería ser aplicable a la segunda. Así como hay primera adolescencia, también hay segunda pubertad, con similares ridiculeces, presunciones y falsas expectativas. Luego viene la segunda niñez, con todas sus puerilidades, con la diferencia de que dan lástima en lugar de causar gracia. Cordura, raciocinio y juicio moral van cayendo al mismo ritmo que dientes, cabellos y libido. Conscientes de ese desastre, los sabios legisladores han inventado la figura de la inimputabilidad por razón de la edad, en virtud de la cual el Aníbal Lecter venezolano pasó sus últimos agradables años en su mansión en lugar de temperar en El Rodeo por el desliz de violar menores anestesiadas y luego ultimarlas.
3Si tales consideraciones se aplican con delincuentes comunes, también un manto de piedad debería extenderse a los valetudinarios que, al mismo tiempo que dientes, pierden vergüenza, conciencia e ideología. Dejemos de escandalizarnos ante el fiero comecandela que a raíz del primer ataque de reuma nos regaña porque no adoramos al Fondo Monetario Internacional. No nos inmutemos ante el irreductible ultra que en cuanto le dan un ministerio lo usa para quitarles sus prestaciones sociales a los trabajadores. Menos debe asombrarnos el inflexible que de repente cambia de sexo o de ideología y además se disgusta porque los demás no cambiamos con él. Tampoco el camarada que trueca Patria o Muerte por Quince y Último. Así como ningún juez mandaría a presidio a un carcamal por robarse una bacinilla o salir a la calle sin pantalones, nadie en su sano juicio los condenaría por refocilarse en su chochera en lugar de sentir vergüenza por ella. Recordemos sus años felices, cuando crearon obras importantes de las cuales después abjuraron, o militaron por una utopía que después aborrecieron. La esterilidad es su castigo. Los conversos pasan, la utopía permanece.
4Este artículo alborotará a quienes hayan logrado el milagro de cumplir 20 años ya convertidos en ancianos. En vano pedirán que se me fusile: ya he alcanzado la edad de la inimputabilidad. Solo escapa de la degradación por el camino de la dicha el viejo verde, que -sin que lo intimiden sensatez ni sentido del ridículo- continúa haciendo lo mismo que hacía de muchacho.
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