EL QUINTO PATIO
CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
He visto muchas veces el gesto de
desprecio ante un menor pobre, mal vestido, sucio y hambriento. No es un
gesto de desprecio hacia quienes de una u otra forma lo han condenado a
una vida de miseria, sino hacia la víctima: ese niño o niña cuyo
destino está en manos de adultos cuyo poder de decidir, de acuerdo con
sus propios intereses y visión de las cosas, marcará el rumbo de su
existencia.
En una avenida cualquiera, cuando el
semáforo marca el alto, se acercan, botellita de plástico en ristre, a
lavarle el parabrisas del auto por lo que usted quiera darle. Quizá
usted le siga el juego por una moneda de a veinticinco, pero por lo
general lo que esos menores reciben es un gesto de rechazo y una mirada
severa que se puede traducir como: “cuidado y me tocás el carro”, antes
de reemprender la marcha con las ventanillas herméticamente cerradas por
el temor a ser víctimas de un asalto.
En el semáforo siguiente, otros más
audaces realizan modestos espectáculos de acrobacia con la esperanza de
recibir algo de dinero. Son niñas y niños de edades que oscilan entre 4 y
9 años, cuyo magro estado físico apenas les permite ejecutar unas
tímidas piruetas. Se sabe de la existencia de redes de explotación que
utilizan a decenas de niños y niñas para mendigar durante largas y
extenuantes jornadas, razón por la cual muchos les dan la espalda,
convencidos de actuar correctamente para no alimentar esa forma de
explotación.
Sin embargo, la realidad de la niñez en
situación de calle rebasa esos marcos. La profundización de la pobreza
en grandes sectores de la población, sumado a la falta de atención en
salud reproductiva, la ausencia de políticas de población, el estigma
religioso contra los anticonceptivos y los obstáculos para ofrecer
educación de calidad han condenado a las familias a un régimen de
sobrevivencia tan extremo, que en él no cabe el lujo de ofrecer un mejor
pasar a sus propios hijos.
Esa niñez abandonada a su suerte no
parece tener espacio en las prioridades del Gobierno como tampoco en las
de una comunidad humana más centrada en mantener su estatus que en
ocuparse de problemas ajenos. El caso es que esa niñez arrojada a las
calles no es un tema ajeno, sino uno concerniente a toda la ciudadanía.
¿Cómo se podrá avanzar en el combate a la violencia con un contingente
tan numeroso de candidatos a integrar pandillas? Porque en ellas reside
una de las escasas salidas de estos niños a la situación de extrema
necesidad en la cual transcurre su vida.
Desde una perspectiva tan estrecha como
deshumanizante, la sociedad suele observar a la niñez en situación de
calle como un problema ajeno en cuya solución no tiene responsabilidad
alguna. A pesar de existir oenegés y algunas instituciones del Estado
cuya labor para paliar la situación de estos menores resulta
insuficiente ante la abrumadora realidad, cada día son más los niños
desprotegidos, enfrentados a perder la vida entre drogas, violencia
callejera y presiones de las organizaciones criminales para obligarlos a
engrosar sus filas.
Estos son los niños “de segunda”: nacidos
en circunstancias de miseria, víctimas de numerosas formas de violencia
dentro y fuera de su hogar, sin capacidad para encauzar su vida por una
ruta de progreso y mucho menos para desarrollar su potencial físico,
intelectual y humano. Ellos representan la gran deuda de la sociedad.
Una deuda que pesa como un inmenso lastre contra cualquier esfuerzo por
alcanzar el desarrollo y salir de la espiral de retraso en que se
encuentra el país.
No hay comentarios:
Publicar un comentario