Maryclen Stelling
A las críticas condiciones económicas que se viven actualmente en el
país, a la polarización intencionalmente agravada por los grupos
políticos antagonistas, al manejo complaciente de "la verdad", a la
inseguridad y violencia que nos recluye en ámbitos privados, se añade la
guerra de símbolos perversamente al servicio de espacios y cuotas de
poder.
En el juego político del poder, el manejo del sistema simbólico desempeña papel importantísimo. Suerte de práctica social que edifica y demuele realidades, construye y destruye discursos, estigmatiza y elimina al adversario. Lo simbólico se traduce en estrategias confrontacionales destructivas que delimitan territorios y espacios de poder, descartan y niegan sectores sociales.
La guerra de símbolos no sólo moviliza, provoca violencia, enfrentamientos y guerras, sino que trabaja fuertemente en el terreno psicológico. Cuando tal condición perdura y se consolida en el tiempo, conduce ineludiblemente a la normalización de esta retorcida convivencia política, social y subjetiva.
La guerra que se libra en el plano psicológico, acude a dos mecanismos básicos: la sobreabundancia de información y el bombardeo de imágenes y sonidos. El primero apela a la inhibición del pensamiento crítico-reflexivo y, el segundo, apunta a los temores y deseos.
Aunado a las condiciones reales de subsistencia, medios tradicionales y redes sociales, expresión del espectro político, nos trasladan virtualmente a escenarios de guerra, conformando una base de certeza, en la que todo cuanto hemos leído, oído y visto se constituye en una verdad indubitable.
Asistimos a una explosión incontenible de formas discursivas paralelas, correspondientes a los dos grupos políticos en pugna, que coinciden en tiempo, medios y formas de comunicar. Dos narrativas polarizadas y antagónicas, dos discursos transmediáticos productores de sentido y experiencias simbólicas para cada bando político circulan a través de diferentes medios y plataformas.
La ciudadanía, aparentemente sin derecho a pataleo, está sometida a diferentes manejos bélicos: guerra política, económica, transmediática, simbólica y además la psicológica, de carácter sutil e imperceptible.
Ante ello, se hace necesario construir un nuevo discurso, una nueva narrativa, un nuevo sentido.
En el juego político del poder, el manejo del sistema simbólico desempeña papel importantísimo. Suerte de práctica social que edifica y demuele realidades, construye y destruye discursos, estigmatiza y elimina al adversario. Lo simbólico se traduce en estrategias confrontacionales destructivas que delimitan territorios y espacios de poder, descartan y niegan sectores sociales.
La guerra de símbolos no sólo moviliza, provoca violencia, enfrentamientos y guerras, sino que trabaja fuertemente en el terreno psicológico. Cuando tal condición perdura y se consolida en el tiempo, conduce ineludiblemente a la normalización de esta retorcida convivencia política, social y subjetiva.
La guerra que se libra en el plano psicológico, acude a dos mecanismos básicos: la sobreabundancia de información y el bombardeo de imágenes y sonidos. El primero apela a la inhibición del pensamiento crítico-reflexivo y, el segundo, apunta a los temores y deseos.
Aunado a las condiciones reales de subsistencia, medios tradicionales y redes sociales, expresión del espectro político, nos trasladan virtualmente a escenarios de guerra, conformando una base de certeza, en la que todo cuanto hemos leído, oído y visto se constituye en una verdad indubitable.
Asistimos a una explosión incontenible de formas discursivas paralelas, correspondientes a los dos grupos políticos en pugna, que coinciden en tiempo, medios y formas de comunicar. Dos narrativas polarizadas y antagónicas, dos discursos transmediáticos productores de sentido y experiencias simbólicas para cada bando político circulan a través de diferentes medios y plataformas.
La ciudadanía, aparentemente sin derecho a pataleo, está sometida a diferentes manejos bélicos: guerra política, económica, transmediática, simbólica y además la psicológica, de carácter sutil e imperceptible.
Ante ello, se hace necesario construir un nuevo discurso, una nueva narrativa, un nuevo sentido.
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