jueves, 24 de julio de 2014

Sobreviví.

Llegué a la estación de Charallave Norte casi al mediodía para tomar el tren hacia Caracas. Me asusté al entrar a los andenes. Calculo que habrían allí casi mil personas. Algunas llevaban bultos grandísimos. Una señora escondía a un perrito dentro de su bolso. Mucha gente en silla de ruedas que ameritaba un trato especial. Se me hizo difícil abrirme paso para ubicarme en una de las colas. Aquello era un caos. Me topé con un amigo que me sugirió irme hasta Cúa: “allá el despelote es menor y podrás viajar sentada”. Pero no le hice caso. Me arrepentí con creces…Cuando divisamos el tren, la masa de gente comenzó a moverse, comenzó a apretar. Ya sabes. Ese contacto cuerpo a cuerpo que te presiona in crescendo. Me di cuenta que mi morral molestaba al que estaba detrás de mí, pero a esas alturas ya casi no me podía mover. De alguna manera mi amado morral, que siempre me acompaña, hacía una bolsa de oxígeno entre mi espalda y el otro.
Yo estaba ya peligrosamente cerca del vacío. O sea que con cualquier empujón podía caer aparatosamente en el área de los rieles. Cuando por fin el tren ocupó todo su espacio, la masa apretó más aún. Ya estoy acostumbrada a salvar el hueco que se hace entre el andén y la entrada al vagón. Es una separación de casi más de medio metro por donde se te puede ir la vida, el zapato, el pie…He sabido de gente que se ha caído por allí, o sea que había que estar pendiente de eso también. Se tardaron un siglo en abrir las puertas del vagón y entonces cuando finalmente se abrieron, casi como en cámara lenta, comenzó a salir otra masa de gente y entonces se unieron dos masas: una que pugnaba por entrar y la otra que pugnaba por salir. La masa apretó a tal punto que costaba respirar y sentía la presión de todos los cuerpos en todas direcciones. Había olores, sudor y gritos, muchos gritos. La masa que quería entrar al vagón pudo más que la que quería salir, y entonces todos los que estábamos en la delantera fuimos lanzados violentamente hacia el interior del vagón. De pronto me vi en el piso, me dolía el pecho, me dolían los senos, y creo que tenía a 20 personas sobre mi espalda, sobre mi morral. Aquello era un peso insoportable. Una mujer cayó junto conmigo y recuerdo que nuestras miradas se encontraron. La vi sangrar por la nariz y le dije: “tranquila…Ya va a pasar”. Pero luego todo se me puso negro y mi último pensamiento, ahora lo recuerdo, fue “mi morral” y evoqué el nombre de alguien como buscando protección…Cuando abrí los ojos vi el rostro de un joven paramédico: “¡Listo! ¡Regresó!”, dijo y en la enfermería habían otras personas con aporreos, morados y rasguños. El paramédico me dijo: “te felicito, eres otra sobreviviente del ferro”.
Cuando salí de allí un cartel me llamó la atención: “Encarrílate” (¿?), decía, y luego supe que es la última campaña del sistema ferroviario para crear conciencia…
Chávez y el tren
Siempre me han gustado los trenes. La primera vez que me monté en uno fue para ir desde Puerto Cabello hasta Barquisimeto y luego, tiempo después, ese mismo recorrido lo hice con mis dos hijas. En Buenos Aires viajé hasta Retiro y Córdoba en tren. Sueño con recorrer Europa en tren. ¿será mucho pedir?
Cuando Hugo Chávez se dio cuenta del tremendo negocio que hicieron AD y Copei en la llamada Cuarta República con las carreteras, el asfalto, la compra de gandolas y otros vehículos de carga, decidió retomar con mucha fuerza  el plan ferroviario de Venezuela y entonces anunció un programa que iría desde el año 2006 hasta 2030 el cual consistía en la rehabilitación y construcción de 13 mil 665 kilómetros de vía férrea para trasladar, según se ha proyectado ya, a unas 240 millones de personas.
Entonces echaron los rieles para el Ferrocarril Ezequiel Zamora, que sale desde Caracas, en la estación La Rinconada, y llega hasta Cúa, pasando por Charallave Norte y Charallave Sur, en un recorrido de casi 42 kilómetros, en el corazón del estado Miranda. Además en un medio de transporte muy barato: Bs. 3 (con eso lleno el tanque de gasolina de Abraham).
Yo tomo ese tren al menos una vez por semana, para mi clase de periodismo de Investigación en la aldea de Ocumare del Tuy. Ahora tendré que ir cada martes y la cosa no deja de inquietarme luego de lo ocurrido.
Durante los primeros viajes, hace ya casi un año, me distraía contando los túneles. Son 18 hasta Charallave Norte, pero hasta Cúa  son 24. En menos de 20 minutos se llega a Charallave Norte. Es una marcha silenciosa y sin sobresaltos, de suaves bamboleos, casi imperceptibles. Esa calma te ayuda a poner en orden los pensamientos mientras admiras el paisaje. Los densos cerros de Miranda tienen todos los verdes…Además, casi no hay señal para el celular, así que ese aislamiento ayuda, incluso a dormir un poco.
Dentro de los vagones hace muchísimo frío y es muy rico arroparse. Hay fotos y frases de Chávez sobre el desarrollo humano que supone un sistema ferroviario para cualquier país. “Llegó el tren, llegó el desarrollo”, dice una. Y, entonces, si un tren significa tal nivel de desarrollo ¿por qué algunas personas se comportan como seres irracionales y sin ninguna cultura?
Desde 2011, cuando hubo la colisión de tres trenes, muriendo uno de los conductores, ha bajado la velocidad del “coche” de 120 Km por hora a 100. Durante mucho tiempo estuvieron en la estación de Charallave Norte los trenes siniestrados, se veían de lejos como un acordeón maltrecho, cubierto, irónicamente, por una enorme bandera de Venezuela. Todas las semanas yo pensaba lo mismo al verlos: “¿hasta cuándo estarán allí?. Bueno, ya no están.
Epílogo
No puedo decir que el personal del sistema no cumple con su trabajo. La otrora “cultura del metro” (de cuando se inauguró el metro de Caracas en 1984), trata de sembrarse en el sistema ferroviario. Las instalaciones son limpias y agradables, pero la gente no ayuda. La primera vez me sorprendió el hecho de que por los altavoces se repetía hasta el cansancio que estaba prohibido consumir alimentos dentro de los vagones y también los vendedores ambulantes. Y mientras el maquinista decía aquella letanía, un tipo se levantaba de su asiento y vendía caramelos y otras cosas. Además andaban “en cambote”. También está prohibido pasarse de un vagón a otro, pero ellos lo hacían con total desparpajo y además hasta se avisaban por los celulares cuánto habían vendido y cuál vagón faltaba por “peinar”. ¿Cómo es posible ese nivel de desobediencia? Pero lo peor es que si alguien les llamaba la atención, los pasajeros defendían al vendedor con el argumento de que “pobrecito es que la gente tiene que vivir de algo”…Y no falta el opositor que le echa la culpa al gobierno por las ventas ambulantes. ¡Vaya! Y si no venden algo, entonces cantan. ¡Dios, cómo cantan!. Calarse a un mal cantante durante 20 minutos es lo peor. Prefiero que vendan caramelos…Por favor…
Profesora de géneros periodísticos y periodismo de investigación en la Universidad Bolivariana de Venezuela (UBV). Comunista.
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Luisana Colomine

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