jueves, 29 de diciembre de 2011

Un regalo de navidad, sin sambiles, metrópolis, ni centros de consumo masivo, para el año nuevo.

Norma Rivas Santacruz 


Para el día de la pascua, 25 de diciembre, amanecíamos estrenando ropa y calzados para recibir al niño niño Jesús. Después de haber acomodado los zapatos en los postigos de la ventana o al pié de la cama el 24 en la noche, donde serían colocados los regalos que nos traería el niño, que consistían en deliciosas golosinas envueltas con papel de seda de muchos colores con algún muñequito de cuerda para animar el amanecer, así, organizábamos el agasajo mas esperado, EL PASEO DE NAVIDAD, éramos una pandilla como de 20 muchachos entre primos y hermanos, que el día 25, después de revisar nuestros pantuflas, planeábamos la acostumbrada caminata que se basaba en visitar la familia y los amigos del caserío vecino.

Venían de Sabaneta Rosita y Rafaelito, muy tempranito nos acomodábamos después de bañarnos, sin faltar un rocío de agua de colonia, era una colonia que venía en un frasco con papel dorado y letras negras muy grandes, jamás se me olvidará, tiempo después el mismo Renny Otolina, le hacía una publicidad, era la famosa Agua de Colonia Jean Marie Farina de Roger&Gallet, que mamá guardaba en su baúl como un tesoro, solo la usaba en ocasiones especiales y este era un día muy especial para nosotros, el día más esperado durante todo el año.

Nos reuníamos en casa de la tía Ester María, donde nos esperaban Carmen e Isnelda, sus únicas hijas con los amigos que venían a recogernos y hacerse responsables de nuestro recorrido. En fila india partíamos por el sendero de La Vega, una trocha originada por el trotar de los vecinos de ambos poblados, dos riachuelos y un río atravesaban el sendero, cuyos puentes lo formaban troncos de algún árbol caído, parecíamos equilibristas, nuestros diminutos pies y la suela de los zapatos, resbalaban sobre aquellos pedazos de árboles, lo que nos hacía mas ágiles cruzando el río y no caer en aquellas aguas, aunque limpias, eran muy frías, estropeando nuestros estrenos.

Llegábamos a la primera casa, nos esperaban con alegría, eran parientes que todos los años nos recibían, la señora de la casa mataba una gallina, recogía los ocumos, los ñames, auyamas y arrancaba las matas de yuca en el mismo patio de la casa, montaba una olla grande, sobre unas topias de piedras. En un corredor de tierra y techo de paja, pero que conservaba el aire fresco, nos sentábamos en unos bancos hechos con horquetas y varas de bambú, ahí nos organizábamos, para visitar las casas de nuestros amigos y familiares, pasábamos por una exposición de nacimientos que se exhibían en todos los corredores del vecindario, con animalitos que se perdían dentro de los cajones cubiertos de paja, recurso que se recogía en las faldas de los cerros, era una paja seca muy menudita, especial para esta manifestación religiosa, ese recorrido lo hacíamos por casi todo ese caserío, todos nos conocían, al llegar a las cercas envueltas de cayenas y rosas de las casas, desde adentro, nos expresaban su cariño, escuchábamos cuando gritaban, ¡allá vienen los muchachos de Manuel, los de Gertrudis y los de Esther!, salían a darnos la acostumbrada bendición como un saludo, nos obsequiaban dulce de lechosa, de toronja, hallacas acompañadas de cazabe y hasta con cierta complicidad, nos servían una copita de vino para acompañar aquella comida, no despreciábamos nada. 

Después de aquel recorrido regresábamos a la primera casa en nuestro arribo, ahí servían en una mesa grande, los azafates colmados de las verduras y los pedazos de gallina, en casuelas de barro nos colocaban el caldo, después de ese suculento almuerzo, comíamos naranjas y mandarinas que se cosechaban en la misma huerta.

Sentados sobre aquellos taburetes improvisados, descansábamos un rato, para ir a la aventura mas esperada por todos, la escalada del cerro que comenzaba en el mismo cercado de la casa, era una tentación ver aquella colina llena de mereyes y guayabas salvajes. Subíamos con dificultad, nos resbalábamos con el monte, pero nos hechizaba llegar a la cumbre del cerro, el aire frío nos pegaba en la cara, batiendo nuestros cabellos, acompañado con un silbido en nuestros oídos, se veían las dos aldeas con una neblina sobre los techos, una sensación de libertad se apoderaba de nuestra humanidad. El paisaje abajo se empequeñecía ante nosotros, nos sentíamos dueños del mundo, pero por un rato, subíamos pero teníamos que bajar a seguir formando parte del mundo de abajo, el real.

Ya cayendo los rayos del sol sobre los tupidos naranjales, emprendíamos nuestro retorno, hacia la realidad. Cansados y sudorosos, sumidos en nuestros pensamientos acomodábamos cada uno nuestra nueva aventura que contaríamos al llegar. Cual no sería nuestra sorpresa ese día. que ensimismados en nuestra travesía, darnos cuenta que faltaba una, en la tropa de muchachos que hiciéramos el recorrido, un sermón nos hizo regresar por la misma vía, conseguir a la despistada, era Ismelda, tendría como 5 años, para esa época, gritando su nombre por todo el camino, pues sabíamos que la encontraríamos, había salido con nosotros y ese camino era seguro, solo que las tinieblas de la noche estaban por aparecer, de esa manera era mas peligroso, no tardamos en escuchar los ladridos de Terrible, el perro que nos acompañó en todo el paseo, era un perro parecido a un San Bernardo, muy apegado a nosotros, andaba siempre con ella, nos respetaban por el tamaño que tenía. Terrible se había quedado con su dueña, bajo la mata de bambú, el noble animal lamía el rostro mojado por las lágrimas que salían de unos ojos verdes como mares, pues Ismelda, era una niña muy blanca, con unas mejillas rosadas como la pulpa de una granada, unos ojos que a todo el mundo le llamaban la atención, por ser grandísimos en su rostro pequeñito lleno de inocencia, su semblante lleno de angustia se iluminó como el de nosotros, al ver su aparición, en una tarde que ya se arropaba con el manto oscuro de la noche, así concluía este paseo, que fue un regalo lleno de navidad.



Norma.rojita@hotmail.com


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