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Comenzó el 20 de febrero lo que parece la última batalla por la extradición de Julian Assange. No importa a estas alturas qué determinen los jueces de los reales tribunales de justicia de Reino Unido –en marzo sabremos–, ellos están legislando sobre el derecho a localizar a un periodista en cualquier parte del mundo, arrestarlo, transportarlo a Estados Unidos y arrojarlo a una prisión para que se pudra en vida, en el mejor de los casos.
Es dolorosa e indignante esta trama, por donde se mire. Assange está encerrado desde hace más de una década, primero en la embajada de Ecuador en Londres, gracias a la protección de Rafael Correa, y luego en una cárcel de máxima seguridad, vendido ignominiosamente por Lenín Moreno. Los que ordenaron y ejecutaron matanzas incalificables y espiaron a medio mundo, incluidos líderes internacionales, están decididos a hacerle pagar la osadía al periodista, no importa cuánto tengan que violentar los sistemas jurídicos británico y estadunidense.
Pongámonos los lentes de los actuales bombardeos en Gaza y Rafah, con sus miles de víctimas, incluidos niños masacrados, y miremos qué pasó hace 14 años y cómo comenzó el calvario que vive en Londres el australiano que quieren extraditar a Virginia. El 5 de abril de 2010, Assange y WikiLeaks publicaron el video Collateral Murder (Asesinato colateral), grabado desde uno de los dos helicópteros Apache del ejército de Estados Unidos que atacaron letalmente a una docena de civiles iraquíes (dos de ellos reporteros de Reuters) y a los ocupantes de una furgoneta, niños incluidos, que se acercaron a socorrer a los heridos.
El audiovisual parece la animación de un videojuego. Se oye a los militares gritar: «Oh, sí, mira a esos bastardos muertos». Cuando la furgoneta se detiene para socorrer a las víctimas, apuntan desde las alturas, matan a los hombres que salen del vehículo y descubren que han herido también a dos niños, de cuatro y ocho años. Un soldado comenta: «Bueno, es su culpa por meter a sus hijos en la batalla». A lo largo de todo el video, los tripulantes del helicóptero hablan con descaro y falsean los hechos ante sus superiores, ubicados a miles de kilómetros en una oficina refrigerada, para poder disparar sin objeciones contra todo lo que se mueve.
Por exponer ésta y otras muchas atrocidades, a Assange lo acusan de cometer 18 delitos, 17 de ellos bajo Ley de Espionaje de 1917 –una norma anacrónica creada durante la Primera Guerra Mundial para perseguir espías– y uno relacionado con la supuesta ayuda informática a la militar Chelsea Manning, quien operaba las computadoras desde donde, dicen, salió la información sensible. La petición de pena en Estados Unidos es de nada menos que 175 años de cárcel, lo que implica de facto una cadena perpetua, en unas condiciones de aislamiento casi absoluto. También podría enfrentar la pena de muerte.
Si la Corte británica certifica la extradición, sólo quedaría apelar al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Assange seguirá pudriéndose en su calabozo de máxima seguridad, sometido a la tortura sicológica del Pentágono y del sistema judicial británico, que juegan a te extradito, no te extradito, sí te extradito, hasta que te mueras o te vuelvas loco.
A menos que el mundo reaccione, el futuro del australiano y el nuestro será aún más terrible. Como advirtieron los abogados de Assange la semana pasada, la superpotencia global certificará en tribunales que nadie tiene derecho a saber ni a juzgar los crímenes de lesa humanidad.
Con Assange preso, se asegura la libertad de los victimarios. Con él en Estados Unidos, se afirma la impunidad para los genocidas de antes y para los genocidas de ahora mismo en Gaza y Rafah, esos que provocan el éxodo a ninguna parte, los responsables de los niños rotos por las bombas, los entusiastas de la limpieza étnica, los bloqueos y los abusos incalificables que se han cometido y se seguirán cometiendo en cualquier oscuro rincón del planeta que designe Washington. Es un «Oh, sí, mira a esos bastardos muertos» universal.
Fuente: https://www.jornada.com.mx/2024/02/29/opinion/019a2pol
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