jueves, 18 de abril de 2024

Segunda naturaleza: la tempestad que nos arrastra

 NERLINY CARUCÍ 

«Hay un cuadro de Klee que se llama “Angelus novus”. Se ve en él a un ángel que parece alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe de tener ese aspecto: su cara está vuelta hacia el pasado. Donde para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula, sin cesar, ruina sobre ruina, y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra, irresistiblemente, hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube, ante él, hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos “progreso”». En esta reflexión, publicada en el ensayo«Tesis sobre la filosofía de la historia», el célebre pensador Walter Benjamin describe las consecuencias del mito del progreso, que nos vende la modernidad/capitalista y nos ata a un modo de estar-en-el-mundo que nos desafecta de los procesos de la vida.

La modernidad/colonialidad capitalista, como modelo civilizatorio, no solo ha creado un proyecto de destrucción sistemática de la base de la vida, que nos tiene inmersos en las crisis de hoy; sino que, además, para poder producir esta catástrofe —que acumula, sin cesar, ruina tras ruina—, ha configurado una subjetividad, a imagen y semejanza suya, impregnada por una segunda naturaleza, la cual nos hace presas de una lógica de mercantilización, dominación y aplastamiento de la vida.

De la conmovedora y crítica interpretación benjaminiana sobre el ángel de la historia, emerge un rosario de preguntas: ¿por qué, si vemos la locura y la devastación causadas por la lógica del capital, no somos capaces de reaccionar? ¿Por qué, si padecemos los efectos de la tormenta (crisis) provocada por el mito del progreso, no somos capaces de detener la carrera suicida de la modernidad capitalista?; ¿por qué no podemos bajarnos de este tren, para empezar a recomponer lo despedazado? ¿Por qué no vemos que la idea de «progreso» no significa un acercamiento a un futuro mejor, sino un alejamiento de la preservación de las condiciones de vida? ¿Por qué, si tenemos la crisis enroscada en el pescuezo, nos mantenemos indiferentes al sufrimiento de la naturaleza (humana y no humana) que provoca el sistema moderno-capitalista? ¿Por qué seguimos sin ponerle freno a muchas cosas que la ciencia anda persiguiendo en una huida hacia adelante que tiene los días contados? ¿Por qué es tan difícil salir del paradigma de existencia impuesto por la modernidad/colonialidad? ¿Por qué no somos capaces de mirar al pasado como una alternativa de vida en el presente? ¿Por qué —como interpela el antropólogo francés Bruno Latour— nos mantenemos arrastrándonos, inconteniblemente, hacia el «futuro»: «Si nunca fuimos modernos, ¿qué nos pasó?».

En realidad, hay motivos de sobra que nos impiden detenernos a pensar, de la manera más viva, lo que significan los sueños y las utopías que perseguimos.

Políticamente hablando, «modernizar» —en el planteamiento de Latour— es un término un tanto curioso: «Retomando a Gilles Deleuze, podemos decir que es una orden, esto es, un término que no viene a describir una situación, que no cumple un objetivo empírico, sino un objetivo de movilización: es una suerte de grito desgarrador que vocifera: “No hay alternativa, debemos modernizarnos”. (…) Bajo ningún concepto aparece, por ejemplo, la consigna: “Compongamos un modus vivendi”; o “Exploremos alternativas” o, bien, “Adaptémonos innovando con precaución”. “Moderno” viene a definir algo así como el vínculo de todo un conjunto de propiedades y bienes, pero también de posturas, con respecto a la religión, las costumbres, la naturaleza, etcétera. Todo el mundo utiliza el término “modernícense”; pero, en realidad, el proceso nunca se detiene. Así, París es la capital de la modernización que, en un proceso continuo de modernización, manda una pésima señal hacia afuera. ¿Qué es hacia afuera? Son los lugares a los que llega siempre el pedido de que se modernicen».

Ahora bien, entender el impacto psicosocial de los imaginarios que se configuran con la orden de la modernización es complicado, porque, como decíamos en otro Pensar a fondo, la racionalidad que la filosofía y la ciencia moderna construyeron y desarrollaron para sí (y que se enseña y se reproduce en casi todas las universidades del mundo) ha sido para justificar, argumentativamente, el mito del progreso: la necesidad de modernizarse y de asumir el sistema de valores y creencias del capital. Es una configuración perversa. De hecho, la ciencia, con la razón moderna, genera una forma religiosa de normar el mundo (y es una de las grandes denuncias de Latour), aun cuando nos hace creer que, con ella, dejamos lo religioso atrás. «Dentro del argumento que insta a la modernización aparece una relación con lo religioso, definido por el término, absolutamente clásico y controvertido, de se-cu-la-ri-za-ción —detalla Latour—. En una primera capa de sentido, “modernícense” significa avanzar en una vía cada vez más secular. La idea corriente que corresponde a los primeros rasgos del formato del argumento moderno consiste en decir que en el pasado arcaico todavía se podía ser religioso. […] En la expresión “modernícense” aparece una teología política». Dicho de otro modo: la ciencia se impone como una religión, para justificarse a sí misma en todo lo que hace, sin mirar qué consecuencias tiene, para la vida, la irracionalidad de un modo de existencia que tiene como horizonte la acumulación constante de riqueza, en términos cuantitativos, pese a que ello signifique el despojo absoluto de la vida contenida en el ser humano y en la madre tierra.

«Modernizarse» se convierte, entonces, en el objetivo y en el deseo de los pueblos para alcanzar el «progreso», como si fuese un punto de llegada obligatorio, un «estado superior». Esto es, ir detrás de un modo muy particular de estar-en-el-mundo, inventado por la (ir)racionalidad moderna. De aquí, se desprende otra interrogante: ¿qué implicaciones tiene ser depositario de la expectativa de «modernización»? Que solo esperamos aquello que responde a lo que imaginamos. ¿Complejo, no?

Veamos. Tener más y más mercancía expresa, en el paradigma moderno/capitalista, un futuro que es también presente. Significa el tránsito de pobre a burgués, a «materialistas», dirían algunos (aunque, como aclara Franz Hinkelammert, ¡no son materialistas, son idealistas!, porque destruyen la materia, y la sustituyen por dinero; entonces, viven por dinero, y el dinero no es praxis). 

La modernidad/capitalista se hace cuerpo en la ilusión de un progreso sin límites, de una producción infinita que nos permita darnos «la buena vida»: el objeto poseído, que le da sentido a la existencia. La incorporación de este horizonte inclina a la gente —desde una matriz de percepciones y apreciaciones que estructuran nuestra acción desde el interior (siguiendo el concepto de habitus, de Pierre Bourdieu)— a percibir la realidad invertida por el capital y a aceptarla como natural; es decir: a aceptar, reproducir, mantener y hacer respetar el orden del sistema-mundo moderno, a pesar de que este nos haya llevado al atolladero de hoy. Como explica el pensador descolonial boliviano Rafael Bautista, el paradigma que sustenta a la economía moderna/capitalista, aun en crisis terminal, puede reponerse debido a la correspondencia que halla en las propias expectativas de los individuos, constituidos en la subjetividad moderna (burguesa): «Los deseos no bastan, cuando lo único posible de imaginar es el mismo mundo que tanto criticamos. Esto es lo que señalan los sabios cuando dicen que “es fácil salir del mundo, lo difícil es que el mundo salga de uno mismo”. El mundo [moderno] no sale de uno porque el modo como ese mundo se naturaliza en nuestra subjetividad no es precisamente racional, sino mítico-simbólico».

Esta capa de sentido interiorizada —que se convierte en una segunda naturaleza, con el habitus como sistema de disposiciones o esquemas— estructura las percepciones, los sentires, las prácticas y las necesidades de la gente. El capitalismo genera, en nosotros/as, la necesidad de tener, como una forma de ser exitosos, de vivir mejor, de ser como aquellos que nos han dicho son superiores. En otras palabras: toca elementos que están en la segunda naturaleza, instituidos, por siglos, por la racionalidad de la codicia, que aspira siempre a más y mejor, para la cual no existe fin, sino el infinito. No se trata solo de un asunto de actitud nada más, sino que responde a una experiencia de vida que se instala en nuestros cuerpos. Es decir: no solo es tener cosas, es experimentar la sensación de tenerlas.

Modernizarse, como latiguillo constante, convertido en prácticas cotidianas en múltiples espacios —para recuperar una problematización del investigador venezolano José Félix Salazar—,  se convierte en un ideal regulativo. Ese ideal orienta prácticas cotidianas que buscan disciplinar el cuerpo, el sentir, el habla, los tonos de voz, las maneras de movernos, las formas de estar en el espacio, etcétera. De hecho, una podría preguntarse: ¿acaso el fracasar, constantemente, en llegar a ese «estado superior» nos induce la idea de tener una «falla ontológica»? ¿Cómo, desde esa falta constante, producimos, en diferentes momentos y en diferentes roles, relaciones de violencia simbólica y directa, alimentadas por la vergüenza de no ser lo «suficientemente modernos»? ¿Quiénes se convierten en los jueces-correctores, «encauzadores» de «lo bueno», «lo bello», «lo justo», «lo necesario», en la superficie de lo cotidiano? ¿Por qué seguimos aspirando a un «desarrollo/progreso» que, de por sí, es inviable? ¿Qué nos pasa frente a la derrota/naufragio  en medio de esa tempestad que nos arrastra?

Exorcizar los virus ideológicos que la modernidad ha naturalizado en nuestras propias expectativas de existencia, canalizadas en las relaciones sociales y en las contradicciones individuales y colectivas, no es tarea fácil. Los sueños son una de las energías más poderosas del ser humano: se corresponden con el nivel más elemental desde el punto de vista psicológico (la sensación), y los vamos implicando en los intereses, las motivaciones, los sentimientos, los estados de ánimo. 

El «progreso» no solo es una idea, un concepto: es el placer de «avanzar», y este es capaz de administrarse según como se asimila en nuestra corporalidad. Esa sensación le envía al cerebro la necesidad de consumo y el deseo de que la producción produzca más, para un consumo que el cuerpo está reclamando. ¡Todo está interrelacionado! Es muy difícil no seducirse con el mito del progreso y su promesa de «futuro»: lo hemos hecho nuestro, en el sentido más antropológico y más psicosocial, con la ciencia, la tecnología, la educación, la estética de la industria cultural.

¿Qué pasa, entonces, cuando escuchamos que tenemos que volver a nuestras raíces? Vamos a un universo de representaciones e imaginarios fóbicos que responden al miedo y a la ansiedad cultural de volver atrás. El sentido común moderno/capitalista, ese formato que asumimos por defecto, aflora una sensación de miedo a todo lo que no sea moderno. El pasado lo asociamos con lo arcaico, con lo atrasado, con la privación, con la enfermedad, con la pobreza, con lo no moderno, con lo intrascendente (en el refranero popular: a lo pasado pisado). Es decir: al pasado lo asociamos con una estética y unas sensaciones que no queremos para nosotros/as. Dicho de otro modo: ¡yo no me quiero ver ahí! ¿Por qué? Porque a lo aborigen, «a lo indígena», lo relacionamos con todos los prejuicios que el proyecto civilizatorio de la modernidad siempre le ha adosado: lo inferior, lo obsoleto, lo añejo. Por ejemplo, hablamos del conuco, como si fuera una práctica del pasado o una práctica bucólica.

Hablar de lo «indio» hace rato que perdió el escaso significado que tiene entre nosotros/as; especialmente, cuando los referentes culturales, políticos, económicos, científicos, educativos, urbanísticos son los más modernos, los más tecnológicos (a nivel supersónico). Si no, ¿con qué está ligada la vida en la ciudad? Con la «vida buena», con el «progreso». O, ¿con qué relacionamos la ciencia? Con los avances tecnológicos modernos y con la racionalidad instrumental moderna que permite nuestro «confort».

De ahí, los trajes que nos ponemos o nos queremos poner (las identidades) y su sentido práctico. No solo es que encarnamos un imaginario fóbico, una representación cuya actitud fundamental es el rechazo. ¡No! No se queda en eso. Pensar a fondo exige escarbar en las nociones de éxitoascenso social; en la estética impuesta: con qué aromas, con qué sonidos, con qué arreglos visuales, con qué colores soñamos que nos relacionen. Como explica el psicólogo comunitario venezolano Fernando Giuliani, «los imaginarios fóbicos, si los llevamos a las representaciones sociales y a los procesos de atribución y categorización de los otros, expresan una afectividad a lo que queremos ser y un rechazo a lo que no queremos ser. Nos imaginamos ser como los triunfadoreslos exitosos. A veces, ni siquiera le ponemos palabras a lo que significa no ser “exitosos”. Solo decimos que los exitosos son quienes cumplen con esto y con aquello: viven en tal parte; tienen tal casa, tal carro; se expresan de tal manera. Esas son las tipologías mentales, y existen en nuestras representaciones. Así, yo me hago una idea de éxito y, después, meto allí a la persona que yo quiero ser y a las personas que yo creo cumplen con eso; incluso a aquella gente que fracasa y se afirma como exitosa, aunque no se conciba perdedora. Aquí, un tema muy interesante es la vejez: ¿¡quién se quiere ver en la vejez!? El capitalismo hace una apología de la juventud. Te venden “el eterno joven y bello”. Esa representación hace que uno/a rechace envejecer. Entonces, ¡imagínate tú que alguien esté planteando que, adentro de eso que rechazamos, hay cosas valiosísimas, de las cuales tenemos mucho que aprender! La tendencia inmediata es a rehusarte, a apartarte de ello».

Desatar esos nudos amerita un ejercicio cotidiano de descolonización, al menos en cinco dimensiones: 1) hacer sentir (para hacer pensar) la necesidad imperativa de desligarse, categorial y existencialmente, del paradigma de existencia impuesto por la modernidad, debido al cúmulo de ruinas que sube sobre él. Esto es, hacer sentir la tormenta de un sistema-mundo que nos arrastra hacia la muerte. 2) Inspirar el deseo de vivir bien en comunidad, desde la convivencia, la solidaridad, la corresponsabilidad, como criterios para construir nuevas formas de vivir en el presente, en diálogo con las concepciones de vida que nos legaron los pueblos originarios. Esto implica, de acuerdo con el maestro descolonial Juan José Bautista, plantearse la necesidad de aclarar, con sentido, la nueva racionalidad de la vida presupuesta en la idea del «vivir bien», porque, si no lo hacemos, es muy probable que esta idea vuelva a recaer en la racionalidad moderna, que es lo contrario del «vivir bien». 3) Entender que la reflexividad crítica no solo depende de la voluntad, de la disciplina, de las ganas y del esfuerzo individual. Despojarnos de la segunda naturaleza no es tan fácil como parece: implica asumir la contradicción de ser, en parte raíz de pueblos originarios, pero también llevar por dentro la modernidad/colonialidad. Este reconocimiento exige un desplazamiento del horizonte mítico de la modernidad y proponernos formas de existencia que supongan una resignificación de la vida y una disputa de sentidos, en cuanto a vivir bien en comunidad. No podemos olvidar que los imaginarios, además de información, abrazan la actitud, y la actitud es afectividad pura. Así, se constituyen en conciencia e identidad. ¿Qué significa esto? Que cuando se desestabilizan nuestros pre-supuestos, se nos desestabilizan ciertas apuestas, a veces, nuestro propio proyecto de existencia. 4) Valorar que lo que consumimos determina cómo sentimos y pensamos. Juan José Bautista alerta que, fundamentalmente, la materialidad de los alimentos tiene que ver con la forma de pensamiento que emerge del tipo de consumo; por lo que «es completamente autocontradictorio querer o pensar volver a lo nuestro siendo paralelamente consumidores de mercancías capitalistas y modernas». 5) Dar la batalla por una historia otra implica tejer, espiritual y místicamente, otro nivel de aspiraciones y otros modelos de existencia. Este ejercicio exige trabajar, incluso, la emocionalidad para hacer soñar el vivir bien, y no la lógica suicida que promueve la lógica del desarrollo del capital. También asumir que el único criterio que hace posible la existencia del futuro es el pasado.

La tarea de descolonización convoca al pasado, a la historia como creación. El presente necesita sentido para ver por dónde puede seguir produciendo sentidos vitales; esto es: ir al pasado, no hacia atrás; «ese es (alerta el maestro Rafael Bautista) un cuento que han inventado los neokantianos, sobre todo Hegel, con su filosofía de la historia que nos ha hecho creer que el pasado está atrás; y el futuro, adelante. Pero no nos dicen que el futuro que todos esperamos es el futuro que ha inventado el mito del desarrollo y el progreso. No es cualquier futuro, es el futuro que han impuesto ellos», con su cúmulo de ruinas. Recomponer lo despedazado pasa por mirar hacia nuestro pasado negado, como lo hace el ángel de la historia.

He aquí un debate necesario, actual y urgente, para que nuestro estado de conciencia no siga prisionero del horizonte de expectativas moderno/colonial/capitalista y de esa tempestad que nos arrastra.


No hay comentarios: