Mirta Pipkin
A diferencia de la frase de
Marx, la historia no va simplemente de la tragedia a la farsa: también
puede quedarse atascada en la bufonada trágica.
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Bruno Latour[i]
En este epígrafe, Bruno Latour retoma la famosa frase de Marx "la historia ocurre dos veces: primero como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa". Pero al sustituir “farsa” por “bufonada” nos evoca la dimensión tragicómica del bufón,
aquel personaje marginal y grotesco que circulaba en las cortes de
reyes y poderosos, con un discurso provocativo a la vez que libre de
censuras. Se podría decir que una inversión se produce en la actualidad
por la cual ciertos gobernantes, los Trump, Bolsonaro, Macri, entre otros, revisten esa condición de impunidad tragicómica,
mientras del otro lado se desarrolla el drama del desamparo. Porque al
igual que el bufón, el poder que detentan, los autoriza a decir lo que
nadie se atrevería, exhibiendo una sonrisa payasesca prometedora de
felicidad, amor y paz, pero cuyo verdadero rostro es el de la crueldad
propia de la segregación y del odio. En la sociedad actual el poder ya no necesita del bufón, él mismo lo encarna, en una versión patética, provocadora, farsante.
Estas son las coordenadas que se despliegan en la película del director
Todd Phillips, El guasón (Joker), y que hicieron de esta producción un
acontecimiento internacional, para muchos inquietante, por su carácter
de interpelación ante la ausencia de políticas sociales y de salud mental.
Este film narra la historia de un bufón, un habitante de un submundo
oscuro y sórdido de Nueva York, que padece un trastorno mental, que
anhelaba encontrar un lugar en la sociedad.
Diversos anuncios publicitarios sobre el film lo clasifican en el género
“criminal”. Además, fuertes críticas se sustentan en el lógico temor de
que pueda alentar a personas con desequilibrios mentales a cometer
actos de consecuencias trágicas. Y bien, cuestión perfectamente posible
aunque en esos casos no se trataría de un simple contagio por imitación
sino de la apropiación de una causa, que en el psicótico es la de un vacío identificatorio que intenta compensar con la identificación a un semejante.
Obviamente, con este argumento no se trata ni de naturalizar, ni de
justificar o consentir el crimen. Pero sí es importante considerar dónde
hemos de ubicar el origen o causa de esa locura asesina desencadenada
en Arthur Fleck. Su historia no pareciera pretender ser interpretada
desde el sesgo de lo criminal.
“Usted no me escucha, usted no me entiende”
Así, con estas dos frases dirigidas a su asistente social, Arthur Fleck,
el protagonista, sintetiza su sufrimiento a la vez que ya, desde el
comienzo del film, anticipa, denuncia, el desamparo al que lo reduce el Otro social. Y
que no sólo lo afecta a él por padecer una enfermedad mental, sino
también a la agente de seguridad social, que evidencia ser una víctima
más de la violencia de un Sistema centrado en el rendimiento económico.
Respecto de esta condición, al individuo del neoliberalismo se le pide
sacrificio y --dice Ricardo Forster[ii]--
“enfrentado a su responsabilidad, se ofrece como víctima propiciatoria
allí donde hay que subsanar los excesos del goce y del gasto bajo el
nombre de macroeconomía”.
Esta violencia del Sistema desata la furia asesina de Happy --apodo
paradójicamente funesto que elige su madre para nombrarlo-- en una
violencia que es sin retorno. Lo que en verdad Happy despierta es un profundo sentimiento de tristeza.
Arthur Fleck, luego de padecer numerosas humillaciones, que arrasan con
su ya precaria estructura psíquica, abandona ese frágil sostén ilusorio
de algún día llegar a ser un cómico famoso. Para llegar a la conclusión
de que él no es el joker, es la sociedad, la ciudad Gotham --God damn como se la denomina a Nueva York-- la que se burla de él, desconoce su sufrimiento. Es a partir de esta revelación que compensa dicho vacío simbólico con su delirio megalomaníaco y su derivación en pasajes al acto homicidas.
Lo que no se ve no existe
“Lo peor de tener una enfermedad mental es que el establishment espera que te comportes como si no la tuvieras”, escribe Fleck con claridad en su diario, en un mensaje de sin salida que hace pasar el film.
Estamos ante esa violencia social propia de la indiferencia y de la indolencia respecto del enfermo mental,
que es paradigmática de una tendencia que en la actualidad ejerce el
Otro social y estatal, y no sólo respecto de la locura sino también de
la pobreza y de todas las formas de marginación social. Cuestión ésta
que no es sin consecuencias. Las vemos en nuestro país con el
cierre de los hospitales, con la degradación del Ministerio de Salud a
Secretaría, nombrada como “reestructuración” de claro significado
económico. Imposible no ver a los locos urbanos deambulando sin destino por la ciudad.
Se trata de una práctica silenciosa aunque claramente violenta, que algunos sociólogos denominan de invisibilización.
Una práctica que responde a una ideología de la transparencia del mundo
moderno, donde todo es visible, priorizando el ojo visión
--espectáculo-- respecto del objeto mirada. Un ojo para el que no hay
fuera de campo, no hay falta. Pero en esta ideología subyace el engaño:
sólo es real todo lo “visible” y lo que no se ve no existe. No existe
por lo tanto ni la locura, ni la pobreza, ni el sufrimiento. Hasta inclusive con este pensamiento se habilitan tesis negacionistas como la de la Shoá,
basadas en que ninguna imagen mostró el proceso en marcha. A este
paradigma, Gerard Wacjman lo denomina como el “ojo absoluto”, un ojo que
por un lado ve lo invisible, lo imposible de ser visto, en un
franqueamiento de los límites de lo que puede ser visto, a la vez que
anestesia la mirada.
No es casual que Arthur Fleck termine haciendo pública su denuncia en la
pantalla, en una conjunción de hacerse ver y de hacerse oir en su
decisión de no someterse más al goce del Otro, dirigiendo su odio no sólo hacia el conductor sino a todos los espectadores.
Esta es una escena que reedita la del film “El rey de la comedia”, donde
el Guasón invitado a un programa de un estudio de TV termina
envenenando a todos. Si bien ésa y muchas otras escenas son guiños para
la mirada de un cinéfilo, no es éste el propósito del presente análisis.
Ahora bien, no es necesario situar el origen de estos episodios en la
temida idea de contagio. Sería olvidar que la crónica norteamericana
cuenta con numerosos episodios de violencia ejecutados por
francotiradores. Y no solamente los derivados de la proyección de un
film como fue el tiroteo en el 2012 en ocasión del estreno de la
película de Batman. Lamentablemente es tan sólo muy
recientemente que la sociedad comenzó a dividirse en un muy árido debate
en contra del libre uso de las armas.
Cómo no ver, por ejemplo, en esos episodios trágicos de matanza masiva
como los que suelen producirse en Estados Unidos en instituciones
educativas o en otros lugares públicos --aunque también lamentablemente
ya han acontecido en nuestro país-- que se trata de personas que sufren
algún tipo de afección mental. Por el contrario, el hecho suele dejar a
la sociedad perpleja, y preguntándose, recién después de la tragedia,
respecto del perfil del asesino. En estos casos las evaluaciones
posteriores, casi siempre, coinciden en señalar que se trató de una
persona callada, poco comunicativa y sin lazo con sus compañeros. Estos
individuos generalmente suelen dejar algún testimonio escrito o filmación que de algún modo pone al descubierto la sordera del Otro. Al respecto, Pete Earle[iii],
ex periodista del Washington Post, a partir de que a su hijo le niegan
atención en un hospital cuando consulta por un episodio psicótico, en su
libro Crazy, realiza una investigación sobre la
criminalización de la enfermedad mental en el sistema de salud mental
norteamericano y saca a relucir que más de un millón de personas con
condiciones mentales, como trastorno bipolar o esquizofrenia, son
arrestadas cada año. Es decir que, en lugar de recibir tratamiento para
su enfermedad reciben condenas y castigos. El informe señala que todos los grandes hospitales de salud mental fueron clausurados sin suplantarlos por programas comunitarios para
que los enfermos mentales puedan tener una mejor calidad de vida. Las
cárceles son ahora los nuevos asilos para el padecimiento mental. ¿Y en
qué se fundamentó esa deslocalización del sistema de salud mental?
¿Derecho a la salud o derecho de libertad?
Es interesante ver cómo la violencia se entrama con el derecho y la justicia para
dar como resultado el cierre de los hospitales al poner en tensión dos
derechos, el de la salud y el de la libertad. Si el estado tenía el
derecho de encerrarlos, también tendría que curarlos o si no, debía
dejarlos en libertad. Lo que se inicia desde el campo jurídico como un aparente movimiento
de defensa de los pacientes, termina apoyándose en el argumento del
derecho a la libertad. Así nadie puede ser encerrado por estar enfermo,
no se pueden hacer tratamientos sin el consentimiento informado del
paciente, sólo pueden ser internados si hay peligrosidad para la
sociedad. Es entonces que priorizando las razones político económicas, se desvanece el derecho a la salud. De algún modo, con su investigación, Earley quiere denunciar la locura, no de los pacientes sino del sistema de salud mental.
La violencia del derecho ha ingresado en el campo de la salud mental judicializando la enfermedad, criminalizándola.
De esta tensión entre la salud y la libertad se deriva el
desencadenamiento de la violencia que el mismo sistema engendra a través
del mecanismo de exclusión, de todo lo que no entra en la lógica
mercantilista, propia del discurso capitalista. La sociedad neoliberal
legitimada justamente en la tradición liberal, acoge en su seno mismo
una paradoja: la de la propia libertad. “Allí donde la libertad queda
sujeta a las normas del mercado y a la supuesta decisión individual de
administrar el capital humano”, el sujeto queda solo, es el menos libre
de los humanos, de él mismo depende llegar a ser un winner o un looser. Él pasa a ser el empresario de sí mismo, sometido a su autoexigencia, y con obvias consecuencias para su salud mental y física.
Mucho más compleja aún es la articulación entre derecho y salud mental cuando se trata de la locura.
Arthur Fleck vive un proceso de transformación, sus crímenes logran “liberarlo” de sus acosadores,
de quienes lo humillaban, y despojaban de su precaria identidad, a la
vez que lo único que consigue es ser alojado en una cárcel que lo va a
privar de su “libertad”. Es lo que les queda a los marginados sea por la pobreza, o la locura: la intemperie o el encierro[iv]. Falsa disyunción: libre equivale a desprotegido, encierro a rechazado.
Un sistema de salud mental enloquecido
La paradoja de la profundización de los conocimientos en la modernidad, y
su derivación en los organismos de protección de los derechos humanos
es la de encontrarnos, sin embargo, con una subjetividad en situación de máxima emergencia.
En este sentido, se puede afirmar que en la actual sociedad posestatal
el sistema de salud está en emergencia. En particular en nuestro país
--pero también en el mundo-- es alarmante la estadística de violencia y suicidios en niños, adolescentes, así como también el incremento de feminicidios.
Al respecto, en ocasión de una ponencia presentada en el marco del Foro
para la elaboración de políticas públicas en salud en nuestro país
(2010), Mario Rovere[v]
afirmaba ya por entonces que desde la década de los 70 la clase
política no se ocupa de la salud, que la salud no se discute en términos
políticos y que esta posición renegatoria que deja fuera del debate a
la salud trae como consecuencia la re-emergencia de pandemias. Es
evidente que aquello que las políticas en salud excluyen, retorna en lo real bajo esa forma provocativamente perturbadora de las catástrofes.
Para cerrar, y volviendo al título de estas reflexiones, en “El crimen del Joker”, el genitivo “del” ¿cómo se puede leer? ¿Quién es la víctima y quién el victimario?
Mirta Pipkin es psicoanalista. Autora de La muerte como cifra del deseo y Clínica de las emergencias (Letra Viva).___________________________________
[i] Bruno Latour. “Donde aterrizar. Como orientarse en politica”. Edic. Taurus.
[ii] Ricardo Forster. La sociedad invernadero. Ediciones Akal/Inter Pares.Bs. As. 2019
[iii] Informe completo en la revista virtual Letra Urbana.com.
[iv] Forster, en “Sociedad Invernadero” aplica esta expresión inspirándose en la metáfora del palacio de cristal, al
aludir al sueño utópico y a la vez letal de la modernidad burguesa y
mercantil: la separación entre una sociedad atmosféricamente “protegida”
pero encerrada y aquella otra vida social de la intemperie para los
desfavorecidos.
[v] Espacio Carta Abierta, 23 de mayo de 2010.
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