Definitivamente, Dios es Dios. Él es primero. La Iglesia es tan sólo segunda, como la misma religión
Bruno Renaud.- Jesús sale del templo. Se va. Sus discípulos lo interpelan: “Jesús, has visto esta formidable construcción? A punto de concluir. Impresionante, ¿no?”. Él sigue su camino, sin parar, sin voltearse. El templo es tan sólo un momento.
En trance de pasar. “Se lo digo, aquí no quedará nada. Todo será destruido”. A veces uno se pone a pensar: ¿qué pasará para el cristianismo el día – imprevisible pero cierto – en el que un cataclismo natural o la violencia humana destruirá la maravilla de los Bramante, Miguel Ángel y Bernini: el Vaticano de Roma? Existe desde hace tan sólo seis siglos, pero muchos se imaginan que debe ser eterna… ¿La eternidad en la tierra? No. “¡Nada quedará! Todo será destruido!”.
Definitivamente, Dios es Dios. Él es primero. La Iglesia es tan sólo segunda, como la misma religión. Casi diríamos: secundaria. Cualquiera sea. Ni la Iglesia puede, ni la religión debe, pretender imponer sus juicios. Su “yo”. Para nada. y menos aún para las opciones políticas. No es determinante para otras cosas de la tierra – tendría que ser evidente –, pero tampoco para las del cielo. Ni la Iglesia, ni la religión – cualquiera sea – representa la plenitud de Dios. A veces uno se pregunta si los creyentes y sus autoridades no están manifestando más ardor para defender sus iglesias, templos y sinagogas, sus leyes y observancias, tan frágiles todas, que para acompañar a la humanidad en su búsqueda de justicia y su camino a la libertad. En nuestras religiones, la mezquindad, y no la compasión, parece decisiva.
Desde su triunfo social y político a partir del siglo IV de nuestra era, la Iglesia Católica ya no ha conocido el sufrimiento intenso y la humillación del “exilio de Babilonia”, del que surge el grito repetido por el crucificado del viernes santo: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?”. Momento de meditación dolorosa que obligaría a revisar profundamente la designación de cielo y tierra, de los horizontes y las tierras prometidas; a aprender el nombre de los verdaderos amigos… y enemigos. A repensar las mediaciones de la fe religiosa. ¿Será posible tal conmoción sin una desgarradora revolución espiritual? “Vine a traer fuego a la tierra – dijo el Maestro – ¡y cuánto desearía que estuviera ardiendo!”
Bruno Renaud
Sacerdote
Sacerdote
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