domingo, 3 de febrero de 2019

“Del infierno con Gadafi a la pesadilla sin él”

“- ¿Es de los nuestros o es uno de ellos? –preguntó el soldado sentado junto a la camilla.
–No se sabe –le respondió el enfermero tras unos instantes de silencio.
–Es de su madre –dijo uno de los soldados que permanecían de pie a un lado.
–Ahora ya es de Dios –agregó otro, al rato.
Se quitó la gorra y la colgó en el cañón de su fusil” – Kapuscinski

El año pasado, dos buenos amigos se casaron. Durante la fiesta, los panas en común empezaron a chalequear: “compórtense o lo que pase aquí saldrá publicado en el diario de Jessica” en una clara referencia a esta columna.
Yo, después de reír, defendí la necesidad de registrar nuestra cotidianidad para dejar un hilo que nos permita reconstruir algunos capítulos de la historia.
Pero también admití que este espacio me permite tanto el desahogo como una suerte de conexión que me ayuda a no hundirme en la marea.
No obstante, durante este mes (enero), no consigo ordenar bien mis ideas y hablar desde las entrañas sería una irresponsabilidad incompatible con los tiempos que corren.
Lo cierto es que en Caracas (y probablemente en toda Venezuela) reina una tensa calma.
La gente está en las calles, en paz, pero hablando en voz alta sobre el aumento inclemente de los precios y bajito, casi como un susurro, sobre lo peor: “un peo de verdad”“guerra”, “derramamiento de sangre”, “intervención”, “invasión”, aunque cada uno lo vea desde su acera. De repente, hasta los más incrédulos han empezado a sentir miedo.
Si, miedo.
A mí, al menos, no me incomoda aceptarlo.
Quizás sea porque una vez (una vez que andaba bien cagada y molesta por sentirme así), un viejo amigo, me dio una clase magistral que me permitió ir aprendiendo a lidiar con este sentimiento:
“Jessica, el miedo a veces es necesario (no lo confundas nunca con la cobardía, que es otra cosa). El miedo nos sirve, por ejemplo, para no andar por ahí cacheteando leones, caminando con los ojos cerrados en la azotea de Parque Central o metiendo tenedores en los tomacorrientes. El miedo es una manifestación íntima e inevitable del cuerpo, la cobardía es una actitud. A uno le da miedo quedarse sin trabajo o mamando, eso es normal. El meollo es cuánto sacrifica uno o cuánto es capaz de ceder o humillarse para no quedarse mamando o sin trabajo. La cobardía empieza cuando uno le tiene miedo al miedo”
Hoy, el dilema es el mismo.
Mientras tanto, uno sigue en pie e intentando defender la cotidianidad y normalidad de sus días. Aunque todo conspire en nuestra contra.
Yo, por ejemplo, estoy “de vacaciones”. Por ende, ando intentando aprovechar el tiempo para resolver ciertas cosas: la ducha que se jodió, el bote en el radiador del carro, tales o cuales tramites. No obstante, cuando tomo el celular o prendo la PC, ahí están los tambores sonando:Trump dijo, Bolton arremetió, Guaidó hizo, la Unión Europea se reunió, el gobierno respondió. Mientras, los afectos escriben: “Sinceramente, ¿cómo crees que termine todo eso?”.
Entonces, una se siente profundamente estúpida: “¿Qué mierda hago yo reparando una ducha si el país puede estallar en cualquier segundo? ¿Y entonces? ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Paralizo mí vida? ¿Me siento 24/7 a mirar la prensa, a seguir el hilo de cada declaración, a leer los gestos, a comparar, a intentar descifrar? ¿Me encierro?”
No. Sigo: en la tensa calma. “En la tranquilidad del desesperado”, como diría el Rubén de ayer. Aunque en las noches no concilie el sueño o los recuerdos invadan mi cabeza.
Cuando yo empecé a ejercer como periodista, a principios del año 2011, estalló el conflicto en Libia. Yo, en la distancia, dedique muchas horas a establecer contactos, a cubrir momento tras momento lo que allí pasaba. Los relatos me resultaban espeluznantes, las imágenes eran desoladoras, la esperanza había sido secuestrada por la muerte y no aceptaba ni aceptaría ningún rescate.
Yo no sé si en los días previos a aquellos ataques, algunos libios usaron sus redes sociales para pedir el ingreso de la OTAN (como si he leído a venezolanos clamando por los marines. Por ejemplo: la primera tendencia en twitter la noche del 31 de enero fue #IntervencionEnVenezuelaYa), tampoco sé si otros se sintieron como yo me siento hoy, pero de algo si estoy segura: tanto sus deseos como sus presentimientos se vieron superados cuando el estruendo se apodero de su cielo y aquellas calles empezaron a llenarse de cadáveres apilados.
Luego, los mismos medios y países que ahora le dan amplia cobertura a Venezuela se olvidaron del asunto, de las supuestas causas, de la fulana reconstrucción, del país, de sus muertos, de los sobrevivientes.
Hoy, a lo sumo, cada mes de octubre escriben algún artículo para recordar “la efeméride”. Los del 2018, por cierto, se titulaban: “Libia, del infierno con Gadafi a la pesadilla sin él”.
En estos textos mencionaban, como quien no tuvo nada que ver, que hoy Libia está dividida en al menos 5 o 6 grupos/centros de poder (Trípoli, Misrata, Sirte, Tobruk y Al Baida, Bengasi); que en Sabrata (una ciudad costera del este) antes la gente se dedicaba a la pesca, el comercio y el turismo, pero hoy una parte de la población gana dinero con el tráfico humano. Cada día salen de las costas libias miles y miles de inmigrantes dispuestos a morir en el Mediterráneo; los recursos del petróleo ya no van destinados a los libios (el crudo parte en buques estadounidenses, franceses, que nada dejan) y la producción ha bajado un tercio; hay millones de personas con necesidad de recibir la famosa ayuda internacional pero ya nadie los nombra, y según Amnistía internacional: “todos los bandos cometen cotidianamente crímenes de guerra”
Ahora, usted puede comentar este texto y decirme que “la migración venezolana también crece cada día”, que “la producción de PDVSA no ha parado de caer”, que “hay tal o cual grado de corrupción”,  y está bien: yo le daré la razón. Pero, sepa algo: ninguno de sus argumentos, nunca, jamás, serán tan fuertes como para convencerme de que necesitamos una guerra, así que siga de largo y no pierda su tiempo acá.
Sigo: en la tensa calma.
Mientras tanto, otros también continúan en su cotidianidad: Y como el dólar ha bajado, pues ya no piden los “50 $” que pedían ayer por tal o cual reparación sino que suben la cosa a “100”, sueltan rumores, atacan al otro.
Como nación, podemos perderlo todo (incluso aquellos que creen que ya no hay nada que perder). Pero, algunos insisten en seguir jodiendo el parque.

Amanecerá y sabremos… si la tensión deja a la calma reinar.

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