Por: Luis Enrique Gavazut
El 1° de mayo de 2017, en la extraordinaria movilización del pueblo
trabajador en apoyo de la Revolución bolivariana que se concentró en la
avenida Bolívar de Caracas, el presidente Nicolás Maduro anunció su
decisión, en Consejo de Ministros, de convocar el poder constituyente
originario del pueblo de conformidad con el artículo 347 de la
Constitución de la República, a través de la instalación de la Asamblea
Nacional Constituyente; una iniciativa audaz, sorpresiva para muchos y
de hondas repercusiones para la vida de la nación en la difícil
coyuntura actual y de cara al futuro.Es, sin lugar a dudas, la máxima expresión de la vocación de paz, diálogo y conciliación nacional que pueda demostrar el jefe del Estado. Mientras otros convocan al terrorismo, la guerra económica y la destrucción del futuro, el gobierno bolivariano convoca una vez más a la Nación toda a tomar el destino de la patria en sus propias manos soberanas. Que sea el pueblo todo el que decida su destino. Mejor imposible.
Sin embargo, el tema de este artículo no es la Asamblea Nacional Constituyente y sus repercusiones, sino la solicitud coreada a voces por el pueblo multitudinario presente en esa concentración extraordinaria, que le pidió contundentemente al presidente Maduro decretar ahí mismo la congelación de precios, como medida para combatir la especulación que está desatada en el país.
Es natural que el pueblo pida o exija una medida como esa, pues es harto conocido que ante el más mínimo aumento de sueldos y salarios, automáticamente –incluso antes de decretarse el aumento– la burguesía desencadena una oleada especulativa en todos los precios de la economía, que rápidamente por la vía inflacionaria termina convirtiendo en “sal y agua” el aumento salarial.
Visiblemente abrumado por el pedido popular, el presidente Maduro sabiamente le preguntó al pueblo si estaba dispuesto a asumir en sus propias manos la responsabilidad de supervisar los precios a lo largo y ancho de la geografía nacional, y ante la respuesta contundente de la gente allí presente, acto seguido dijo: “Aprobado”. Yo inmediatamente entendí que el presidente al decir eso no estaba aprobando o decretando la congelación de precios.
No obstante, diversos medios de comunicación, incluso tan avezados como el diario Últimas Noticias, rápidamente publicaron la información de que el presidente Maduro había decretado o aprobado la congelación de precios; para instantes después, desdecirse y aclarar que el Ejecutivo lo que hará será evaluar la posibilidad de adoptar esa medida. Y en efecto, después del acto de masas, el presidente Maduro despejó la duda dejando claro que la congelación de precios no ha sido decretada en el país. No hay todavía congelación de precios.
Ahora bien, ¿es conveniente la congelación de precios en este momento? En lo personal opino que no es así, y paso a exponer mis argumentos.
En primer lugar, el Estado venezolano no goza de la fortaleza institucional necesaria para instrumentar una medida como esa y que realmente esté en capacidad de hacerla cumplir, de hacerla respetar, por parte de todos los empresarios y comerciantes del país.
Para nadie es un secreto que el control de precios, que es precisamente una medida de congelación de precios, pero únicamente para un conjunto reducido de bienes y servicios de primera necesidad para la población, no ha podido hacerse respetar y cumplir, debido a que muchos empresarios y comerciantes, sobre todo los que tienen el control monopolista de la importación, producción y distribución de esos bienes y/o de algunos de sus insumos o materias primas principales, están en rebeldía frente al Estado, plegados como todos sabemos a la guerra económica para derrocar al gobierno bolivariano.
La debilidad institucional del Estado es tan evidente que incluso recientemente el Plan Especial de Panaderías que se comenzó a aplicar en 750 panaderías ubicadas todas en tan solo una ciudad del país, la ciudad capital, no ha dado los resultados que del mismo se esperaba. Como consecuencia, el pan sigue ausente y el pueblo caraqueño sigue haciendo largas colas para comprarlo y muchas veces debe pagarlo a precios especulativos, tanto en las propias panaderías, como en los bachaqueros informales.
Pero no solamente se trata de una cuestión de operatividad institucional, es decir, de la cantidad y calidad de fiscales, de la formación y capacitación de los mismos, de la cooperación articulada de los organismos de seguridad del Estado, de la información estadística oportuna y veraz, de las capacidades técnicas de inspección y supervisión, de la coordinación eficaz con las instituciones encargadas de la persecución penal, entre otros muchos detalles técnico-profesionales y logísticos (“el Diablo está en los detalles”, dicen los alemanes).
Sino que invariablemente, cuando comienza a ejecutarse un plan de este tipo, los comerciantes, en este caso los dueños de panaderías, explican que no son ellos los que no quieren hacer y vender el pan regulado al pueblo, sino que sus distribuidores no les están suministrando la harina, ni en la cantidad suficiente ni con la debida regularidad. Además explican que, siendo negocios pequeños –una panadería en promedio no pasa de 10 empleados– los costos laborales y lo que tienen que pagar “por debajo de cuerda” a los distribuidores para que les vendan algo de harina, son una carga económica excesiva para las finanzas del negocio, y ellos no pueden producir y vender a pérdida, es decir, por debajo del costo. Y que al final esas son las razones por las cuales el pan –cuando lo hay– sale caro producirlo y ellos no tienen más remedio que venderlo por encima del precio regulado o –para no violar la ley– destinar la harina para hacer otro tipo de productos panaderos cuyos precios no están regulados, como es el caso de los dulces, cachitos, tortas, etc.
Incluso, pudiera suponerse que alguna panadería de alto poder adquisitivo, como esas que se ven en los sectores más acomodados de la sociedad, surtidas a plenitud y repletas de todo tipo de productos panaderos –algo que resulta hasta obsceno, dada la actual situación para la generalidad del país– pudieran tener esa cantidad de harina disponible porque o bien se la pagan por debajo de cuerda a precios carísimos a los distribuidores o directamente al importador primario (léase la empresa transnacional Cargill), o bien la importan directamente ellos con sus propios dólares, lo que en este último caso evidentemente implicaría que nadie va a disponer de sus dólares a un tipo de cambio inferior al dólar paralelo, por elemental lógica de negocios. ¿Quién que tenga dólares en este momento los vendería a cambio de bolívares por menos de lo que marca el dólar paralelo? A menos que el Estado le ofrezca ventajas, prebendas o “incentivos” adicionales, nadie haría eso con sus dólares propios. Simplemente los mantendrían en su poder y no haría ningún negocio con ellos, porque nadie dentro de la lógica de una economía de mercado, de acumulación privada de renta, se desprende voluntariamente de su propia riqueza patrimonial, a menos que tenga expectativas de mayores ganancias.
Todo esto parece realmente algo diabólico, por lo complejo y por las múltiples aristas que tiene. O sea que ni siquiera se trata de una cuestión de debilidad institucional por parte del Estado, sino que este, incluso enviando tanques de guerra para obligar a los panaderos a cumplir con la regulación de precios, se encuentra con que muchas veces el panadero no es un enemigo armado hasta los dientes y atrincherado en contra del país. En tal situación, el tanque de guerra no sirve de nada, y lo único que le queda es, muchas veces avergonzado y con sensación de ridículo, darse media vuelta y regresar al cuartel con el rabo entre las piernas, porque fue a una batalla y cuando llegó se encontró con que no hay ningún enemigo a quien dispararle.
Por otro lado, toda medida de política económica del Estado requiere, para tener éxito, de un mínimo de aceptación general por parte de los agentes económicos involucrados, una suerte de consenso en torno a su conveniencia; por la sencilla razón de que ningún Estado –no solo el venezolano– puede obligar a toda la población a conducirse de una manera a la que esta se opone pertinazmente, a menos que sea bajo un régimen dictatorial, y ni siquiera la dictadura más feroz imaginable puede, por ejemplo, contra una población autodeclarada en permanente “huelga de brazos caídos”. Por ejemplo, es sabido que ningún Estado puede sobrevivir mucho tiempo ante una conducta generalizada de compras nerviosas. Ninguna economía aguanta eso. Por cierto en Venezuela –por culpa del bachaqueo– tenemos ya cuatro años soportando y resistiendo un fenómeno de ese tipo, algo que por sí solo, en mi criterio, constituye un auténtico milagro económico (o de resistencia económica).
Por ejemplo, en la película Impacto profundo, Morgan Freeman, que hace las veces de presidente de Estados Unidos, decreta la congelación de precios en la escena donde informa a la nación toda de la situación de inminente desastre natural que se avecina. Previendo el estado de conmoción que esa alerta nacional desataría, el gobierno opta por decretar la congelación de precios. En este ejemplo, aunque muchos agentes económicos quieran subir sus precios, y de hecho lo hagan, incluso esos especuladores oportunistas están conscientes en su fuero interno de que se trata de una medida excepcional que tiene una justificación y, por lo tanto, es “justa”. A esto me refiero cuando hablo de que las medidas de política económica deben gozar de cierto “consenso” que propenda a su aceptación voluntaria por parte de la población toda.
Es por ello que el llamado a diálogo, a mesas económicas, a negociación con los empresarios, etc., es no solamente un llamado sabio, sino además inevitablemente necesario, indispensable, ineludible. A menos, claro está, que se declare la estatización de todos los medios de producción de la economía, lo que supone la constitución de una economía de planificación central para la que Venezuela claramente no está preparada o, incluso aunque lo estuviese, sería geopolíticamente imposible en este momento porque ello supondría un bloqueo comercial y financiero tipo Cuba y, peor aún, dada la vigencia de la Orden Ejecutiva de Obama, una invasión militar directa por parte de Estados Unidos o de la OTAN. Esto último lo señalo en respuesta al “infantilismo de izquierda” que muchas veces pierde de vista en sus análisis la película completa de la coyuntura geoeconómica, geopolítica y geoestratégica.
Así que la congelación de precios es inviable porque solamente agravaría todavía más la actual guerra económica. Los minoristas honrados dejarían de recibir incluso el escaso e irregular suministro de insumos y materias primas que hasta ahora siguen recibiendo. Los minoristas deshonestos, se reirían y una vez más se envalentonarían contra la medida de regulación, violándola e incumpliéndola descaradamente frente a la debilidad institucional para hacerla cumplir. Los monopolistas que controlan la economía nacional dejarían de importar, ensamblar y producir lo poco que todavía “producen”, declarándose en huelga de brazos caídos, cerrando plantas de producción y echando a la calle a una mayor cantidad de trabajadores. Los empresarios que tienen dólares propios y los usan realmente para sus negocios en el país, dejarían de hacerlo al ver que no pueden cobrar precios en bolívares que al menos igualen o equivalgan al tipo de cambio paralelo.
Y por si todo lo anterior fuera poco, se podría desatar incluso una guerra civil, porque el pueblo arrecho arremetería contra los comerciantes minoristas creyendo que allí está la causa de sus males, pero resulta que la causa de todo esto es una guerra económica compleja y espantosa, a la que todos los venezolanos y venezolanas venimos resistiendo estoicamente desde hace cuatro años ya.
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