Por Toby Valderrama y Antonio Aponte
(Texto)
A medida que le crecía la barba se le olvidaban las palabras. Al principio, el fenómeno sólo lo percibieron sus allegados, la barba creció hasta la mudez más absoluta. El médico no supo diagnosticar, aquello no encajaba en sus estudios, los libros no decían nada parecido y, en su experiencia, era el primer caso.
Meses permaneció sentado en el recibo de su casa con la mirada al cielo, como buscando algo, sólo lo distraía ver televisión, abandonó la lectura.
Pasaron los días y aquel mudo comenzó a balbucear palabras. Al principio nadie entendía nada, pero se alegraron. Con el tiempo se entendieron algunas palabras aisladas, pero el sentido de las frases y parrafadas era irreconocible, parecía una lengua nueva. Alguien promulgó que aquel hombre era un místico y hablaba el idioma de los ángeles.
Así estaban las cosas, la familia se dividió en dos opiniones: una quería llevarlo al médico, internarlo, la otra proponía lanzarlo de candidato a alcalde. Las dos fracciones familiares dialogaron y alcanzaron un acuerdo.
El hombre fue electo alcalde. Aquel discurso bonito, sonoro, rimbombante, que nadie entendía y todos aplaudían, tuvo gran éxito, lo entrevistaban en la televisión, sus frases eran repetidas por el pueblo: "asumamos que estamos en construcción impertérrita de un estado que no es de derecha pertinente ni de izquierda alopática", "Ni capitalista ni socialista", "es productivo de cánones", "lo productivo tendrá los dólares para importar alimentos congelados", "la patria es de quien quiera producir y no consumir artilugios", "lucharemos contra todo, caiga quien caiga, y el que no caiga lo agarrará todo el peso de la ley ciega", "les prometo un poco más de todo lo prometido", "lucharemos a fondo contra ellos y sólo nos uniremos si ellos quieren", "no hacemos ofertas engañosas, sólo promesas", “seguiremos por el camino y este año llegaremos a donde hemos llegado”, “los capitalistas ahora ganan más, eso sólo es posible en socialismo”.
Ese discurso místico, supersticioso, se reflejó en toda la población, surgió un nuevo idioma con pocas palabras y poco contenido, que todos usaban. La sociedad entró en una especie de esquizofrenia: un mundo hablado y no pensado, un mundo automático que funcionaba sin necesidad de palabras. Por ejemplo, una persona iba a poner gasolina, acercaba el carro a la bomba, sin bajarse abría la portezuela del combustible y, en silencio total, le llenaban el tanque, luego el bombero se paraba frente al chofer y éste le extendía un billetico, todo sin hablar, lo mismo podía pasar en un restaurante. En la ciudad se puede transcurrir sin hablar, con sólo una docena de palabras, todo le funciona. El diálogo, la conversación, son fósiles sociales.
Los intelectuales acogieron la nueva situación como el País de las Maravillas, el nuevo idioma les permitía escribir lo que quisieran, no había mesura. Las palabras tenían vida propia, sin relación con la realidad, no había límite para el invento, los periódicos se llenaron de escritos en este idioma y el país se preñó de políticos que así hablaban. Y si alguien llamaba la atención sobre la enfermedad del idioma y del pensamiento, con acusarlo de trosko era suficiente para aplacar la sensatez y volver a la insania.
El médico, después de muchos análisis y juntas médicas, dio con la enfermedad, la buscó en google. Se trataba de la enfermedad del petrolítico, producida por un virus que aparece en la bonanza petrolera, se hace político y es transportado por una mosca que lo inocula. Es suficiente contagiar a una persona para que por vía de la imitación se transmita al resto de la población. La prensa, la televisión, la radio, son vehículos para su transmisión.
No se sabe aún qué pasará en los países aquejados por esta peste, pero se pronostica barbarie...
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