sábado, 7 de julio de 2012

Independencia

Carola Chávez







De niños aprendimos a dibujar africanos elefantes y jirafas mucho antes de asombrarnos con la existencia del exótico chigüire, roedor gigante que vivía en los desconocidos, y nunca tan cercanos como mayami, llanos venezolanos.
Leímos cuentos de hadas y llenos de esa nostálgica manía pretender revivir nuestra niñez a través de la de nuestros hijos, mantuvimos vivos, por los siglos de los siglos, a princesas, brujas y dragones que se tragaron a Tío Tigre, Tío Conejo y todos nuestros cuentos. Dragones que fueron devorados a su vez por un ratoncito con voz de pendejo que, haciéndose el ídem, se instaló en nuestras vidas como parte indispensable de una infancia feliz.
El ratón coloreó con sus modos nuestras vidas y nos metió su comida por los ojos, y sus bailes, y su carro, y su parque y su american dream, sus sueños de utilería...
Convencidos de que lo ideal queda cruzado mares, de que todo está inventado y viene de allá, vivimos en un espejismo que hace a lo remoto imposiblemente propio y lo propio invisible. 
Intentamos en vano retorcer nuestra realidad, tratando de encajar, frustrados por nuestra incapacidad de hacerlo… Derrotados. Resignados ante nuestra falsa ineptitud, buscamos avales, la aprobación externa, la palmadita en la espalda… colonizados... 
Saltando de la sartén del ratón americano, caemos tantas veces en otras sartenes no menos coloniales, donde no dejamos de ser inadecuados, raros y siempre incapaces. Sartenes eurocéntricas que miran al mundo desde lo alto su historia -la única historia, porque todo lo demás es cuento-. Y seguimos viviendo en un espejismo que hace lo remoto imposiblemente propio y lo propio invisible…
Así celebramos octubres rojos, ignorando otro octubre, con su 17, tan cercano, tan glorioso, tan nuestro que regresó en abril y regresará en mayo, enero, diciembre y cada vez que nuestros pueblos lo invoquen. Repetimos citas traducidas de pensadores que, en el mejor de los casos, jamás pensaron en nosotros, y en el peor, cuando nos pensaron, lo hicieron desde su arrogancia ombliguista y, por supuesto, sin entender ni papa. Ignoramos a los nuestros permitiendo, otra vez, que el dragón se devore -digamos- a Jauretche, como lo hizo con Tío Conejo.
Vemos grandeza en todas partes menos en nuestra propia grandeza. Vemos revoluciones en todas partes menos en nuestras propias revoluciones populares. Invalidamos nuestras maneras porque éstas no han sido escritas. Soportamos sumisos la científica descalificación de nuestros modos. Avergonzados, aceptamos como malos conceptos que han sido gastados por otros usos en otras circunstancias y otros lugares, pero que aquí a nosotros nos nos vienen como anillo al dedo. 
Hablemos de independencia, pues, y empecemos a vernos desde nosotros mismos.
                                               

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