Melva Josefina Márquez Rojas
La sabiduría popular nos enseña que a falta de ideas, buenas son las consignas y a falta de argumentos, buenos son los gritos e insultos. Recuerdo las normas del buen hablante y del buen oyente colgadas de las paredes que nos servían de paisaje inmediato cuando volteábamos la cabeza estando en la escuela. Las letras en molde escritas sobre cartulina, y al lado de esas normas, las otras cartulinas que nos ayudaban a recordar los días de la semana, los meses del año, el nombre del semanero, la salud bucal y la higiene personal. Quienes sufríamos de liendres y piojos, arrugábamos la cara con el tema de la higiene; es que a pesar de que nos bañábamos, siempre se nos pegaban los piojos para bailar sus boleros allí mismo, entre el sudor y la carne fresca.
De niños aprendimos que cuando alguien habla se le debe escuchar con atención y que cuando nosotros hablamos se nos debe prestar también la debida atención. En la escuela lo aprendimos con más suavidad que en la casa., donde los pellizcos mandaban. El recreo era el momento cuando nos desatábamos de los modales del salón. Y más de una niña -no sé porqué pero en las niñas era más común- cerraba los ojos, se tapaba los oídos y empezaba a gritar "lero-lero-lero" para no oír ni un solo argumento cuando quedaba fuera del juego o cuando no encontraba otra explicación para convencer a su oponente.
Llevamos ya varios años viendo que otros han macerado lero-leros y no se conforman con saber que todos cabemos. Van tragando amarguras de otros, escupiendo insultos y sometiéndonos a la maquinita más infame que borra todo entendimiento: el odio por el otro porque “no es como yo”. Siempre fue así, siempre hubo discriminación pero antes los discriminados no hablábamos. Nos dejábamos quitar lo nuestro –si es que lo teníamos- por ellos y nos quedábamos callados. No teníamos palabras, sólo piedras para lanzar y vidas para ofrendar. Muchas veces gritábamos porque ante el dolor también se grita. Hoy gritamos porque también ante la frustración que nos produce la impunidad también se grita.
Los niveles de intolerancia por la existencia del otro ya están llegando a decibeles. Produce mucha tristeza que el aparato alejado del pueblo, ése que se mueve por los hilos de grandes capitales, esté decidiendo cambiar aquellas normas ingenuas del salón. Produce más tristeza aún ver que los estudiantes más favorecidos porque “nada les ha faltado” sean quienes hayan tomado el testigo para luchar, no por ellos, sino por esos grandes capitales que los mueven a su antojo. El lero-lero se ha convertido en “no-es-no" o “fuera-Chávez", “fuera-chavistas-de-la-universidad”. Cierran sus ojos, se tapan los oídos y aprietan los puños para demostrar su agresivo pacifismo. Menuda contradicción. Otros golpean, queman árboles y marchan bebiendo su sangría o sus birras porque "la represión, tú sabes, la lucha por la libertad, tú me entiendes, o sea".
"Yo como soy opositor demuestro que lo soy y ¡ay de aquel que no sea como yo! Es más, me caes mal”. Sin aviso y sin derecho a pestañear. Si supieran que la consigna "no-es-no” pone el rostro tieso y el alma enferma de intolerancia. Si supieran lo bonito que se siente cuando se da la mano para saltar juntos la cuerda...Entonces, uno empieza a añorar los carteles del salón, los piojitos y hasta los lero-leros. Después de todo, eran siempre en el recreo.
melva.josefina@gmail.com
jueves, 29 de enero de 2009
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