Foto: Liberan la verdadera
fotografía del cadáver acribillado de Salvador Allende, lo que echa por
tierra las versiones del supuesto suicidio. La imagen muestra al
expresidente chileno, acribillado a balazos, lo que conecta la lógica de
la destrucción del palacio de La Moneda con el objetivo final: asesinar
a Allende, en directa concordancia con la orden dada por el Gobierno
estadounidense a los militares chilenos para que desarrollaran una
política de genocidio en el país sudamericano.
Así mataron al presidente chileno
Por: Rubén Adrián ValenzuelaLa fotografía del cuerpo sin vida del presidente Salvador Allende, revela que ni se suicidó con un tiro de metralleta en la cabeza ni sus asesinos le cambiaron la ropa tras abatirlo. El mismo jersey que vestía mientras, pistola en mano, recorría los distintos puntos de La Moneda asediada es el que se puede apreciar en este documento inédito que los militares golpistas publicaron en un informe interno confidencial del Ejército de Tierra.
Una ráfaga de metralleta disparada a bocajarro puso fin, el 11 de septiem bre de 1973, a la vida del presidente constitucional de Chile, doctor Salvador Allende Gossens. Luego, la Junta Militar golpista, encabezada por Pinochet, diría que el mandatario se había suicidado utilizando una metralleta regalo del primer ministro cubano, Fidel Castro Ruz.
La verdad, sin embargo, es que Allende fue asesinado fría y premeditadamente por órdenes del propio Pinochet. El encargado del montaje posterior —que comenzó a desbaratarse apenas unas horas después— era un oscuro detective con grado de subcomisario que, pocas semanas antes, había hecho su solicitud de ingreso en el Partido Socialista-
Allende nunca llegó a tener en sus manos, durante el asalto al palacio presidencial de La Moneda, la mencionada metralleta —que en realidad era un fusil automático— y así lo prueban las fotos que acompañan este reportaje, en una de las cuales se puede ver al asesinado mandatario mientras recorre La Moneda, minutos antes del bombardeo del palacio por aviones de la fuerza aérea de Chile.
El arma que se ve en manos de Allende es una pistola, aparentemente una “Walter PPK”, y no una metralleta como la que lleva quien precede al médico presidencial Danilo Bartulín.
Muerto Allende, no hubo médico forense para practicar su autopsia ni emitir el informe correspondiente. El encargado de esta tarea fue el subcomisario Pedro Espinoza, quien utilizando una terminología aparentemente legalista habló de la “herida de tipo suicida” del Presidente.
Nadie, que se sepa, ha podido demostrar que Espinoza tuviera estudios de Medicina ni de Anatomopatología y, en cambio, sí peritos belgas que han estudiado la información sobre la muerte de Allende han dicho que “es evidente que el arma presuntamente usada por el Presidente para su “suicidio”, fue puesta allí después de muerto éste.”
Añaden los expertos belgas que, “51 efectivamente este arma se hubiese usado como dicen los informes de la Junta Militar chilena, el estampido habría arrancado la metralleta de las manos del Presidente al primer disparo y —puesto que fueron dos las descargas mortales— el segundo habría dado en cualquier otro punto, destrozando su cara y cráneo”.
Según el informe preparado por Pedro Espinoza, el Presidente tenía el arma suicida en- tre sus manos y él mismo yacía sentado en un sillón, levemente inclinado hacia un costado. Los peritos belgas discuten también este dato y dicen que en ningún caso es posible que el cuerpo de un suicida quede sentado después de utilizar un arma del calibre como la que supuestamente se halló en manos de Salvador Allende. “Habría saltado hacia atrás, con mucha violencia y, cuando menos, no hubiese quedado sentado con el arma entre las manos”, aseguran.
Pero no sólo los estudios de los belgas desmienten la farsa de Pinochet y sus secuaces. Las transcripciones de las conversaciones que el 11 de septiembre de 1973 intercambiaron por radio los militares (publicadas en exclusiva por interviú n.°539), dejan en claro que los golpistas siempre tuvieron la intención de asesinar al Presidente y con él a toda su familia. La idea de ofrecerle un avión a Allende para que, con sus más íntimos, se dirigiera a cualquier punto del globo, era sólo una patraña:
—Que se caiga ese avión… —se le oye decir, claramente, a Pinochet.
—¿Cómo que se caiga?
—Que se caiga, que lo bombardeen, que tenga un accidente… Cualquier cosa, pero hay que matar a ese marxista conchesumadre.
Lo que no estuvo en los planes de los golpistas, sin embargo, fue que el Presidente Allende decidiera quedarse en el Palacio de Gobierno a defender con su vida el mandato del pueblo. Y, mucho menos, que, tras presentar fiero combate, resultara herido y que uno de los asaltantes de La Moneda le rematara en el suelo, con un ráfaga de metralleta que le cruzó el pecho desde el hombro hasta el abdomen, hasta casi cercenarlo.
Preocupados por justificar ante el mundo lo injustificable, Pinochet, Leigh, Mendoza y Merino montaron la trama del suicidio intentando, además, vincularlo con el regalo que Fidel Castro le había hecho meses antes. Pero se les escapó otro detalle y es que, mientras el cuerpo sin vida del mandatario yacía en uno de los salones de La Moneda, un equipo de televisión, con el entonces coronel Pedro Ewin a la cabeza, filmaba una película en la recién bombardeada Casa Presidencial de la calle Tomás Moro.
Allí, junto con exhibir las ropas íntimas del Presidente (pretendían convencer al país de una supuesta vida lujuriosa de Allende), mostraron licores, obras de arte, víveres y armas. Entre estas últimas estaba la mencionada metralleta, con una dedicatoria que el improvisado animador de televisión leyó ante las cámaras.
El programa se emitió la misma noche del 11 de septiembre, cuando los chilenos aún no habían sido oficialmente informados de la muerte de su Presidente. Es obvio que la mencionada arma no podía estar en dos sitios a la vez, al menos, claro que la hubieran quitado del sitio en el cual yacía Allende “suicidado.
Veinticuatro horas tardaron los chilenos en enterarse de la muerte de su Presidente. En todo ese tiempo los militares intentaron montar una versión creíble de su crimen pero al no hallarla —”Este gallo— dijo Pinochet a sus secuaces —Hasta pa’morir dio problemas— optaron por poner el cadáver del mandatario en un ataúd forrado de zinc y lo soldaron para que nadie, ni siquiera su viuda, pudiera abrirlo.
Enrique Huertas, funcionario de Intendencia del Palacio Presidencial a quien no se podía acusar de político o activista peligroso, puesto que se trataba de un empleado de carrera, fue fusilado el mismo día 11 de septiembre. Su pecado fue haberse convertido, involuntariamente, en el único testigo que vio el momento en que el general Palacios disparaba sobre el cuerpo tambaleante del Presidente Allende.
El Presidente les había ordenado a sus más cercanos colaboradores —entre ellos a su asesor político, el profesor valenciano Joan E. Garcés— que abandonaran La Moneda para evitar más muertes inútiles. Quería que sólo permanecieran a su lado aquéllos que estuvieran dispuestos a combatir y supieran manejar las pocas armas que aún había allí. Tras apasionadas discusiones, Allende convenció a los que se negaban a obedecerle que era preferible salir para contarle al mundo lo que allí había sucedido. “Y usted puede hacerlo mejor que nadie”, le dijo al español Joan Garcés.
Osear Soto, uno de los médicos personales del Presidente, dice que salían todos del recinto, mientras se oía avanzar desde la primera planta un piquete militar que disparaba sin cesar hacia el sitio en que, suponían, estaban Allende y sus leales. Enrique Huertas, que marchaba detrás del doctor Soto, se volvió de pronto al oír los disparos en el salón que acababan de dejar y, con voz desencajada se unió de nuevo a la. columna que bajaba a entregarse a los golpistas: “Han matado al Presidente —dijo Huertas—. Le han disparado a bocajarro”.
En el recinto al que llevaron prisioneros a los colaboradores de Allende, Huertas contó a sus compañeros lo que alcanzó a ver cuando abandonaban La Moneda y sus palabras las ratificó Arturo “Pachi” Guijón, quien al parecer también pudo ver la arremetida final de los militares contra el Presidente.
El ex senador socialista —hoy exiliado en España— Erick Schnake dice que, en el campo de prisioneros al que les llevaron, “El “Pachi” nos contó a todos que había visto cómo mataban al presidente. Después se retractó y recuperó la libertad, en tanto que a Enrique Huertas le fusilaron y ni siquiera su cuerpo le fue posible recuperar a su viuda… Nosotros pensamos que el “Pachi” Guijón llegó a un acuerdo con los golpistas porque más tarde le permitieron vivir en Chile sin ningún problema”.
No habían retirado aún las trincheras de sacos de arenas del cuartel general de Investigaciones de Chile (la policía civil), cuando en septiembre de 1973 el general Ernesto Baeza Michaelsen recibió en su despacho al autor de este artículo. Guardaba el militar, en una caja fuerte que hasta pocas semanas antes había sido la de Alfredo Joignant, las fotos del cuerpo sin vida de Salvador Allende.
Las sacó y puso sobre su mesa de trabajo, diciendo que muy pocas personas habían tenido acceso a esos documentos y que nunca, mientras él pudiera evitarlo, serían publicados. —^¿Ni siquiera para aclarar cómo murió el Presidente?—¿Usted cree que podrían aclarar algo?, respondió/preguntó, al tiempo que comenzaba a barajarlas, una tras otra.
Eran doce o quince fotos en formato 18×24 centímetros y las primeras mostraban el cuerpo de Allende, desnudo de la cintura hacia arriba, con la ropa arremangada alrededor del cuello. Una hilera de impactos le cruzaba el pecho en diagonal, desde el centro hacia el hombro.
La cara era una masa sanguinolenta y poco menos que irreconocible. No fue posible ver más, porque el general, recogiéndolas rápidamente, volvió a guardarlas, esta vez en un cajón de su mesa, casi enfrente de su pecho:
—No debió ser así… Yo tenía órdenes para ofrecerle un avión en el que se fuera del país con toda su familia pero… me insultó y no quiso negociar. Lo que Baeza no dijo en ese momento fue que al día siguiente del golpe, el 12 de septiembre de 1973, al enterarse por la prensa golpista de la versión que Pinochet quería dar sobre la muerte del Presidente, presentó su renuncia no sólo a la Dirección de Investigaciones, sino al Ejército y a su cargo como portavoz en los primeros actos de la Junta Militar golpista.
El motivo de su renuncia fue la ofuscación que le produjo lo que él llamó “una cobardía”, cuando se enteró que Pinochet había desautorizado la orden suya de que peritos de la Brigada de Homicidios de Investigaciones (entre los que aparecía como jefe el ya citado Pedro Espinoza) inspeccionaran el cadáver de Allende.
Esta primera discrepancia de Baeza con Pinochet (superada como se verá más tarde, pero no por muchos años) obligó a todos los actores del drama a postergar por muchas horas la subida del telón sobre la muerte de Allende. Incluso uno de los hasta entonces más populares locutores de la TV, César Antonio Santis contaría más tarde cómo, desde el cuartel de la Primera Compañía de Bomberos de Santiago (de la que era y es voluntario) veían incendiarse La Moneda sin que les dieran la autorización para acercarse.
Obviamente los golpistas estaban desarrollando, nerviosamente, las conversaciones que les permitirían ponerse de acuerdo en una versión, más o menos común, del “suicidio” de Allende.
Eugene M. Propper, fiscal norteamericano en el llamado “Caso Letelier”, logró establecer en 1980 que el autor material de los disparos sobre el cuerpo tambaleante del presidente Allende fue el teniente ayudante del general Palacios, Rene Riveros, quien años más tarde aparecería implicado en el asesinato en Washington del ex canciller socialista de Chile, Orlando Letelier. Riveros, que para su misión en Washington usó un pasaporte falso de nombre de Juan Williams Rose (ver Interviú n.° 127, de octubre de 1978), era el día del golpe el oficial de órdenes del general Palacios y en una publicación interna del Ejército de Tierra contaría, meses después, que al llegar a la planta superior, en la que más tarde harían aparecer el cuerpo de Allende, “un emboscado disparó sobre el general, hiriéndole en una mano”.
Al abatir al defensor del palacio presidencial, los soldados corrieron hacia el salón desde el cual habían salido los disparos, encontrándose con el cuerpo, malherido, de Allende:
—¡Mi general! —gritó un soldado—. ¡Es el Presidente!
—¡En este país ya no hay más Presidente! —gritó Riveros, al tiempo que descerrajaba una ráfaga de su FAL sobre el cuerpo caído del mandatario.
Este pasaje; sin embargo, es descrito así por el fiscal Propper y su asociado Taylo Branch en el libro “Laberinto”, que juntos escribieron tras investigar la trama del asesinato de Letelier: “Tras consultar por radio con Pinochet, que se encontraba en su puesto de mando, Baeza ordena que las fuerzas de élite del Regimiento de Infantería realicen un nuevo asalto [al palacio de la Moneda], apoyados por ocho tanques Sherman.
“Fuerzas de Infantería entran en La Moneda. Pequeños grupos suben escaleras arriba, a través del humo, cubriéndose con el fuego de sus armas. Un rubio teniente chileno. Rene Riveros, se encuentra, repentinamente, enFrentándose a un civil armado, ataviado con un jersey de cuello alto. Riveros vacía medio cargador de su arma en el cuerpo del Presidente de Chile, matándole al instante, con una hilera de heridas que van de la ingle a la garganta.”
Como quiera que sea, dos versiones distintas dan como autor de los disparos mortales contra Allende al teniente Riveros, aunque una tercera dice que fue el propio Palacios quien remató al Presidente que, según el instigador de su muerte, Augusto Pinochet “hasta pa morir dio problemas”.
Lo cierto es que, con el paso de los años, hasta la versión “oficial” de Arturo “Pachi” Guijón está siendo corregida, ahora por el propio embajador de los Estados Unidos en Chile, en el tiempo de Allende, Nathaniel Davis. Este, en una nota a pie de página en su libro de reciente aparición “Los dos últimos años de Salvador Allende”, dice que investigando la forma cómo murió el Presidente, en julio de 1984, en Nueva York, entrevistó al general Javier Palacios, “quien dice que’ Guijón le había asegurado, en el día del golpe, que no había visto que Allende se pegara un tiro [como afirmaría luego con gran beneplácito de la Junta golpista], pero que oyó disparos y volvió atrás”.
Frente a todas estas evidencias, las palabras que el general Baeza pronunciara ante el autor de este reportaje, en septiembre de 1973, cuando, tras mostrar las fotos del mandatario asesinado, le pedí un pronunciamiento acerca de cómo había muerto realmente Salvador Allende: “Los mejores secretos de la Historia —dijo con insospechada dimensión— siempre terminan por desvelarse”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario