La XLVIII Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) estuvo marcada por la amenaza de suspender a Venezuela del organismo, tal como lo exigió el vicepresidente estadounidense, Mike Pence, en la antesala al evento. El saldo final del magno evento del "Ministerio de Colonias" dijo otra cosa y colocó a Estados Unidos, otra vez, en el mismo punto de partida iniciado en 2016.
Antesala, contexto y la Asamblea General
Este nuevo round de asedio contra el país empezó hace un mes, específicamente el 7 de mayo, cuando el vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence, dio un discurso en una sesión especial del Consejo Permanente de la OEA, preparada por el secretario general Luis Almagro con el único objetivo de recibirlo y engrandecer su figura.
La razón de ser de ese hecho, inédito en la política estadounidense y regional, consistió en asumir en primera persona, y utilizando el peso institucional como segundo a bordo de la Casa Blanca, la exigencia de suspender a Venezuela del organismo multilateral que sigue teniendo su copyright en Washington. En dicho evento, que abrió y cerró con el discurso de Pence, la Administración Trump prefiguró la suspensión de la República Bolivariana como principal objetivo político a perseguir en la Asamblea General.
Casi un mes después, ya con los reflectores alumbrando la antesala del evento, Pence nuevamente recalcó el anuncio de que estaban cerca de suspender al país unos días antes de la jornada. Reforzó esa declaración recibiendo en la Casa Blanca a delegaciones de 22 países miembros del organismo, entre ellos, República Dominicana, Ecuador, San Cristóbal y Nieves y Trinidad y Tobago, para persuadirlos de votar a favor de esta suspensión, enviando un mensaje de seguridad a la opinión pública y marcando un escenario donde la misión estaba garantizada.
A medida que avanzaba la Asamblea General, esa persuasión inicial fue evolucionando en amenazas y luego en extorsiones de distinto tipo, tanto a nivel público como privado, para intentar lograr lo que la ausencia de carisma del vicepresidente Pence no consiguió en la sede del poder ejecutivo estadounidense horas antes.
Marcando el mismo tono, el representante de Estados Unidos ante el organismo, Carlos Trujillo, declaró dos días antes de la Asamblea General que tenían los votos necesarios para tratar la suspensión de la República Bolivariana. Ambas declaraciones, la de Pence y posteriormente la de Trujillo, ubicaron esta medida como el único objetivo político de la reunión anual del organismo, un posicionamiento arriesgado debido a que no dejaba ningún matiz que fuera posible de administrar políticamente si ocurría algo por fuera de esa planificación inicial, como efectivamente ocurrió al final de la intensa jornada de dos días.
El secretario de Estado, Mike Pompeo, hizo una corta presencia en la reunión para darle mayor estatura y verosimilitud a la exigencia de Pence, luego confirmada por Carlos Trujillo. Redondeó durante su intervención que había que pasar a los hechos en un intento por mostrar que, desde las grandes ligas de la política estadounidense, se estaba tomando nota del evento y, sobre todo, de quienes no se habían enfilado, a esa hora, a cumplir con los designios de la Casa Blanca. Esta tercera demostración de fuerza verbal, innecesaria si se supone que la reunión es en Washington y que la OEA tiene como guía espiritual a Estados Unidos, iba confirmando que las cosas no marchaban tan bien como anunciaba la celebración en offside de Pence y Trujillo.
Nuevamente, y con el mismo resultado ausente de éxito, Estados Unidos jugó a la polarización extrema en el seno del organismo con respecto a Venezuela, y endosó su victoria política a un objetivo difícil de alcanzar. El típico y cada vez menos efectivo "todo o nada", que tantos resultados negativos le ha traído a la Administración Trump en su conflicto existencial contra Rusia, China, Siria, Irán, Corea del Norte y, por supuesto, Venezuela.
Hacer una y otra vez lo mismo y esperar resultados diferentes suele utilizarse como una frase que explica bastante bien el concepto de locura; en términos políticos y diplomáticos, Estados Unidos pensó que, obrando igual desde el año 2016, aplicando las mismas fórmulas y ejerciendo el mismo tono, alcanzaría, ahora sí y para siempre, el objetivo de excomulgar a Venezuela. Más que válida esta expresión, pues si hay una institución que mejor representa la religión del libre mercado y del saqueo transnacional es precisamente la OEA.
El símil no sólo dice lo que es evidente, también muestra la falta de pensamiento creativo y de comprensión flexible del entorno internacional por parte de los funcionarios estadounidenses para interpretar el momento y lograr aproximaciones tácticas con el fin de restarle beligerancia al planteamiento venezolano. Justamente, y para molestia de Mike Pence, ocurrió lo contrario: el comportamiento temperamental de Carlos Trujillo, y el linchamiento combinado de los países del Grupo de Lima, dotaron de peso adicional los argumentos del canciller venezolano Jorge Arreaza, lo que a su vez generó un posicionamiento defensivo y obstinado, actitudes que deslucen en cualquier escenario diplomático, en Estados Unidos y sus vasallos.
Así transcurrieron los dos días de Asamblea General, centralizando el temario en la situación venezolana. Los países del Grupo de Lima, sobre todo Brasil, Canadá y Chile, entre otros, tomaron especial protagonismo en el linchamiento discursivo contra el país tratando de imponer la apariencia de que tales ataques eran parte de un "clamor hemisférico" y no un plan que había delineado Mike Pence con un mes de anterioridad. Ninguna sorpresa.
Resolución exprés como premio de consolación
El saldo final de esta ofensiva diplomática de Estados Unidos es más que demostrativa, dado que lo único que pudo conseguir fue una resolución apoyada por 19 de los 24 países necesarios para suspender a Venezuela del organismo. Así que, ante la necesidad urgente de consolidar un medida de fuerza contra Venezuela, cuando faltan 11 meses para concretarse su retiro del organismo, la Administración Trump se queda con una resolución en la que intenta comprometer en el futuro a los cancilleres de la región en la aplicación de la Carta Democrática, un objetivo que no logra alcanzar desde 2016.
Se repite, otra vez, la misma correlación de fuerzas de los años 2016, 2017 y de febrero del presente año, donde los países que apoyan, con sus matices si observamos a las naciones caribeñas, algunos vectores de la agenda estadounidense, nunca ha superado la barrera de los 20 países miembros.
En este contexto Estados Unidos, junto al Grupo de Lima, se tuvo que conformar con una resolución simbólica, más bien un premio de consolación, que instó a:
- Calificar las elecciones presidenciales del 20 de mayo por fuera de los "estándares internacionales", sin apelar a la verborrea del "fraude".
- Un diálogo nacional etéreo y sin una ruta en lo práctico que "posibiliten elecciones libres".
- Aplicar medidas (sin hacer ninguna referencia específica) para "restaurar la democracia en Venezuela".
- Permitir el ingreso de "ayuda humanitaria" y atender a "los inmigrantes venezolanos", repitiendo lo mismo de la resolución aprobada en febrero.
- Tratar la suspensión de Venezuela en una eventual Asamblea extraordinaria de cancilleres, sin especificar fecha.
En términos políticos, la aprobación de esta resolución implica una derrota política para Estados Unidos, puesto que el objetivo fundamental era consagrar la suspensión. A estas alturas del conflicto, bajar el listón y conformarse con un documento diplomático que no representa realmente sus objetivos estratégicos, no puede calificarse como un resultado exitoso: en ningún rincón de la resolución hay mención alguna de respaldo a las sanciones de Washington, un piso de apoyo que ha intentado generar desde la creación y lanzamiento del Grupo de Lima.
Este último fiasco se observó en varios momentos políticos clave de la Asamblea General, dominados por un verbo agresivo, de escasa altura institucional, por parte de los países aliados de Estados Unidos. Casos que, por más que resulten repetitivos a lo largo del tiempo, no dejan de mostrar, en toda su dimensión, el nivel de estancamiento diplomático que tiene la política de Washington en el organismo denominado por Fidel Castro, en su momento, como su "Ministerio de las Colonias".
Un aspecto esencial de la resolución es su composición híbrida para acercar a los países neutrales del organismo a la agenda de Estados Unidos, por esa razón es que aparece un endeble llamado al diálogo junto al desconocimiento de las elecciones presidenciales y la oferta de "ayuda humanitaria". Sin embargo, en términos de tonalidad y direccionamiento del discurso, la resolución no le permite ir más allá a Estados Unidos en su agenda de sanciones para destruir la economía nacional de Venezuela, al menos desde la plataforma de la OEA, la cual al ser deslegitimada por el Gobierno Bolivariano crea obstáculos a los fines de mantener oxigenada la presión diplomática.
Ir más allá implicaría para Washington un mayor distanciamiento de los países nuetrales y, en consecuencia, la ausencia de una cobertura diplomática para legitimar próximas arremetidas en el terreno financiero.
Si en el tiempo por venir una numerosa cantidad de países no se suma a la suspensión de Venezuela y a la ruptura masiva de relaciones económicas y comerciales, la resolución, aún con el apoyo de 19 países a la que se sumaron algunos del Caribe, quedará como un texto irrelevante que no tiene el asidero necesario para que Estados Unidos asiente su política de confrontación contra Venezuela. Ante este nuevo fiasco, el Gobierno venezolano ha ganado tiempo y margen de maniobra: dos activos esenciales para blindarse frente a las medidas unilaterales que podrían venir para compensar la derrota en la Asamblea General.
Presiones, amenazas y los momentos clave
Todo lo antes descrito vino acompañado, además, de un hecho inédito, más por hacerlo público que por otra razón, en un alto funcionario estadounidense como lo es el vicepresidente: la llamada al presidente ecuatoriano, Lenín Moreno, por parte de Mike Pence, para que apoyara la suspensión. En esa misma línea fueron las declaraciones de Departamento de Estado, el cual anunció que "tomaría nota" sobre quienes apoyaran y rechazaran esta moción, atemorizando con ejecutar represalias. Una práctica que comienza a hacerse habitual en los escenarios internacionales donde Estados Unidos tiene desventaja.
El año pasado, cuando el senador Marco Rubio amenazó a El Salvador, Haití y República Dominicana por no haber apoyado el intento de aplicar la Carta Democrática a Venezuela, fue un intento de extorsión estadounidense a nivella público y notorio.
En este marco de presión, durante las cuatro sesiones de la Asamblea, se observaron novatadas políticas reflejadas en una sobreactuación en el caso venezolano, entre las que destacan la declaración del canciller de Chile, Roberto Ampuero, acusando a su par venezolano, Jorge Arreaza, de ser "el perfecto representante del régimen dictatorial de Nicolás Maduro", una diatriba más propia de una dirigente del antichavismo como María Corina Machado que de un representante diplomático de un Estado miembro de la OEA.
Un reflejo que, más allá de salirse de las mínimas formas que deben reinar en un escenario como la OEA, también hace evidente la colonización del discurso antivenezolano exportada por Marco Rubio, quizás una de las vocerías que tiene menos altura y tacto para construir consensos por fuera de la coerción y la presión contra los países de la región. En ese sentido, los cruces entre el canciller venezolano con su par argentino, Jorge Faurie, y su par colombiana, María Ángela Holguín, dieron también muestras de la pérdida de cualquier atisbo institucional de altura en esta coalición, evidenciando una falta de liderazgo alternativo al de Estados Unidos respecto a Venezuela, tal como se vio en los frustrados intentos anteriores de aislar al país del organismo.
Quizás uno de los ejemplos más llamativos de esta falta de profesionalismo, y de respeto básico a las normas y protocolos de la OEA, se vio en la tercera sesión cuando el canciller de Paraguay, Eladio Loazaiga, cortó arbitrariamente el derecho de palabra del canciller Jorge Arreaza, utilizado para responder al representante de Estados Unidos en la OEA, Carlos Trujillo, sobre los efectos de las sanciones contra el país. En este contexto, Venezuela en la voz de Arreaza, tuvo un escenario propicio para enfrentarse directamente contra la Casa Blanca y los países del Grupo Lima en un clima que evidenció el claro carácter unilateral de las medidas financieras contra la República Bolivariana.
Saldos finales y proyecciones a futuro de este nuevo round en la OEA
Es de destacar que restan 11 meses para que se formalice la salida de Venezuela del organismo, por lo que la intención de Estados Unidos es conseguir simbólicamente su suspensión para mostrar un logro diplomático mínimo. Pretexto que, además, le permitiría seguir escalando con sus medidas unilaterales, por fuera de la legislación internacional, además de presionar a sus acompañantes para que endurezcan el asedio.
Hasta ahora, y muy a pesar de la Administración Trump, ninguno de sus países aliados se ha mostrado proclive a tomar sanciones económicas del mismo calibre a las firmadas por el presidente estadounidense, ni ha roto relaciones comerciales con Caracas.
Por lo pronto el costo político de no lograr el objetivo, que había presentado con una garantía infalible, recae en la dupla de Mike Pence y Mike Pompeo, pero también en Marco Rubio y en el lobby antivenezolano del Sur de la Florida, que tiene a María Corina Machado y a la coalición Soy Venezuela como su franquicia local para legitimar en suelo venezolano la injerencia estadounidense. Todos ellos perdieron.
Todavía carece de los 24 votos necesarios para conseguir una eventual suspensión del organismo, por lo que el vicepresidente Mike Pence anunció una próxima gira a Brasil y Ecuador en pos de ejercer la presión necesaria para conseguirlos. Aún con esta nueva gira, Washington difícilmente podrá conseguir todos estos votos colocando en el horizonte, nuevamente, una meta bastante incumplible, dado que en el único consenso donde podría ejercer algún tipo de influencia sería en un escenario de diálogo: ese escenario a la que la oposición ligada a Estados Unidos le huye por la garantizada pérdida de capital político que representa darle la mano a Maduro.
La política de presión encabezada por la Administración Trump tiene como resultado un alejamiento definitivo venezolano de la OEA y de una relación constructiva con el Grupo de Lima. De esta forma, Washington, al buscar aislar a Venezuela, inhibe sus recursos de poder blando de negociación para influir con mayor efectividad en el escenario venezolano.
Esta realidad demuestra la incapacidad que tiene la Administración Trump para mover una agenda hemisférica de consenso respecto a Venezuela que sea abarcante e inclusiva en función de favorecer su estrategia de mayor escalamiento.
Un dato al margen, de claro contenido político, es que, con Venezuela fuera del organismo, puede que el próximo año la OEA sea escenario de la discusión sobre el tratamiento de la Administración Trump respecto a los inmigrantes latinoamericanos y la construcción de un muro en la frontera con México. Dado el inminente triunfo de Manuel López Obrador en México, tranquilamente la próxima Asamblea General de la OEA pueda suceder en un clima mucho más adverso para Estados Unidos, construido para linchar, sin éxito y con muchos fracasos, a la República Bolivariana de Venezuela
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