Hace un par de semanas, en mi trabajo nos vendieron un mercadito bien resuelto. Yo, a causa de mi mala memoria, andaba a pie, no cargaba ni un bolsito, tenía que ir a clase, se venía el fin de semana y no sabía qué hacer con todo eso. Entonces, por mi archiconocido espíritu de “yo resuelvo” (que a veces viene antecedido por un obstinado “déjalo así”) decidí meter todo eso en una caja de mayonesa (la primera que se atravesó en mi camino), echarle tirro parejo y lanzarme aquel pesado mamotreto al lomo, primero hasta la universidad, luego hasta la casa.
Pero, como las cosas siempre pueden complicarse un poquito más, las camioneticas venían repletas de gente. Cuando por fin pude montarme en una, me sujeté de la puerta y coloqué la caja entre mis piernas, al borde del asfalto. La escena debía verse tan o más engorrosa de lo que era. Entonces, un señor mayor, vestido con un uniforme de fospuca de esos que tienen una franja que brilla en la oscuridad, se ofreció a llevarme la caja. Yo, ante mi evidente falta de opciones, acepté. La caja rodó medio carrito hasta llegar a aquel hombre y perderse de mi vista. Y, la verdad, acá entre nos, yo empecé a sentirme aún más temerosa que al principio: “Coño, ¿y si este tipo se baja con mi caja? Y yo metida en medio de este berenjenal de gente, es que ni que me los lleve a todos por delante y eche a correr, podría detenerlo”.
Enseguida, me llamé a capítulo: “¿Y tú por qué andas pensando eso, Jessica? ¿Qué razones te dio ese pobre ser para que desconfíes así de él?”. Al cabo de unos minutos me hallé recordando algunos cuentos de camino desde el reciente “sabes que dizque una señora iba caminando con una bolsa con leche y azúcar y unos motorizados se la arrancaron”, hasta las lejanas pirañas marabinas que supuestamente “le cortaban y robaban el cabello a todas las mujeres”.
De repente supe que a muchos les conviene eso: desintegrarnos como colectivo, hacernos olvidar que la vida debe darse en continuidad con otros, entramada con otros, enredada con otros. No solamente por necesidad, sino también por placer.
Al cabo de unas cuadras, llegué a mi destino, pedí la parada, y él hombre se bajó conmigo ¡y mi caja!, junto a un amable “aquí está señorita, que tenga un buen día”. Yo, en ese punto, no sabía si darle las gracias u ofrecerle una disculpa.
Durante las horas siguientes, pase más tiempo viendo la caja que la pizarra. Al salir, decidí tomar el metro, hacía calor, y un bebé, acompañado de su abuela, lloraba con ahínco. Pasaban las estaciones, pero su llanto no se detenía. Una mujer, que llevaba rato observándolo se animó a hablar:
―Señora, ese niño tiene hambre, yo acabo de ser mamá, y estoy amamantando, si usted me lo permite, yo puedo darle pecho.
La doña, entre la desesperación y la duda, ante la mirada atónita de buena parte del vagón, le acercó el bebé, y segundos después yo pude escuchar el silencio más hermoso de mi vida. Me sequé disimuladamente un par de lágrimas y fui tan o más feliz que aquella criatura.
Al llegar a casa, hablé por teléfono con el hombre que quiero y no quise mencionarle lo desastroso que estuvo mi día, solo necesitaba contarle eso, recordarle, para así recordarme a mí misma, que somos un pueblo noble, repleto de gente maravillosa y que ningún odio, ninguna cizaña, ningún miedo, ninguna necesidad por intensa que sea, podrá jamás desdibujar el amor que somos capaces de dar y sentir, aunque a veces nos hagan olvidarlo.
Desde entonces y hasta ahora, aun en medio de las más demoledoras noticias, con altas y bajas, yo me he aferrado a ese par de recuerdos. He apostado a que la vida no se detenga, a que nadie me arrebate mi derecho a sonreír, mi bandera de paz hoy ondeada por vientos de guerra. He decidido mirar a los ojos a quien pretende obligarme a bajar la cabeza, saludar al que quisiera ver mis “buenos días” ardiendo en llamas, ir a trabajar cada mañana, dar clases, recibirlas, sortear guarimbas, bailar al son de las cacerolas, hacer el amor en tiempos de beligerancia, celebrar mi cumpleaños, aunque a mi alrededor deseen imponer la muerte.
De hecho, antes de escribir esta columna estaba terminando de corregir las tesis que dos estudiantes deben defender este miércoles (26 de julio), para acto seguido consolarlas por teléfono, pues la fecha hoy se encuentra tambaleando por el llamo a paro forzado de un sector al que no le importan los sueños ni las necesidades del otro, aunque ese otro comulgue con ellos. Entonces, una vez más, me prometí llegar a esas defensas, porque seguir es la única opción viable.
Precisamente por estos días he recordado mucho una frase de Ernesto Sábato, quien criticó duramente a Perón y se sentó a almorzar con el dictador Videla, pero una tarde exclamó: “Lo admirable es que el hombre siga luchando y creando belleza en medio de un mundo bárbaro y hostil”. Y eso seguiremos haciendo… con o sin el entendimiento de los seudointelectuales, con o sin el consentimiento de los que pretenden convertirnos en marionetas de su circo. Nosotros amaremos, aunque para eso tengamos que hacer como Florentino Ariza cuando enarboló la bandera amarilla del cólera en un barco sobre las aguas del río Magdalena, con la única finalidad de que las autoridades no lo dejasen desembarcar en ningún puerto, para poder seguir amando a Fermina Daza, hasta el fin de los tiempos.
Y si un día cualquiera alguien apunta contra tu risa, y pretende acusar a tu alegría de “indiferente”, hazme el favor y recítale aquel viejo y necesario poema: “Usted preguntará ¿por qué cantamos? Si cada hora vino con su muerte, si el tiempo es una cueva de ladrones (…) Usted preguntará ¿por qué cantamos? Si la patria está casi muerta de tristeza y el corazón del hombre se hizo añicos (…) Cantamos porque el río está sonando y cuando suena el río suena el río, cantamos porque el cruel no tiene nombre y en cambio sí tiene nombre su destino, cantamos por los niños, por el futuro, y por el pueblo, cantamos porque los sobrevivientes y nuestros muertos quieren que cantemos (…) Cantamos porque llueve sobre el surco y somos militantes de la vida y porque no podemos ni queremos dejar que la canción se haga ceniza, cantamos porque el grito no es bastante y no es bastante el llanto ni la bronca, cantamos porque creemos en la gente y porque venceremos la derrota, cantamos porque el sol nos reconoce y porque el campo huele a primavera y porque en este tallo y en aquel fruto cada pregunta tiene su respuesta”. Cantemos.
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