Carola Chávez.
Esa mañana todo parecía estar en calma. Desde que piden cédula laminada para comprar productos básicos las largas colas de bachaqueros se han reducido a su mínima expresión: cuatro mujeres que, cada día, manguarean vigilantes frente al supermercado, esperando pescar algún producto revendible que todavía no hayan comprado.
Al pasar, las escuché quejándose del aumento salarial anunciado por el Presidente Maduro, “con lo caro que está todo, esa vaina no alcanza para nada” -decían las muy chacumbeles que sumaban entre todas varios frascos de mayonesa que revenderían a diez veces su valor.
Una vez adentro me fui, como siempre, a la nevera de quesos y charcutería. Allí unas señoras miraban con recelo unas bandejas de queso amarillo. Las tomaban, les daban vueltas, leían las letricas pequeñas ajustando sus anteojos para que no se les escapara la trampa. Ese queso era sospechoso de costar la mitad de lo que cuestan sus pares; algo malo tenía que tener. ¡Ajá, es queso uruguayo! -Graznó triunfante una de las señoras. “Lo sabía, -continuó- si este queso es uruguayo, seguro que es de los que trae el gobierno, como son amigos, y es tan malo que ni en Mercal se lo comen y ahora lo meten aquí para que no digamos que hay desabastecimiento. ¡Que se lo coma Maduro!”
Baratísimo y buenísimo el queso uruguayo que rellena los panes de mi desayuno.
Más adelante, en el pasillo de las galletas, tres señoras treintonas resolvían un dilema oscuro como las galletas Oreo. Resulta que había dos tipos de Oreo esa mañana: unas Oreo nacionales y otras importadas de Miami. Galletas idénticas en empaque, color, textura de cartón piedra con relleno de manteca hidrogenada y azúcar, solo dos cosas las diferenciaban: las letras en inglés en el empaque mayamero y el precio. Mientras las Oreo criollas costaban 80 bolívares, las gringas costaban Bs. 2.900; sí, yo también creí haber leído mal pero no, ese era el precio.
Turulata, busqué el precio de esas galletas en mi teléfono inteligentísimo. Descubrí, que en cualquier mercado mayamero, esas Oreo cuestan $2,98, es decir que el precio de esas galletas de pacotilla había sido calculado sobre un dólar a mil bolos y aquellas mujeres, tan viajadas, en lugar de poner el grito en el cielo, estaban tratando, en todo caso, de convencerse de que valía la pena llevarse las galletas gringas porque “hay gusticos que uno no se puede negar” -Y yo pensaba en el recalcitrante friso de manteca vegetal que dejan esas galletas pegado al paladar… “Marika, pero es que darle un mordisquito a una de esas Oreo es como estar un ratico en Miami” -Se los juro por mi mamá que eso oí.- La tercera mujer quería ser un poco más sensata y le advirtió a sus amigas que las Oreo engordan. La callaron con un lapidario, “engordarás tú, porque nosotras, con una hora de pilates matamos esas calorías”.
En fin, que ganó la sensatez y compraron solo dos paquetes, seis mil bolos en galletas de utilería gringa para repartir entre las tres y yo seguí recorriendo pasillos convencida de que nada de lo que pasara en adelante podría superar lo que acababa de presenciar.
Terminé de comprar mis cosas y ya en la caja, me tocó compartir espera con una de esas mujeres se maquillan para ir al mercado como si fueran para una boda. Batiendo el pelo y despejando la pollina de la frente con enormes y barrocas unas postizas, buscaba atención con desespero: “en este país ya no se puede vivir y ¡peor! ya ni siquiera se puede uno quejar porque si lo haces, vienen y te caen a golpes”. Dijo sin que nadie la golpeara.
Como no le devolví una sonrisa y una queja para empatar con la suya, la señora decidió “bypasearme” y montó su quejaduría junto a un señor que yo tenía al otro lado. Estaba rodeada y la cajera era novata y lenta. Se quejaron de que no se podía ni quejar mientras la señora sacaba los productos de su carrito con cuidado de no quebrar sus uñas. “Horrible, imposible, cayéndose a pedazos… culpemaduro, of course”.
¡Cómo sufría!, menos mal que, entre el perolero que llevaba, vi que había un paquetico de Oreos made in Miami, de esas que por breve mordisco, le darán a esa pobre mujer un aire de país.
Esa mañana todo parecía estar en calma. Desde que piden cédula laminada para comprar productos básicos las largas colas de bachaqueros se han reducido a su mínima expresión: cuatro mujeres que, cada día, manguarean vigilantes frente al supermercado, esperando pescar algún producto revendible que todavía no hayan comprado.
Al pasar, las escuché quejándose del aumento salarial anunciado por el Presidente Maduro, “con lo caro que está todo, esa vaina no alcanza para nada” -decían las muy chacumbeles que sumaban entre todas varios frascos de mayonesa que revenderían a diez veces su valor.
Una vez adentro me fui, como siempre, a la nevera de quesos y charcutería. Allí unas señoras miraban con recelo unas bandejas de queso amarillo. Las tomaban, les daban vueltas, leían las letricas pequeñas ajustando sus anteojos para que no se les escapara la trampa. Ese queso era sospechoso de costar la mitad de lo que cuestan sus pares; algo malo tenía que tener. ¡Ajá, es queso uruguayo! -Graznó triunfante una de las señoras. “Lo sabía, -continuó- si este queso es uruguayo, seguro que es de los que trae el gobierno, como son amigos, y es tan malo que ni en Mercal se lo comen y ahora lo meten aquí para que no digamos que hay desabastecimiento. ¡Que se lo coma Maduro!”
Baratísimo y buenísimo el queso uruguayo que rellena los panes de mi desayuno.
Más adelante, en el pasillo de las galletas, tres señoras treintonas resolvían un dilema oscuro como las galletas Oreo. Resulta que había dos tipos de Oreo esa mañana: unas Oreo nacionales y otras importadas de Miami. Galletas idénticas en empaque, color, textura de cartón piedra con relleno de manteca hidrogenada y azúcar, solo dos cosas las diferenciaban: las letras en inglés en el empaque mayamero y el precio. Mientras las Oreo criollas costaban 80 bolívares, las gringas costaban Bs. 2.900; sí, yo también creí haber leído mal pero no, ese era el precio.
Turulata, busqué el precio de esas galletas en mi teléfono inteligentísimo. Descubrí, que en cualquier mercado mayamero, esas Oreo cuestan $2,98, es decir que el precio de esas galletas de pacotilla había sido calculado sobre un dólar a mil bolos y aquellas mujeres, tan viajadas, en lugar de poner el grito en el cielo, estaban tratando, en todo caso, de convencerse de que valía la pena llevarse las galletas gringas porque “hay gusticos que uno no se puede negar” -Y yo pensaba en el recalcitrante friso de manteca vegetal que dejan esas galletas pegado al paladar… “Marika, pero es que darle un mordisquito a una de esas Oreo es como estar un ratico en Miami” -Se los juro por mi mamá que eso oí.- La tercera mujer quería ser un poco más sensata y le advirtió a sus amigas que las Oreo engordan. La callaron con un lapidario, “engordarás tú, porque nosotras, con una hora de pilates matamos esas calorías”.
En fin, que ganó la sensatez y compraron solo dos paquetes, seis mil bolos en galletas de utilería gringa para repartir entre las tres y yo seguí recorriendo pasillos convencida de que nada de lo que pasara en adelante podría superar lo que acababa de presenciar.
Terminé de comprar mis cosas y ya en la caja, me tocó compartir espera con una de esas mujeres se maquillan para ir al mercado como si fueran para una boda. Batiendo el pelo y despejando la pollina de la frente con enormes y barrocas unas postizas, buscaba atención con desespero: “en este país ya no se puede vivir y ¡peor! ya ni siquiera se puede uno quejar porque si lo haces, vienen y te caen a golpes”. Dijo sin que nadie la golpeara.
Como no le devolví una sonrisa y una queja para empatar con la suya, la señora decidió “bypasearme” y montó su quejaduría junto a un señor que yo tenía al otro lado. Estaba rodeada y la cajera era novata y lenta. Se quejaron de que no se podía ni quejar mientras la señora sacaba los productos de su carrito con cuidado de no quebrar sus uñas. “Horrible, imposible, cayéndose a pedazos… culpemaduro, of course”.
¡Cómo sufría!, menos mal que, entre el perolero que llevaba, vi que había un paquetico de Oreos made in Miami, de esas que por breve mordisco, le darán a esa pobre mujer un aire de país.
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