Reinaldo Iturriza López.
El 10 de agosto de 2012, hace poco más de un año, se registró la primera comuna en Venezuela. Eso ocurrió en el municipio San Francisco del estado Zulia. “Gran Cacique Guaicaipuro” lleva por nombre la comuna que también se llevó los honores.
Pero no fue sino hasta después del célebre “Golpe de Timón” del Comandante Chávez, aquel 20 de octubre, que se aceleró el proceso de registro: dos en noviembre, nueve en diciembre, veintiséis en enero de 2013. En adelante sobrevino un lento pero sostenido declive, sin duda determinado por las urgencias políticas que nos tocó enfrentar y superar, hasta que en junio pasado, en pleno gobierno de calle, comenzamos a remontar: trece registros, veinticuatro más en julio…
Al día de hoy, la cantidad de comunas registradas asciende a ciento tres. Esto es, comunas “reconocidas” por el Gobierno bolivariano. Pero además (y ésta, como la anterior, es una cifra que crece sostenidamente), existen trescientas setenta y siete comunas llamadas “en construcción”. Por último, hemos identificado al menos cuatrocientos nueve casos adicionales de pueblo organizado que ha manifestado su voluntad de constituirse en comunas.
Los que sacan cuentas ya lo saben: entre todas, estamos hablando de ochocientas ochenta y nueve trincheras desde las cuales se batalla para construir nuestra muy singular, irrepetible y “topárquica” versión de socialismo. Y tenga usted por seguro que hay más: lugares a los que no hemos llegado todavía, experiencias que no hemos conocido.
Ahora bien, más allá de los números, indispensables para guiarnos, están las historias. La gente de carne y hueso.
Contar la historia de las comunas es contar la historia del chavismo, le comentaba hace algunos días a Carola Chávez, con quien he conversado en extenso sobre el asunto. No es posible entender por qué una porción de la sociedad venezolana ha decidido organizarse en comunas si no somos capaces de identificar la singularidad histórica del fenómeno chavista.
En estos días difíciles, en que afloran temores e incertidumbres, es oportuno recordar uno de los signos distintivos del chavismo: si lo normal de las sociedades es resistirse al cambio, lo que define al chavismo es su resistencia a conformarse con más de lo mismo. El chavismo es un sujeto político beligerante, cuya cultura política está profundamente reñida con la resignación.
En nuestras sociedades capitalistas contemporáneas se impuso un sentido común, que se expresa de múltiples formas: no hay nada más allá del capital. Uno de los éxitos indiscutibles del capitalismo es haber persuadido a millones de personas en todo el mundo, y en particular a los más jóvenes, de que luchaban por su “superación” personal cuando de hecho estaban declarándose vencidos y resignados.
El capital, que a la hora de autorreproducirse no conoce de límites ni de fronteras, construye sin embargo una sociedad donde no hay horizonte más allá de sí mismo, no importa si pone en serio riesgo la supervivencia de la especie humana. Dentro del capitalismo todo es posible, a condición de que todo sea posible para unos pocos, y de que los muchos no tengan nada. Todo es posible, sí, pero no para los invisibles, porque ellos no cuentan, porque ellos no entrarán a la historia, porque la historia es lo que sucede a pesar de ellos, de su existencia insignificante.
En el capitalismo la “superación” personal es en realidad el sálvese quien pueda. La competencia desalmada. El egoísmo. Nada de libre desarrollo de la personalidad, porque la personalidad sólo se desarrolla plenamente en colectivo, con el otro, con los comunes.
Volviendo sobre lo central: puede que esta revolución no se parezca a las revoluciones de libritos de autores europeos que nos leímos como cartillas. Pero cuando uno tiene el extraño privilegio histórico de ver cómo un pueblo aparece; cómo se estremece y moviliza; cuando uno ve un pueblo renuente a resignarse; cuando uno ve a un pueblo votando “locuras” como la construcción del socialismo bolivariano o la preservación de la vida en el planeta, uno sabe que está en presencia de una revolución.
Cuando una parte del pueblo chavista expresa su deseo de organizarse en comunas es porque, para decirlo con Óscar Varsavsky, ha desarrollado un nivel de conciencia tal que no se resigna a la tendencia más probable. En cambio, está apostándole a construir “futuros más deseables”.
Acompañar este extraordinario proceso de construcción de comunas significa al menos dos cosas: en primer lugar, crear las condiciones para que cada vez más pueblo desee agruparse en comunas. La comuna no será una realidad que se imponga ni habrá comuna aérea que valga. Ella debe ser un anhelo, una necesidad incluso. La comuna no es otra cosa que la oportunidad de vivir mejor, de vivir una vida que nos guste, que merezca la pena ser vivida. Por eso la construcción de comunas está estrechamente asociada a una de las doce líneas de trabajo que definió nuestro presidente Nicolás Maduro: “Impulsar una revolución cultural y comunicacional”. Hay que vencer el sentido común capitalista, sinónimo de resignación y pueblo vencido, allí donde se exprese.
En segundo lugar, este proceso nos exige, siguiendo con Varsavsky, hacer de ese futuro deseable por nuestro pueblo un futuro viable. Porque sabemos de sobra que deseos no empreñan. Hay que arremangarse la camisa y trabajar incansablemente para que la nueva sociedad termine de nacer. En este punto el imperativo continúa siendo: reducir progresivamente la distancia entre institucionalidad y pueblo organizado. Apurarnos para caminar al ritmo del movimiento real.
En esa andamos.
Pero no fue sino hasta después del célebre “Golpe de Timón” del Comandante Chávez, aquel 20 de octubre, que se aceleró el proceso de registro: dos en noviembre, nueve en diciembre, veintiséis en enero de 2013. En adelante sobrevino un lento pero sostenido declive, sin duda determinado por las urgencias políticas que nos tocó enfrentar y superar, hasta que en junio pasado, en pleno gobierno de calle, comenzamos a remontar: trece registros, veinticuatro más en julio…
Al día de hoy, la cantidad de comunas registradas asciende a ciento tres. Esto es, comunas “reconocidas” por el Gobierno bolivariano. Pero además (y ésta, como la anterior, es una cifra que crece sostenidamente), existen trescientas setenta y siete comunas llamadas “en construcción”. Por último, hemos identificado al menos cuatrocientos nueve casos adicionales de pueblo organizado que ha manifestado su voluntad de constituirse en comunas.
Los que sacan cuentas ya lo saben: entre todas, estamos hablando de ochocientas ochenta y nueve trincheras desde las cuales se batalla para construir nuestra muy singular, irrepetible y “topárquica” versión de socialismo. Y tenga usted por seguro que hay más: lugares a los que no hemos llegado todavía, experiencias que no hemos conocido.
Ahora bien, más allá de los números, indispensables para guiarnos, están las historias. La gente de carne y hueso.
Contar la historia de las comunas es contar la historia del chavismo, le comentaba hace algunos días a Carola Chávez, con quien he conversado en extenso sobre el asunto. No es posible entender por qué una porción de la sociedad venezolana ha decidido organizarse en comunas si no somos capaces de identificar la singularidad histórica del fenómeno chavista.
En estos días difíciles, en que afloran temores e incertidumbres, es oportuno recordar uno de los signos distintivos del chavismo: si lo normal de las sociedades es resistirse al cambio, lo que define al chavismo es su resistencia a conformarse con más de lo mismo. El chavismo es un sujeto político beligerante, cuya cultura política está profundamente reñida con la resignación.
En nuestras sociedades capitalistas contemporáneas se impuso un sentido común, que se expresa de múltiples formas: no hay nada más allá del capital. Uno de los éxitos indiscutibles del capitalismo es haber persuadido a millones de personas en todo el mundo, y en particular a los más jóvenes, de que luchaban por su “superación” personal cuando de hecho estaban declarándose vencidos y resignados.
El capital, que a la hora de autorreproducirse no conoce de límites ni de fronteras, construye sin embargo una sociedad donde no hay horizonte más allá de sí mismo, no importa si pone en serio riesgo la supervivencia de la especie humana. Dentro del capitalismo todo es posible, a condición de que todo sea posible para unos pocos, y de que los muchos no tengan nada. Todo es posible, sí, pero no para los invisibles, porque ellos no cuentan, porque ellos no entrarán a la historia, porque la historia es lo que sucede a pesar de ellos, de su existencia insignificante.
En el capitalismo la “superación” personal es en realidad el sálvese quien pueda. La competencia desalmada. El egoísmo. Nada de libre desarrollo de la personalidad, porque la personalidad sólo se desarrolla plenamente en colectivo, con el otro, con los comunes.
Volviendo sobre lo central: puede que esta revolución no se parezca a las revoluciones de libritos de autores europeos que nos leímos como cartillas. Pero cuando uno tiene el extraño privilegio histórico de ver cómo un pueblo aparece; cómo se estremece y moviliza; cuando uno ve un pueblo renuente a resignarse; cuando uno ve a un pueblo votando “locuras” como la construcción del socialismo bolivariano o la preservación de la vida en el planeta, uno sabe que está en presencia de una revolución.
Cuando una parte del pueblo chavista expresa su deseo de organizarse en comunas es porque, para decirlo con Óscar Varsavsky, ha desarrollado un nivel de conciencia tal que no se resigna a la tendencia más probable. En cambio, está apostándole a construir “futuros más deseables”.
Acompañar este extraordinario proceso de construcción de comunas significa al menos dos cosas: en primer lugar, crear las condiciones para que cada vez más pueblo desee agruparse en comunas. La comuna no será una realidad que se imponga ni habrá comuna aérea que valga. Ella debe ser un anhelo, una necesidad incluso. La comuna no es otra cosa que la oportunidad de vivir mejor, de vivir una vida que nos guste, que merezca la pena ser vivida. Por eso la construcción de comunas está estrechamente asociada a una de las doce líneas de trabajo que definió nuestro presidente Nicolás Maduro: “Impulsar una revolución cultural y comunicacional”. Hay que vencer el sentido común capitalista, sinónimo de resignación y pueblo vencido, allí donde se exprese.
En segundo lugar, este proceso nos exige, siguiendo con Varsavsky, hacer de ese futuro deseable por nuestro pueblo un futuro viable. Porque sabemos de sobra que deseos no empreñan. Hay que arremangarse la camisa y trabajar incansablemente para que la nueva sociedad termine de nacer. En este punto el imperativo continúa siendo: reducir progresivamente la distancia entre institucionalidad y pueblo organizado. Apurarnos para caminar al ritmo del movimiento real.
En esa andamos.
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