Un bot es capaz de resolver ese problema que a nosotros nos puede quitar horas
Las tablas de multiplicar eran en mi infancia una especie de perdición. Entre los siete y ocho años, veía cómo se volvían una obsesión para mis padres y los de mis compañeros. Debíamos aprenderlas tan rápido como nuestras neuronas permitieran. Bastaba llegar del colegio, almorzar y detener el mundo media tarde para intentar superar el dos por dos es igual a cuatro. Esa insistencia también podía extenderse al período vacacional. El descanso no era opción. No voy a pasearme por los métodos conductistas usados para "corregirnos" tras un error. Cada quien tiene su propia versión mejorada y aumentada. Y es que, además del temor físico a fallar, cundía el celo ante las calculadoras.
Las excusas para alejarnos de ellas eran múltiples: desde el miedo a dañarlas hasta su resguardo como herramienta de trabajo de algún miembro de la familia. Pero la más poderosa, sin duda, era el terror a volvernos perezosos al momento de sacar cuentas. Resolverlas a punta de lápiz y papel era un ritual de iniciación fundamental para demostrar condiciones intelectuales mínimas. Ninguna tecla solucionará el problema si no puedes hacerlo tú.
Las calculadoras se volvieron nuestras aliadas cuando nos enfrentamos a las "tres Marías" (ignoro cómo llamarán hoy los integrantes de la generación Z a las materias de Física, Química y Matemáticas). Llegados a ese punto, el trauma estuvo en comprender cómo despejar fórmulas con efectividad, desentrañar "problemas" y aprender otros asuntos clave. Por fortuna, éramos liberados ya del veto sobre esos dispositivos que sacan por ti las cuentas, sin importar cuán veloces éramos en sumar, restar, multiplicar y dividir.
En aquellos tiempos, intuíamos que pensar, en su sentido más complejo y completo, era difícil. Aun desde nuestras más primarias bases, cuestionábamos por qué era necesario saber cuál es la velocidad media de un carro que recorrió 270 kilómetros en cinco horas. Eso, en muchos casos, se convirtió en un muro de contención en nuestro sistema educativo. ¿Por qué debíamos saber semejante cosa? No estaba claro, y, sin embargo, asumíamos que era importante, tanto que no alcanzábamos a comprenderlo. Alguien lo había creído así, y debía tener razón.
Hoy, el mundo va a una velocidad incomprensible, incluso para la física. No hemos terminado de adaptarnos a un dispositivo o plataforma digital cuando ya surge algo que lo cambiará todo. Lo impresionante, además, está en la simplificación de muchos procesos que a generaciones completas demandaron horas de intentos y frustraciones. Un bot es capaz de resolver ese problema que a nosotros nos puede quitar horas. No importa si es matemáticas o química, la inteligencia artificial (IA) puede hacerlo.
Pero ¿es posible resolver con facilidad pasmosa cosas complejas sin comprender finalmente cómo se hacen? Si las posibilidades actuales lo hacen todo tan sencillo, ¿qué debemos saber entonces? Ante cambios tan rápidos y mayor simplicidad, ¿hay posibilidad de razonar qué tan complejo es pensar? Seguro alguien ya lo analizó por nosotros. Nuestro conflicto con las calculadoras, al final, era pura nimiedad, como esta columna.
Rosa E. Pellegrino
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