La guerra mediática del imperio estadounidense y sus aliados contra
cualquier alternativa a “su” capitalismo, sigue siendo la misma de
siempre pues nadie abandona políticas satisfactorias, menos aun
disponiendo de un poder mediático creciente.
Durante el siglo XX, sin ese poder los medios occidentales lograron convertir al comunismo en el “coco”. Difundieron exitosamente una imagen totalmente desfigurada de la revolución bolchevique, ocultaron los logros de la URSS y presentaron ante el mundo a Stalin como un monstruo innombrable hasta por la misma izquierda.
Por ello no es de extrañar la réplica de esta política ahora contra el Eje del Mal y “terroristas” calificados como tales a conveniencia. Tampoco, las maromas comunicacionales diseñadas para enmascarar (ya no justificar) todo tipo de agresiones a mandatarios dispuestos a defender su soberanía, entre ellas las urdidas contra el proceso bolivariano para acabar con el “chavismo” y su liderazgo entre los pueblos que luchan contra la dominación del capital.
Más, pese a su poder mediático, el imperio no ha logrado disfrazar la dura realidad de la inmensa mayoría de los habitantes del planeta, a quienes no les han hecho falta ni teoría ni estadísticas para corroborar el caos económico, social, político y ecológico en que los ha sumergido el sistema capitalista, depredador por naturaleza. Por lo que el imperio se ha visto obligado profundizar el embrutecimiento de esa mayoría, especialmente a jóvenes y niños, incluidos los propios estadounidenses, con el fin de evitar la multiplicación de protestas populares.
Además de reforzar la tradicional criminalización del enemigo y la compra o captación de adeptos, se ha dedico a despolitizar a eventualesales insurgentes reinventando la historia, sacralizando el presente, exacerbando la identidad generacional, fragmentando las luchas -mujeres, campesinos, jóvenes, ecologistas, sexo diversos, reformistas, etc.– y, fundamentalmente, restaurando un poder religioso promotor de la resignación mundana en pro de la felicidad eterna.
Así, poco a poco ha ido construyendo una nueva mitología occidental en torno a súper héroes de ficción, agentes de fuerzas del orden civiles y militares, estrellas del espectáculo, capos del narcotráfico y profetas apocalípticos, protagonistas de dibujos animados, series televisivas, documentales, películas y video juegos.
Lamentablemente nuestros jóvenes, revolucionarios o no, afectados por la guerra y deslumbrados por la calidad esos medios, están asimilando esa visión del mundo. Por lo que urge: aplicar las normas pertinentes, depurar nuestros medios de la lógica comunicacional del capital e instrumentar una campaña sistemática de contra información centrada en desenmascarar didácticamente las intenciones enemigas e informar, hasta donde sea posible, los peligros que nos amenazan.
Durante el siglo XX, sin ese poder los medios occidentales lograron convertir al comunismo en el “coco”. Difundieron exitosamente una imagen totalmente desfigurada de la revolución bolchevique, ocultaron los logros de la URSS y presentaron ante el mundo a Stalin como un monstruo innombrable hasta por la misma izquierda.
Por ello no es de extrañar la réplica de esta política ahora contra el Eje del Mal y “terroristas” calificados como tales a conveniencia. Tampoco, las maromas comunicacionales diseñadas para enmascarar (ya no justificar) todo tipo de agresiones a mandatarios dispuestos a defender su soberanía, entre ellas las urdidas contra el proceso bolivariano para acabar con el “chavismo” y su liderazgo entre los pueblos que luchan contra la dominación del capital.
Más, pese a su poder mediático, el imperio no ha logrado disfrazar la dura realidad de la inmensa mayoría de los habitantes del planeta, a quienes no les han hecho falta ni teoría ni estadísticas para corroborar el caos económico, social, político y ecológico en que los ha sumergido el sistema capitalista, depredador por naturaleza. Por lo que el imperio se ha visto obligado profundizar el embrutecimiento de esa mayoría, especialmente a jóvenes y niños, incluidos los propios estadounidenses, con el fin de evitar la multiplicación de protestas populares.
Además de reforzar la tradicional criminalización del enemigo y la compra o captación de adeptos, se ha dedico a despolitizar a eventualesales insurgentes reinventando la historia, sacralizando el presente, exacerbando la identidad generacional, fragmentando las luchas -mujeres, campesinos, jóvenes, ecologistas, sexo diversos, reformistas, etc.– y, fundamentalmente, restaurando un poder religioso promotor de la resignación mundana en pro de la felicidad eterna.
Así, poco a poco ha ido construyendo una nueva mitología occidental en torno a súper héroes de ficción, agentes de fuerzas del orden civiles y militares, estrellas del espectáculo, capos del narcotráfico y profetas apocalípticos, protagonistas de dibujos animados, series televisivas, documentales, películas y video juegos.
Lamentablemente nuestros jóvenes, revolucionarios o no, afectados por la guerra y deslumbrados por la calidad esos medios, están asimilando esa visión del mundo. Por lo que urge: aplicar las normas pertinentes, depurar nuestros medios de la lógica comunicacional del capital e instrumentar una campaña sistemática de contra información centrada en desenmascarar didácticamente las intenciones enemigas e informar, hasta donde sea posible, los peligros que nos amenazan.
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