Dalia Correa
Cuando por allá en 1999 el maestro Rigoberto Lanz nos hablaba de
posmodernidad, de lo "rizomático" (esa palabra no la van a conseguir en
el diccionario) no comprendía aún, a cabalidad, de qué nos estaba
hablando. Eran tiempos de amplia y profunda discusión sobre la sociedad
tanto en Venezuela como en la Región.
Recuerdo un texto "Enfoques sobre posmodernidad en América Latina" (1998) compilado por Follari y Lanz que daba cuenta de extraordinarias posiciones, intentando hacer un balance sobre lo posmoderno en nuestra América.
Muchos consideraron el asunto una cuestión de moda; sin mayor estudio etiquetaban todo lo que producían con la palabra posmoderno. Aún resuena en mis adentros un congreso llamado "Cuidados posmodernos al paciente en enfermería", todavía me pregunto de qué trataría el mismo.
Eran tiempos en que Deleuze y Guattari se pusieron de moda entre algunos intelectuales para justificar el "pensamiento rizomático", en el malentendido de que el pensamiento en clave posmoderna era "superficial", "sin raíces", sin "fundamentos". Era el fin de la historia, ese que celebraron los neoliberales pero que a su vez produjo resurgencia de los fundamentalismos.
Esa pretendida desfundamentación mal comprendida llevó a que se desdeñara la teoría, la reflexión y el estudio. Cualquier mirada sin base ni profundización era tomada como válida para el análisis, interpretación y comprensión de lo social. Así las cosas, hubo gente que produjo tesis y otra que se quedó en el camino.
El asunto, más allá de lo anecdótico, da cuenta de que a casi 20 años de esas discusiones que evidenciaban la emergencia de una cultura posmoderna, como respuesta al colapso de la modernidad, y no como "etapa evolutiva" de una época, muchos de sus rasgos caracterizadores están presentes en la actualidad.
Ya hace dos décadas Martín Barbero advertía sobre las atmósferas culturales de fin de siglo. Quiero destacar una de ellas porque conjuga en sí muchas de las prácticas sociales de los jóvenes y no tan jóvenes de hoy. Se trata de la "tecnofascinación", la cual se "forma en la convergencia de la fascinación tecnológica con el realismo de lo inevitable".
Por una lado, la cultura del software que conecta la razón instrumental con la pasión personal y por el otro, múltiples paradojas como por ejemplo: la opulencia de lo comunicacional con el debilitamiento de lo público; la gran disponibilidad de información contrastando con el deterioro de la educación formal; la explosión de imágenes con el empobrecimiento de la experiencia hasta llegar a la multiplicación infinita de los signos en una sociedad con grandes déficits simbólicos.
Y es que asistimos hoy a los tiempos de una sociedad de mercado que conjugada con la racionalidad tecnológica "disocia" la sociedad en lo que Martín Barbero dio en llamar "sociedades paralelas": la de los "conectados" y la de los "excluidos".
En Venezuela, uno pudiera pensar, dado los niveles de consumo de la telefonía celular con sus correspondientes "planes de datos" y el plan masivo de wifi para los centros educativos, que casi todxs estamos conectadxs, pero no es exactamente así. En promedio, el 62% a partir de los 7 años está conectado, lo cual deja por fuera al 38% de la población.
Sin embargo, hay un segmento de esos "conectados" que hacen uso intensivo de las redes sociales, y de las cámaras de tv (por supuesto) para hacer "videopolítica" (en clave Sartoriana). El asunto no tendría por qué preocuparnos si no fuera por lo insustancial, por lo trivial, por lo light del mensaje.
Por ejemplo, capto en mi Instagram la imagen de una joven, militante de "Proyecto Venezuela" con ínfulas de "dirigente", con los pies zambullidos en las aguas que inundaron a Puerto Cabello, cargando botellones vacíos de agua y también bolsas negras que según la leyenda llevan ropa, medicina y comida al pueblo porteño que así se encuentra "por el abandono de éste gobierno".
Otros light, aunque no por su peso, son unos diputados de Primero Justicia ante la AN, quienes montaron rápidamente una propaganda en una televisora regional, con un mensaje más o menos similar al de la joven del sol. El mensaje se repite como un cliché. Lo importante es "aparecer" en el momento. Es la oportunidad, es el instante preciso, es la apariencia…
Después, otro asunto, otro escándalo, ocupará la atención, no habrá pasado más que un par de semanas y ya nadie recordará lo que aconteció. Ese impulso de exponer en público el "yo interior" en una suerte de feria de vanidades ya no es asunto sólo de jóvenes. La instantaneidad, la banalidad, la frugalidad que caracterizan esto que llamo "tiempos light" se impone en todos los grupos etarios y estratos socioeconómicos. Aunque, como dice Bauman (Vida de consumo), no puede culparse a la tecnología de estas nuevas prácticas. ¿Qué hacer?
Recuerdo un texto "Enfoques sobre posmodernidad en América Latina" (1998) compilado por Follari y Lanz que daba cuenta de extraordinarias posiciones, intentando hacer un balance sobre lo posmoderno en nuestra América.
Muchos consideraron el asunto una cuestión de moda; sin mayor estudio etiquetaban todo lo que producían con la palabra posmoderno. Aún resuena en mis adentros un congreso llamado "Cuidados posmodernos al paciente en enfermería", todavía me pregunto de qué trataría el mismo.
Eran tiempos en que Deleuze y Guattari se pusieron de moda entre algunos intelectuales para justificar el "pensamiento rizomático", en el malentendido de que el pensamiento en clave posmoderna era "superficial", "sin raíces", sin "fundamentos". Era el fin de la historia, ese que celebraron los neoliberales pero que a su vez produjo resurgencia de los fundamentalismos.
Esa pretendida desfundamentación mal comprendida llevó a que se desdeñara la teoría, la reflexión y el estudio. Cualquier mirada sin base ni profundización era tomada como válida para el análisis, interpretación y comprensión de lo social. Así las cosas, hubo gente que produjo tesis y otra que se quedó en el camino.
El asunto, más allá de lo anecdótico, da cuenta de que a casi 20 años de esas discusiones que evidenciaban la emergencia de una cultura posmoderna, como respuesta al colapso de la modernidad, y no como "etapa evolutiva" de una época, muchos de sus rasgos caracterizadores están presentes en la actualidad.
Ya hace dos décadas Martín Barbero advertía sobre las atmósferas culturales de fin de siglo. Quiero destacar una de ellas porque conjuga en sí muchas de las prácticas sociales de los jóvenes y no tan jóvenes de hoy. Se trata de la "tecnofascinación", la cual se "forma en la convergencia de la fascinación tecnológica con el realismo de lo inevitable".
Por una lado, la cultura del software que conecta la razón instrumental con la pasión personal y por el otro, múltiples paradojas como por ejemplo: la opulencia de lo comunicacional con el debilitamiento de lo público; la gran disponibilidad de información contrastando con el deterioro de la educación formal; la explosión de imágenes con el empobrecimiento de la experiencia hasta llegar a la multiplicación infinita de los signos en una sociedad con grandes déficits simbólicos.
Y es que asistimos hoy a los tiempos de una sociedad de mercado que conjugada con la racionalidad tecnológica "disocia" la sociedad en lo que Martín Barbero dio en llamar "sociedades paralelas": la de los "conectados" y la de los "excluidos".
En Venezuela, uno pudiera pensar, dado los niveles de consumo de la telefonía celular con sus correspondientes "planes de datos" y el plan masivo de wifi para los centros educativos, que casi todxs estamos conectadxs, pero no es exactamente así. En promedio, el 62% a partir de los 7 años está conectado, lo cual deja por fuera al 38% de la población.
Sin embargo, hay un segmento de esos "conectados" que hacen uso intensivo de las redes sociales, y de las cámaras de tv (por supuesto) para hacer "videopolítica" (en clave Sartoriana). El asunto no tendría por qué preocuparnos si no fuera por lo insustancial, por lo trivial, por lo light del mensaje.
Por ejemplo, capto en mi Instagram la imagen de una joven, militante de "Proyecto Venezuela" con ínfulas de "dirigente", con los pies zambullidos en las aguas que inundaron a Puerto Cabello, cargando botellones vacíos de agua y también bolsas negras que según la leyenda llevan ropa, medicina y comida al pueblo porteño que así se encuentra "por el abandono de éste gobierno".
Otros light, aunque no por su peso, son unos diputados de Primero Justicia ante la AN, quienes montaron rápidamente una propaganda en una televisora regional, con un mensaje más o menos similar al de la joven del sol. El mensaje se repite como un cliché. Lo importante es "aparecer" en el momento. Es la oportunidad, es el instante preciso, es la apariencia…
Después, otro asunto, otro escándalo, ocupará la atención, no habrá pasado más que un par de semanas y ya nadie recordará lo que aconteció. Ese impulso de exponer en público el "yo interior" en una suerte de feria de vanidades ya no es asunto sólo de jóvenes. La instantaneidad, la banalidad, la frugalidad que caracterizan esto que llamo "tiempos light" se impone en todos los grupos etarios y estratos socioeconómicos. Aunque, como dice Bauman (Vida de consumo), no puede culparse a la tecnología de estas nuevas prácticas. ¿Qué hacer?
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