Carola Chávez.
¿Vivías en los Estados Unidos, tenías visa de trabajo y te regresaste? ¿Pero por qué? -Me preguntan a menudo, con ojos desorbitados de incredulidad y asombro, como si acabaran de descubrir que cometí un pecado de esos que no tienen redención. Cuando les digo que me fui porque no me gustó, la incredulidad y el asombro se convierten, cuando menos, en serias sospechas acerca de mi salud mental. ¿A quién puede no gustarle vivir en Miami?
Vivíamos alquilados en una urbanización hermosa, con caminitos bordeados de flores y vistas a un lago. Miles de coloridas flores que cada mes eran arrancadas de cuajo para ser reemplazadas por otras de otros tonos, para romper con la monotonía del paisaje. Miles de flores descuartizadas por la voracidad de un sistema donde todo es desechable. Todo.
Salíamos a comer y era común que fuéramos de los pocos comensales que no comíamos solos. Mesas de cuatro puestos, una silla para el cliente y tres para su soledad. Se come rápido cuando no se tiene con quién hablar. La cuenta llegaba al instante en que reposaban los cubiertos sobre el plato y no es que te estén botando, me explicaron, pero quedaba claro que era mejor que te fueras porque sentadota ahí conversando, tu mesa dejaba de ser productiva. Comidas tristes y a menudo grasosas.
Entonces fuimos papás y comenzamos a ir al parque cada tarde. Un precioso bosquecito con ardillas que bajaban de los árboles para comer de tu mano. Caja de arena, columpios y sube y baja de madera y otra vez la soledad. Mamás y bebés graneaditos aquí y allá, cada quien con lo suyo, encerrados al aire libre, herméticos. A veces, una pelota fugitiva rodaba hasta otro bebé que no era su dueño, entonces una de las mamás involucradas en tan bochornosa escena empujaba la pelota con disimulo mientras la otra se apresuraba a recogerla murmurando una disculpa. Era un parque silencioso.
Como el parque, mis vecinos. Sombras cambiantes, todos de paso, ninguno interesado en entablar conversación, salvo unos chilenos sesentones que cuando nos descubrieron casi lloraron de emoción.
Viví en la misma urbanización durante cuatro años. Pagué puntualmente el alquiler. Mi cheque lo recibía Bryan, el gerente in situ; un catire pecoso que se desbordaba en amabilidades una vez al mes. Se asombraba de cómo creció mi barriga y luego el asombro se enfocó en cómo crecía mi bebé, “She is so adoooorable!”…
Comenzaba diciembre, la primera navidad junto a mi recién nacida. Fui empujando el cochecito hasta la oficina de Bryan, le entregué el cheque y repetimos las frases sonrientes de siempre. Merry Christmas!, nos despedimos hasta el Happy New Year, pensé yo.
El 27 de diciembre, volvía del supermercado, al estacionar frente a mi casa, una visión que mi cabeza no sabía procesar: Mi puerta surcada con una equis de cinta parecida a esas que dicen “escena de crimen” y, pegado junto al adorno navideño que la decoraba, un papel: una orden de desalojo.
Tomé la orden y corrí a la oficina de Bryan quien me recibió con ojos gélidos y ninguna sonrisa. Ms. “Shavézzz” -me dijo en seco- su cheque rebotó. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Hace dos semanas? ¿Por qué no me avisaste si me ves pasar por aquí todos los días? Porque ese no es mi trabajo -dijo como un autómata-. Usted tenía haberlo sabido al ver el saldo de su cuenta, que en diciembre, con la alegría y el enredo de la bebé, no vi.
Me dio dos opciones: pagar el mes de alquiler más una multa equivalente a otros mes o irme en el término de 48 horas. No hubo modo de razonar con ese robot pecoso cuya sonrisa se había convertido en un gesto de desprecio. Pagué, los cheques se hicieron efectivos y regresó el robot a su modo “Good moooorning, Ms. Shavézzzzz”, más yo proseguí en mi humano modo “Te puedes ir a la mismísima mierda, gringo sin alma”.
Sin alma, era como si el sistema les hubiese robado el alma, a los jardineros que arrancaban flores sin piedad, a la gente en los restaurantes que luchaba por ser invisible, a las mamás en los parques, a Bryan… Y a mi partero, al pediatra de mi bebé, a la cajera del supermercado, el señor en la ferretería… pero esas son otras historias.
En fin, que no me gustó; que sí, es bien bonito y parece todo perfecto, pero la perfección no admite humanidad y esa belleza, además de superficial, es desechable. Vivir allá tenía un precio muy alto y yo, la verdad, no estaba dispuesta a pagarlo. Entonces, agarré a mi alma, agarramos nuestras almas y nos fuimos.
¿Vivías en los Estados Unidos, tenías visa de trabajo y te regresaste? ¿Pero por qué? -Me preguntan a menudo, con ojos desorbitados de incredulidad y asombro, como si acabaran de descubrir que cometí un pecado de esos que no tienen redención. Cuando les digo que me fui porque no me gustó, la incredulidad y el asombro se convierten, cuando menos, en serias sospechas acerca de mi salud mental. ¿A quién puede no gustarle vivir en Miami?
Vivíamos alquilados en una urbanización hermosa, con caminitos bordeados de flores y vistas a un lago. Miles de coloridas flores que cada mes eran arrancadas de cuajo para ser reemplazadas por otras de otros tonos, para romper con la monotonía del paisaje. Miles de flores descuartizadas por la voracidad de un sistema donde todo es desechable. Todo.
Salíamos a comer y era común que fuéramos de los pocos comensales que no comíamos solos. Mesas de cuatro puestos, una silla para el cliente y tres para su soledad. Se come rápido cuando no se tiene con quién hablar. La cuenta llegaba al instante en que reposaban los cubiertos sobre el plato y no es que te estén botando, me explicaron, pero quedaba claro que era mejor que te fueras porque sentadota ahí conversando, tu mesa dejaba de ser productiva. Comidas tristes y a menudo grasosas.
Entonces fuimos papás y comenzamos a ir al parque cada tarde. Un precioso bosquecito con ardillas que bajaban de los árboles para comer de tu mano. Caja de arena, columpios y sube y baja de madera y otra vez la soledad. Mamás y bebés graneaditos aquí y allá, cada quien con lo suyo, encerrados al aire libre, herméticos. A veces, una pelota fugitiva rodaba hasta otro bebé que no era su dueño, entonces una de las mamás involucradas en tan bochornosa escena empujaba la pelota con disimulo mientras la otra se apresuraba a recogerla murmurando una disculpa. Era un parque silencioso.
Como el parque, mis vecinos. Sombras cambiantes, todos de paso, ninguno interesado en entablar conversación, salvo unos chilenos sesentones que cuando nos descubrieron casi lloraron de emoción.
Viví en la misma urbanización durante cuatro años. Pagué puntualmente el alquiler. Mi cheque lo recibía Bryan, el gerente in situ; un catire pecoso que se desbordaba en amabilidades una vez al mes. Se asombraba de cómo creció mi barriga y luego el asombro se enfocó en cómo crecía mi bebé, “She is so adoooorable!”…
Comenzaba diciembre, la primera navidad junto a mi recién nacida. Fui empujando el cochecito hasta la oficina de Bryan, le entregué el cheque y repetimos las frases sonrientes de siempre. Merry Christmas!, nos despedimos hasta el Happy New Year, pensé yo.
El 27 de diciembre, volvía del supermercado, al estacionar frente a mi casa, una visión que mi cabeza no sabía procesar: Mi puerta surcada con una equis de cinta parecida a esas que dicen “escena de crimen” y, pegado junto al adorno navideño que la decoraba, un papel: una orden de desalojo.
Tomé la orden y corrí a la oficina de Bryan quien me recibió con ojos gélidos y ninguna sonrisa. Ms. “Shavézzz” -me dijo en seco- su cheque rebotó. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Hace dos semanas? ¿Por qué no me avisaste si me ves pasar por aquí todos los días? Porque ese no es mi trabajo -dijo como un autómata-. Usted tenía haberlo sabido al ver el saldo de su cuenta, que en diciembre, con la alegría y el enredo de la bebé, no vi.
Me dio dos opciones: pagar el mes de alquiler más una multa equivalente a otros mes o irme en el término de 48 horas. No hubo modo de razonar con ese robot pecoso cuya sonrisa se había convertido en un gesto de desprecio. Pagué, los cheques se hicieron efectivos y regresó el robot a su modo “Good moooorning, Ms. Shavézzzzz”, más yo proseguí en mi humano modo “Te puedes ir a la mismísima mierda, gringo sin alma”.
Sin alma, era como si el sistema les hubiese robado el alma, a los jardineros que arrancaban flores sin piedad, a la gente en los restaurantes que luchaba por ser invisible, a las mamás en los parques, a Bryan… Y a mi partero, al pediatra de mi bebé, a la cajera del supermercado, el señor en la ferretería… pero esas son otras historias.
En fin, que no me gustó; que sí, es bien bonito y parece todo perfecto, pero la perfección no admite humanidad y esa belleza, además de superficial, es desechable. Vivir allá tenía un precio muy alto y yo, la verdad, no estaba dispuesta a pagarlo. Entonces, agarré a mi alma, agarramos nuestras almas y nos fuimos.
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