Existe un amplio consenso, en estos tiempos, cuando transitamos la tercera década del siglo XXI, en relación con las dificultades crecientes para acceder al agua potable —o, en su defecto, al agua dulce—, en extensas regiones del planeta. Los números hablan por sí solos. Más del 25 % de la población mundial tiene serias dificultades para acceder al vital líquido, al menos, un mes al año; y 15 %, a lo largo de todo el año. Veamos más: de cada diez personas, una de ellas —en su mayoría, mujeres o niñas— recorre hasta 7 km diarios para proveerse de agua; anualmente, hasta dos millones de personas, principalmente niños y niñas, mueren de diarrea, por consumir agua de baja calidad.
En contrapartida, de la totalidad del agua que está disponible en el planeta, el 97 % está en los mares y solo 3 % es agua dulce. De este pequeño porcentaje de agua dulce, la mayoría se halla en estado sólido, en glaciares y casquetes polares. El agua que consumimos y que mantiene a muchos ecosistemas en funcionamiento no es más del 0.5 % del agua global. Cabe destacar que, independientemente de su existencia en forma de ríos, lagos o acuíferos, son numerosos los informes que la ubican en condición de desaparición o altamente contaminada. Dicho de otro modo: cada vez hay menos agua dulce para la población humana y para la trama de la vida, en general.
No es menos cierto que esta información nos ha acompañado por décadas, por lo general, divulgada con imágenes muy dolorosas de países africanos; quizás, por ello, la crisis del agua se asocia con una condición de pobreza extrema regional, y algo hay de cierto. Como lo confirmara el Servicio Geológico Británico, una década atrás, el continente africano, al igual que otras masas continentales, tiene importantes acuíferos, esto es, cuerpos de agua que están confinados o presentan drenajes muy lentos, que yacen bajo el manto rocoso superficial. Así se nos presenta el problema como meramente tecnológico.
Es preciso acotar que, de la limitada proporción de agua dulce disponible para la actividad humana, un porcentaje alto está en forma de agua subterránea, distante del ojo humano, esquiva al conocer y saborear; por tanto, difícil de estudiar y aprovechar; cual veta de un mineral precioso, el agua subterránea es más un misterio que una certeza.
Pero, si de tecnologías, retos y certezas se trata, acerquémonos a La Meca: en este caso, el suroeste de los Estados Unidos. Esta región —que abarca los estados de Arizona, Utah, Nuevo México, Nevada y California— tiene una alta dependencia hídrica de los sistemas subterráneos, en especial, para el uso doméstico y agrícola. Por otra parte, estos cinco estados, junto a Colorado y Wyoming, tienen una acalorada discusión por las cuotas de acceso al agua del río Colorado. El punto es que ambas fuentes de agua se están agotando, y el unido de los estados tambalea en tiempos de escasez. Informes recientes advierten que con miles de pozos usados para extraer agua subterránea se ha descendido más de 50 m; para los entendidos, estos son números grandes en tecnología y en costos, además de un claro reflejo del agotamiento de los acuíferos, expuestos a más salidas (extracción de agua) que entradas (recargas por infiltración).
Advierten expertos que la tecnología está muy relacionada con esta dramática situación en el país del Norte. Cada vez es más sencillo adquirir bombas de agua, más y más potentes, que permiten extraer mayores volúmenes de agua por unidad de tiempo y/o acceder a mayor profundidad. Esta realidad tecnológica, en un ámbito político liberal, ha dejado a las regulaciones y restricciones legales incapaces de propiciar un escenario de manejo sustentable del agua. A este escenario, se suma la existencia de un modelo agrícola intensivo, extendido en la región, con elevadísimos niveles de consumo de agua, que irracionalmente incluye cultivos como el arroz, el algodón y la alfalfa, los cuales destacan por sus demandas hídricas. De hecho, producto de la tecnología y de ingentes cantidades de energía, se ha podido transferir el agua del río Colorado a vastas extensiones de tierras agrícolas y ciudades de los siete estados inmersos en la disputa.
Esta deshidratada realidad de una de las regiones más pujantes de los Estados Unidos está por complicarse. Como consecuencia del otrora cambio climático, el río Colorado ha sido expuesto por décadas a una marcada sequía, que ha disminuido su caudal hasta en un 20 % desde 2001; incluso, se estima que, para el año 2050, su caudal se vea reducido hasta en un 40 %. Por su parte, los hielos asociados a las montañas son cada vez más delgados y, en verano, las temperaturas superficiales son más altas y permanecen durante más días. Tales fenómenos, de manera combinada, afectan, ostensiblemente, las recargas de los acuíferos en la región y las propias aguas superficiales de la cuenca del río Colorado. No pasarán muchos años para que las noticias acerca de la crisis del agua, junto a las escenas de África, incluyan al suroeste hightech de los Estados Unidos.
Circunnavegando medio globo terráqueo, nos topamos con otra reseca realidad. Irán es un país semiárido: cerca de la mitad del territorio presenta precipitaciones menores a los 300 mm anuales y casi todo el territorio está por debajo de los 600 mm. La población de este gigante tecnológico está próxima a los 90 millones de habitantes, y al igual que los Estados Unidos, tiene un futuro cercano muy incierto con respecto al acceso al agua. Las provincias de Fars, Khorasan Razavi, Isfahán, Kerman y Markazi se caracterizan por una elevada actividad agrícola fuertemente dependiente de las aguas subterráneas. Otras provincias —que, históricamente, han aprovechado la escorrentía de las aguas superficiales— han visto una merma de más del 40 % de estas, en las últimas tres décadas. Numerosos expertos afirman que la producción de alimentos, principal usuario de las fuentes de agua superficiales y subterráneas, está seriamente amenazada; el 43 % de los alimentos de la república dependen de los acuíferos. La sobreexplotación de los cuerpos de agua subterránea reviste, además, los riesgos de extraer aguas salobres o ricas en minerales que pueden contribuir a la salinización de los suelos agrícolas, e incluso con su contaminación; si algo ha quedado claro, en esta materia, es que resulta muy complejo y costoso conocer cuándo se está agotando un acuífero (solo debe tener prelación el principio de precaución). En el país persa, se ha estimado que hay más de 650 mil pozos, y son las cuencas centrales del país las que tienen mayor demanda de agua subterránea. Esta fragilidad hídrica ha favorecido el desarrollo tecnológico extensivo de plantas desalinizadoras, principalmente, en la región sur. Dadas las ventajas de ser un país productor de petróleo, las plantas desalinizadoras obtienen la energía, necesaria para su funcionamiento, de la quema de combustibles fósiles. En la actualidad, como consecuencia del agotamiento de los diezmados cauces superficiales y los acuíferos en fase de agotamiento, el Estado ha lanzado una iniciativa masiva de construcción de plantas desalinizadoras de agua para abastecer a 45 millones de personas; sin duda, un reto tecnológico de gran alcance.
Una compleja realidad debe afrontar esta nación asiática: agotamiento de los cuerpos de agua subterráneos; reducción de caudales superficiales; conflictos fronterizos con Pakistán (al este) y con Iraq (al oeste), por el uso compartido de sendos ríos; sumado a las crecientes temperaturas superficiales que elevan la evapotranspiración y, por ende, la pérdida neta de agua y la disminución de la precipitación, como consecuencia de la crisis ambiental planetaria. Esta conjunción de factores deja entrever que una crisis alimentaria está en ciernes. Hasta la fecha, al igual que en los Estados Unidos, las soluciones que están a la mano son tecnológicas; dicho sea, de paso, son las mismas tecnologías de décadas atrás, con matices de innovación. En ambos casos, las soluciones contribuyen masivamente a empeorar la crisis climática que, tras las cortinas de modelos agrícolas irracionales, solo auguran migraciones y hambrunas.
Vemos que cavar, a fondo, buscando el preciado líquido, cual mineros tras la bulla, es más fácil y más peligroso cuando la pobreza no está a tu lado, y te secunda la tecnología de un «desarrollo» sin límites. Este huir hacia adelante, con las tecnologías del imaginario capitalista, anclado al lastre del «desarrollo», ya no permite dilucidar entre la ilusión y la realidad. Definitivamente, la fe en la tecnología moderna/colonial/capitalista es lo que nos está matando. Como sentencia el filósofo descolonial boliviano Rafael Bautista, «el mejoramiento que promueve el “desarrollo” es aparente, porque es un mejoramiento por acumulación de satisfactores, que poseen el carácter de infinitud que le imprime el mito del cual parte: el “progreso infinito”. Por eso, no se traduce en un mejoramiento cualitativo y lo que se muestra, como mejora, es una insensata carrera por tenerlo todo. Es aparente, porque no mejora la vida, ni siquiera del beneficiado, porque este también pretende cumplir metas abstractas que nunca acaban. […] El apostolado que origina la consciencia de haber comprendido adónde conduce esa carrera insensata a la cual es arrojada la humanidad choca con aquello: no se puede argumentar con un suicida».
Así, pensar a fondo, quizás, es una invitación a dejar de cavar a fondo y a frenar esa carrera insensata fomentada por una religiosidad que alienta, de modo idolátrico y heroico, la apuesta permanente por la ciencia y la tecnología que hoy nos cuesta una crisis enroscada, sin más, en el pescuezo.
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