La arraigada historia de matarnos unos a otros
Cuando se escribe una columna semanal —como esta— es difícil no repetirse. Los llamados temas de "actualidad", tan aparentemente variados y frescos, se revelan en su ser verdadero, es decir, en aquello que va más allá de la superficialidad. Podemos hablar de política, economía, tecnología y nos encontraremos narrando un ciclo y no solo eventos puntuales. Quizá, por ejemplo, las líneas parezcan ser para reflexionar sobre un nuevo bombardeo a un hospital en Gaza, pero el tema es guerra y paz (con el perdón de Tolstói). Y si esto fuera un texto del siglo pasado, relatando bombardeos en ese exacto espacio físico, llegaríamos a lo mismo. Es más: la historia de asedios y ocupaciones en ese territorio se remonta a cuatro mil años. Una eterna actualidad de sangre y violencia.
Podría una preguntarse: ¿es que no hemos aprendido nada?, porque, bueno, no hay asentamiento humano sin historia de sangre. Desde que Caín mató a Abel, más o menos, para quien le guste lo incomprobable. La historia de la humanidad es una de guerra y paz, las dos caras de una misma moneda en constante alternancia y convivencia, como si viajara en el aire sin poder caer y definirse. Las sociedades de todas las épocas, en especial aquellas que hoy se admiran por sus logros y legado, en su mayoría se construyeron sobre los cadáveres de los conquistados. La ley del más fuerte parece vivir como gen dominante en el ADN humano, o eso nos dice la historia. Además, al público como que le aburren las historias de tiempos tranquilos.
Nuestra evolución como especie quizá llegue cuando podamos superar racional y espiritualmente a esta moneda de dos estadios como la única forma posible de vivir. Matarnos, odiarnos, robarnos. Salvarnos, amarnos, darnos. No hay grandeza sin miseria. El progreso bien vale una guerra, o dos, o miles. Esta tierra, dicen los libros sagrados, es nuestra. Mataría por ella. Moriría por ella. Somos todos iguales a los ojos de Dios. Será solo a los de Dios, porque por acá no nos sentimos iguales; unos incluso se sienten superiores. Hay depredadores y hay presas; hay buenos y malos; yo tengo la razón y te voy a exterminar para probarlo, como se ha hecho siempre; mi derecho es mayor al tuyo, etc., etc.
Ojalá algún día se rompa el esquema, se destruya la rueda. ¿Quién sabe? Quizá aprendamos a usar esas partes del cerebro que están apagadas. Quizá dejemos de adorar a dioses vengativos que creen en la propiedad privada. Quizá alguna vez lo de reconocer al semejante como tal se cumpla. Quizá pensemos y sintamos (y actuemos en consecuencia) como lo describió el poeta inglés John Donne en el siglo XVII: "Nadie es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti".
Mariel Carrillo García
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