domingo, 3 de noviembre de 2024

Vitrina de nimiedades | Compañía artificial

 La demanda contra una empresa estadounidense tras el suicidio de un joven enganchado en una relación con un personaje creado con recursos de inteligencia artificial administrados por esa compañía vuelve a poner el foco en los "efectos nocivos" de la tecnología. Entrecomillar esa expresión solo pretende señalar que estos asuntos van más allá de ver lo negativo, especialmente si hablamos de relaciones humanas. ¿Hasta dónde los artefactos son un vehículo moldeado por nuestras propias emociones? O, más bien, ¿cómo cada invento del mundo realmente desnuda la dificultad de la comunicación humana?

Por lo general, nos detenemos en los problemas que acarrea el impacto de las tecnologías en nuestra capacidad de interacción. Según la mediática, nos encontramos con gente menos sociable, con menor deseo de contacto directo y mayor apertura a hablar con individuos que muy probablemente no verán en persona. Son consecuencias de un tiempo de revoluciones que parece tributar a las advertencias fatalistas de un futuro dominado por las máquinas. Visto así, el efecto de los inventos se magnifica frente a los problemas naturales que implica la convivencia humana, un asunto, por cierto, bastante demeritado. Nos asombramos con los resultados, pero no con su origen.

Esto tampoco es nuevo. La IA llegó tarde a este alarmismo social, exacerbado por las posibilidades de hallar en la ficción o a la distancia eso que no podemos encontrar en la realidad. ¿Antecedentes? Va uno: los chats que internet volvió famosos a inicios de la década de 2000. Muchos pasaban horas conversando con desconocidos, esperando concretar aquellos "en vivo y en directo" que casi nunca obtenían. A algunos les resultó. Otros, luego de unos cuantos fracasos, siguieron probando las fórmulas virtuales que prosiguieron.

Con las redes sociales se abrieron nuevos espacios para alimentar esa fantasía de conexión con los otros: personas que se siguen mutuamente, aunque no se hablen cara a cara; amores ficticios soportados por horas de contemplación en los perfiles de seres convertidos en objetos del deseo, aplicaciones de citas para ir al grano o para probar a ver qué pasa, si al final la pegamos y tal… Todo eso se mueve entre los polos de lo decente y lo sórdido, mientras se nos hace más cómoda esa dualidad de estar conectados a la distancia, para evitar lidiar con las reacciones ajenas.

Enfrentarse a la naturaleza humana es hostil, una verdad de Perogrullo que obviamos totalmente cuando se trata de entender al otro, o de entendernos. Si pensáramos cómo se toma cada quien nuestras reacciones, una a una, quizás no sabríamos qué hacer con nosotros. Casi ningún ego saldría bien parado de esa golpiza moral, pero siempre está la opción de fingir, dejarnos llevar por nuestras emociones o aceptar abiertamente nuestra imposibilidad de convertirnos en ese "ser de luz" que, supuestamente, todos deseamos tener muy cerca.

Detrás de esa persona que prefiere los mensajes a las llamadas, busca citas por aplicaciones o recrea un mundo con la IA, probablemente no esté la obsesión tecnológica, sino el miedo a nuestra propia naturaleza. Eso en absoluto exime de responsabilidades, como quedará por determinarse en el caso referido al inicio de este escrito, pero tampoco implica dejar de analizar nuestros modelos de relación. Quizás somos el principal combustible de estas ansias por compañía artificial.

 

Rosa E. Pellegrino



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