Por | 21/08/2024 | Conocimiento Libre
Polarizaciones en el ámbito digital, la relación entre tecnología y vínculos, los cambios en el mundo del trabajo y la forma en que se abordan en la actualidad la muerte y el duelo son algunos de los asuntos que aborda el filósofo argentino en su flamante libro “Volver a pensar. Filosofía para desobedientes”.
“Llegó la hora de desobedecer. Vivimos adormecidos en un mundo cada vez más caótico y violento pero que nos sosiega con estímulos para entretenernos y estrategias para escapar de la realidad. La nuestra es una existencia insatisfecha a pesar de que estamos en medio de la abundancia, una vida solitaria aun cuando la tecnología eliminó toda frontera y nuestros días nos parecen vacíos incluso cuando nunca fue más fácil acceder al entretenimiento”, propone desde las primeras líneas. Con ganas de detenerse y volver sobre sus pasos, con ganas de sacudir fórmulas únicas, en su nuevo libro Volver a pensar. Filosofía para desobedientes (Galerna, 2024), el filósofo argentino Tomás Balmaceda se plantea reflexionar sobre asuntos que lo inquietan desde hace mucho tiempo a través de un nuevo prisma: el de la desobediencia.
El punto de partida, cuenta, fue una especie de incomodidad. Una tensión entre lo que debía ser la vida de las personas (“a cierta edad tenías que estudiar, a cierta edad tenías que casarte, a cierta edad tenías tu primer trabajo o tu primer hijo”, dice) y lo que le pasaba a él y sus personas más cercanas (“hay un modelo que se destruyó, que desapareció para siempre”, asegura).
Separado en tres zonas bien delimitadas, el filósofo despliega en el libro una serie de lecturas y nociones novedosas, siempre con el ojo puesto en la tecnología, que es uno de los pilares en los que basa sus estudios, alrededor de los vínculos, el trabajo y la concepción de la muerte.
– En la primera parte del libro podemos verte un poco decepcionado con el presente. Hay un Tomás, si se quiere, menos optimista que en otros tiempos. ¿Sentís que esto tiene que ver con que la tecnología metió la mano de formas inesperadas? ¿Estamos más agresivos?
– Yo arranco el libro diciendo que el mundo se volvió peligroso. Y le pongo peligroso porque no siento que necesariamente estemos viviendo tiempos inéditos. Todas las generaciones pensamos que el tiempo que vivimos es un tiempo de cambio y un tiempo completamente diferente al anterior. Traté de tomar distancia de eso. Pero tal vez lo que más me impacta de los tiempos que estamos viviendo tiene que ver con una tendencia anti intelectualista que hay. Cuando yo era chico y, después, cuando estudié filosofía y luego empecé a trabajar en distintos ámbitos académicos, la idea de pensar, la idea de formarte, la idea de poder citar a un autor o una autora, la idea de poder incluso escribir dentro de una tradición de pensamiento era algo tal vez deseable o por lo menos respetable. Las personas no se animaban a decir cualquier cosa. Y eso hoy lo veo completamente roto. Lo noto en mis clases, porque soy profesor. Y lo veo completamente roto también en el debate público, tanto en redes sociales como en una mesa de café. Creo que se habilitó esta idea de que estudiar o tomarse el tiempo para pensar algo, para reflexionar, para tener herramientas intelectuales está mal o no suma nada. Y eso me parece muy peligroso. Creo que además hay un espíritu general en la sociedad en donde se percibe que aquel que viene más del mundo de las ideas quiere pensar es un vago o es un mantenido. Es una idea que siempre pesó a lo largo del tiempo sobre la filosofía pero ahora lo veo más marcado. Existe ese prejuicio de que es una actividad ociosa y de que se puede llevar adelante porque tenés la panza llena o porque el Estado te banca. O porque tus viejos te bancan. Ahí hay algo que a mí genuinamente me preocupa porque la filosofía que a mí más me interesa es la que ordena el pensamiento, la que te permite poder razonar mejor, discutir mejor. No veo que hoy haya un campo fértil para eso, entonces me parece que tenemos que volver a reclamarlo.
Creo que se habilitó esta idea de que estudiar o tomarse el tiempo para pensar algo, para reflexionar, para tener herramientas intelectuales está mal o no suma nada. Y eso me parece muy peligroso.
– En este sentido, vos marcás temporalidades o momentos distintos de las redes. Y señalás que en algún punto cierta plaza pública o debate estuvo interesante en lugares como Twitter. ¿Por qué sentís que este panorama cambió? ¿Se radicalizó todo en muy poco tiempo?
– El libro tiene mucho de primera persona incluso a mi pesar, porque no es lo que más me gusta, pero me parecía importante también transmitir cómo estoy vivenciando algunas cuestiones para ser genuino. Así que trato también de exponer contradicciones con las que yo convivo y con las que me peleo conmigo mismo. En ese sentido, lo que me pasa es que, aunque me dediqué a la filosofía analítica de manera académica, un campo que muchas veces es muy árido, gracias a las redes sociales y a la web 2.0 conseguí un espacio para hablar. Un espacio quizás más amplio que los que tienen algunos de mis colegas. Trato de reconocer que parte de mi camino profesional hubiera sido imposible sin esa primera web. Esa primera web y las redes sociales que pensábamos que tenían la posibilidad, la potencialidad, de consolidar la democracia. De hacerla más grande. Si uno piensa en la democracia en términos deliberativos, esa primera etapa parece un mundo casi ideal: esta idea de que cualquier persona puede expresarse o potencialmente puede ser leída por cualquier otra persona, puede entablar conversaciones y discusiones enriquecedoras. En aquel entonces y en mi generación muchos creímos que las redes eran un potenciador de la democracia, pero hoy las vemos como un factor que la debilita ¿Por qué? Porque fomentan discursos de odio. Porque se arman a partir de la lógica algorítmica: te muestro cosas parecidas a vos o te muestro cosas que yo creo que te van a gustar. Así termina uno en esas cámaras de eco, o cámaras de ego. Así también los discursos desinformantes, lo que a veces se llaman las fake news, están a la orden del día. Creo que ese proceso entre un momento y otro fue muy rápido. Posiblemente no tenga una única explicación de qué es lo que sucede. Sí siento, y lamento tener que decirlo en 2024 porque parece mala palabra, que hay una ausencia del Estado, una ausencia de políticas con las que efectivamente los distintos estados del mundo puedan ponerle coto a las compañías detrás de las redes. Todo lo que sucede en internet está distribuido en muy pocas manos. Eso muchas veces lo olvidamos. Y esas pocas manos en general luchan para que avance esta idea de autorregularse. Creo que salvo Elon Musk, que realmente representa otro tipo de mirada con X donde realmente él cree en que no es necesaria ningún tipo de regulación y lo ha dicho muchas veces, todos los demás suelen apostar a la autorregulación frente a la regulación estatal. Es un debate muy complicado, pero creo que una posible respuesta o un comienzo de respuesta de por qué eso sucedió en tan poco tiempo tal vez tiene que ver con que dejamos actuar a estas compañías, que tienen objetivos muy alejados de querer consolidar las democracias. Sus objetivos tienen que ver con una mayor rentabilidad y con conseguir nuevos modos de permanecer en un espacio de negocios que vive transformándose.
– En una zona del libro marcás que con las redes cada vez estamos más atravesados por la idea de querer cultivar lo que vos llamás “experiencias likeables”. Me pregunto dónde están el huevo y la gallina en este caso, ¿vivimos para likear, likeamos para vivir?
— Yo creo que uno de los cambios tecnológicos fundamentales que tuvimos es la cámara frontal del celular. Los que tenemos más de 40 quizá recordamos mucho la fotografía con un fotógrafo que estaba detrás de cámara y todo lo que sucedía era lo que vos veías en ese ojo de un tercero. Hoy cuando consultás, lo que te dicen los vendedores es que ya sea de gama alta o de gama baja, lo que más preguntan las personas a la hora de comprar es sobre la cámara frontal. Muchas veces, además, es la que tiene mejor tecnología. Es muy importante la selfie ahora, esta idea de “yo me quiero mostrar haciendo esto”. De alguna manera creo que eso rápidamente transformó nuestra noción de lo que era íntimo, de lo que era privado. Que es un concepto que está en constante transformación. Quizá los más jóvenes lo tienen mucho más asumido, para los que tenemos más de 40 la cámara nos sigue generando un poco de incomodidad o inseguridad. Creo que ese cambio en nuestra noción de intimidad es muy profundo y que involucra por un lado que volvamos transparente a la vigilancia, un fenómeno también novedoso. Hasta hace quince o veinte años, la vigilancia estaba dada por el Estado y era una vigilancia que uno resistía o que buscaba convertir, que era un sentido común. No contabas dónde te vas de vacaciones o no dabas detalles de a quién votaste, más allá de tu círculo íntimo. O también esta noción de no conocer las casas de personas que no sean de mi familia o mis amigos. Hoy esto cambió, hoy yo conozco la casa de Pampita. Y conozco las casas de muchísimas personas no famosas porque las van contando y mostrando en sus redes. Entonces, está esta transformación de que antes la vigilancia era solo del Estado a lo que pasa hoy, cuando la vigilancia viene del Estado y también de las grandes corporaciones. Porque se trata de estas empresas que también tienen nuestros datos. Y se suma algo más: una vigilancia que también es novedosa porque es la vigilancia entre pares. Estamos en redes sociales, las personas nos pueden denunciar un tweet, nos pueden denunciar una historia, pueden armarnos una campaña en contra. Pueden juntarse y decir “vamos a silenciar esto”, o “vamos a tratar de que esto tenga menor alcance”. Al mismo tiempo, una vigilancia que va creciendo en estos últimos meses es la vigilancia ya automatizada. Es decir, la que funciona a partir de algoritmos que cuando detectan que hay un pezón de una mujer, por ejemplo, limitan automáticamente el alcance de esa imagen o directamente le dan de baja.
Hasta hace quince o veinte años, la vigilancia estaba dada por el Estado y era una vigilancia que uno resistía o que buscaba convertir, que era un sentido común. No contabas dónde te vas de vacaciones o no dabas detalles de a quién votaste, más allá de tu círculo íntimo. O también esta noción de no conocer las casas de personas que no sean de mi familia o mis amigos. Hoy esto cambió, hoy yo conozco la casa de Pampita.
– Te quería preguntar por esta “crisis de la soledad” que describís. ¿Por qué creés que como sociedad fuimos construyendo eso hasta llegar a este punto?
– Para mí la soledad es el tema del siglo XXI. Lo veo en mis amigos, lo veo en mis compañeros de trabajo. Pienso que de alguna manera perdimos cierta noción de lo colectivo. Obviamente también la tecnología nos cruza en este punto y es difícil diferenciar algunas cosas. Si uno tiene que pensar en eventos recientes que uno dice “bueno, vivimos esto todos juntos” son poquitos. Tal vez el Mundial o los Juegos Olímpicos hace pocos días. Siento que cuando éramos chicos había muchos más eventos que eran globales. Eran todos simples como, no sé, Grande Pa o la entrega de los Martin Fierro, o los Oscar. Ese tipo de eventos simultáneos ya no existen, nos estamos convirtiendo en compartimentos. Incluso la visión de series ¿Qué es, si no, la cultura del spoiler? Es la cultura de “yo voy a ver la serie cuando quiera, entonces no me cuentes nada porque yo no lo voy a vivir como un fenómeno global”. Son muchas las cosas que nos fueron llevando a cierta individualidad. En la sociedad argentina hoy esto se ve marcado, por ejemplo, en la nueva cultura de las mascotas. Se piensan como compañías. Antes quizás una mascota no tenía hábitos costosos de alimentación, de entrenamiento, o de juguetes. Todo eso se fue construyendo porque la mascota es la nueva compañía que tenemos porque no tenemos compañía humana. Y me parece que eso trae problemas. Trae problemas de salud mental. Trae problemas de salud tradicional. Algo que en paralelo estresa el sistema de salud, estresa a los estados. Presenta desafíos incluso en términos poblacionales. Incluso con la nueva longevidad, no llegamos a tener la cantidad de población en la Argentina como para poder reemplazar a quienes de a poco nos vamos muriendo. No conozco que haya políticas públicas en la Argentina que observen este problema, que lo puedan ver. ¿Qué significa que en la Ciudad de Buenos Aires haya más perros que niños? ¿Qué es lo que pasa en la Ciudad de Buenos Aires que hay tantas personas que viven solas en departamentos o en unidades habitacionales que quizás no fueron necesariamente pensadas para una sola persona? Todo esto para mí es un temón y nos aleja de la manera tradicional que teníamos. Siempre pensábamos que nuestra especie era una especie social, ¿no?
– En el capítulo dedicado al trabajo hacés referencia a la idea de workismo como esta especie de nueva religión. ¿En qué consiste y por qué decís que nos está llevando a atravesar un retroceso en nuestro vínculo con lo laboral?
– La noción de workismo es de Derek Thompson que es un periodista estadounidense que a mí me iluminó. De hecho me sirvió mucho el año pasado para entender mi propia vida y esos espacios en donde también estoy. Históricamente hombres y mujeres tuvimos a la religión como el centro de nuestra vida. ¿En qué términos? Bueno, la religión era algo que nos daba sentido. Nos daba una comunidad. Nos daba también una identidad. Hoy estamos en una realidad totalmente secular, pero lo que nos termina dando sentido es la ocupación laboral que cada vez toma más tiempo de nuestra vida. Que cada vez termina siendo más ingrata en términos de pago y de descanso. Que parece tener como paradigma Silicon Valley, esta idea de hombres jóvenes que dejan todo porque se quedan hasta las cuatro de la mañana tomando café y resolviendo un problema que los vuelve millonarios. ¿Y eso qué oculta? Bueno, oculta que esas personas lo pueden hacer porque hay alguien que se ocupa de sus familias, alguien que toma por ellos las tareas de cuidado. Estas personas muchas veces son mujeres que a la vez dañan su salud al hacerlo. No suele pasar a muchas personas hoy: te presentás con alguien y querés contar algo de vos en un bar, en una reunión social, en un lugar donde no te conocen y lo primero que decís es qué hacés, cuál es tu trabajo. Más que quién sos. Y eso nos parece natural hoy pero no fue siempre natural. En el fondo, creo que la definición o la imposición de que el trabajo dignifica nos terminó dañando mucho.
– Volviendo a la tecnología un segundo, en un capítulo señalás como una especie de fantasma que tiene mucha gente. Esto de “nos van a reemplazar los robots”. ¿Cómo creés, pensando en estas ideas desobedientes, que se puede disipar ese temor a la máquina?
– Creo que cuando hay una voluntad de aterrorizar o de crear miedo siempre hay detrás una motivación. Para mí es interesante ver cuál es la motivación. Por algo nos llevan a pensar que mi trabajo o alguna de las tareas de mi trabajo va a ser automatizada. Es algo que veo todos los días, literalmente, en Instagram: el algoritmo me muestra reels de personas que todo el tiempo te dicen que vamos a ser reemplazadas y que por eso hay que transformarse y reinventarse. Creo que ese mito o esa aspiración de la reinvención también tiene que ser algo repensado, porque genuinamente es algo que nos cansa mucho. ¡No sé si tengo ganas de reinventarme! Realmente es mucho esfuerzo, yo ya hice mucho en 43 años como para que de golpe me tenga que reinventar. Si me toca, me toca, pero no quiero buscarlo como algo que sea necesariamente una meta. Creo que detrás de estos temores está esta idea de alguien de justificar la precarización de lo que tenemos. Va a ser más difícil para mí poder anhelar o buscar o pelear por mejores condiciones laborales si pienso que eventualmente hay en algún lado un servidor que hace exactamente lo que yo hago. El tiempo también nos demuestra que la inteligencia artificial, por ejemplo, no está en todos los temas o en todas esas labores que pensábamos que fácilmente iban a ser reemplazables. Algunas lamentablemente sí y creo que hay que trabajar para volver a pensarlas. Pero el alarmismo por el alarmismo mismo me parece que es equivocado al igual que la concepción naif de que la tecnología es buena simplemente porque es nueva.
Hoy estamos en una realidad totalmente secular, pero lo que nos termina dando sentido es la ocupación laboral que cada vez toma más tiempo de nuestra vida. Que cada vez termina siendo más ingrata en términos de pago y de descanso.
– Hacia el final de tu ensayo abordás la muerte, un asunto al que, según decís ahí, en los últimos años algunos pensadores le fueron escapando.
– Sí, si uno piensa en los grandes temas filosóficos siempre aparece la muerte. Pero a la hora de revisar pensadores contemporáneos o pensadores del siglo XX que tematizaron fuertemente eso, por supuesto está Heidegger o uno puede pensar algo de las líneas alemanas o francesas. Pero creo que la muerte no estuvo tan presente en los últimos tiempos como estuvo en otros momentos de la historia de la filosofía. Creo que de alguna manera es un tema que pusimos abajo de la alfombra. Esa noción de entender qué era o qué es lo que sucedía en la muerte. Tematizar eso, que es un problema claramente filosófico porque tiene muchas respuestas. Con el avance de la tecnología, la bioética, por ejemplo, empezó a traernos preguntas como hasta qué punto tiene sentido mantener la vida de un cuerpo. Y creo que es un debate que me parece que va a ser el próximo gran debate. Para mí los dos temas filosóficos actuales, pero sobre todo del futuro inmediato, va a ser, por un lado, la noción de persona. Es decir, entender quién es persona o no, tomando no solamente la persona animal que es la que venía pensándose hasta ahora, sino también la tecnológica. Por ejemplo, a través de nuevos dispositivos, si a alguna inteligencia artificial le podemos dar la característica de persona o no. Y, luego, la pregunta acerca de el buen morir. Es decir, cómo yo puedo determinar mi autonomía a la hora de decidir cuándo me quiero morir. Me parece que es un camino muy difícil. Cuando charlo con gente o cuando he tocado estos temas en espacios por fuera de la academia, hay una resistencia y esa resistencia es la que creo que también de alguna manera puede haber sucedido en la reflexión filosófica más mainstream en el siglo XX. También creo que ahora de a poquito va cambiando. Es importante superar esa resistencia para poder pensar en la última parte de nuestras vidas. Aparece una pregunta válida para muchas personas que posiblemente vivamos 80, 90 años y hoy quizá rondamos los 40. ¿Estoy pensando una forma de vida en donde pueda tener 40 años más de bienestar material para poder vivir bien? ¿O sigo pensando en la vieja fórmula que indica que a los 65 me puedo jubilar con un sueldo de profesor universitario de la Universidad de Buenos Aires y a poder vivir 20 o 30 años más? Por supuesto que esto involucra un aspecto económico y también una cuestión más personal sobre cuáles son las condiciones que yo pensaría como aceptables para determinadas circunstancias. ¿Sabe mi familia, saben mis amigos qué es lo que yo quiero en el caso de que sufra un accidente y no pueda expresarlo? ¿O si tengo una enfermedad que sea deshabilitante o paralizante? Son conversaciones difíciles. Son conversaciones molestas, pero me parece que tenemos que tenerlas.
– Escribiste sobre pensamientos o ideas desobedientes. ¿Cuál es tu desobediencia favorita?
– Para mí es la de los viejos y las viejas. Creo que están enfrentados a una vida que no esperaban para nada, tal vez tener 70 años y estar llenos de energía o tener 80 años y tener muchos planes. ¡O tener 90 años y estar vivos! Creo que hay algo ahí súper relevante para pensar. A mí en muchos sentidos me impacta el erotismo, la sexualidad, la intimidad de esas personas que en muchas ocasiones viven con absoluta naturalidad, como debería ser. Y para nosotros, que nos creemos cancheros, progres o superados, es todo una sorpresa: ¿no era que después de los 60 llega el invierno, la sequedad y que todo se murió? Esa rebeldía de los viejos que se encontraron con una especie de plus, de bonus de vida que no esperaban, me encanta porque me sorprende.
Tomás Balmaceda es doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, docente y escritor. Confundó GIFT, el Grupo de Inteligencia Artificial Filosofía y Tecnología. Sus últimos libros son Generación invisible, coescrito con Miriam De Paoli, y Cultra de la influencia, en coautoría con De Paoli y con Juan Marenco. Actualmente dicta clases de grado y posgrado en la Universidad de Buenos Aires y la Universidad de San Andrés.
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