Los imperios y reinos del norte global reivindican su derecho discrecional a “verificar” elecciones en ciertos y determinados países. Los partidos y movimientos de la derecha —y hasta buena parte de la izquierda— en esas naciones, apoyan ese supuesto derecho y hasta claman porque los procesos electorales sean supervisados por potencias extranjeras.
¿Qué subyace en esta actitud? Neocolonialismo, injerencismo, supremacismo racial, tutelaje y unilateralismo se aprecian entre los jerarcas del imperio y de los países europeos. Mientras, del lado de nuestras naciones, afloran el cipayismo, la subordinación, el endorracismo y, por supuesto, todo ello envuelto en la visión pragmática de quienes ven en la intervención extranjera su pasaporte al ejercicio del poder.
Las viejas potencias coloniales, desplazadas por movimientos emancipadores, nunca renuncian a la idea de volver a serlo. En la práctica, lo han sido en el plano económico y también en la esfera cultural. Y cada vez que pueden, tratan de imponerse de nuevo en lo político. Para ello se presentan como ejemplos del orden democrático, paradigmas del modelo que todas sus excolonias deberían asumir como ideal.
Esto requiere un alto grado de cinismo, pues en varias de esas naciones operan democracias bastante cuestionables, ya sea porque se trata de monarquías parlamentarias o porque son, a la vista de todos, corporatocracias en las que mandan los grupos económicos, representados por empleados que desempeñan el rol de políticos y líderes.
Una de las formas de neocoloniaje político ha sido la imposición de estas supervisiones en los procesos electorales de países que alguna vez fueron parte de sus dominios. Estas intromisiones las ejecutan a través de organismos públicos de las exmetrópolis, de entes intergubernamentales y de falsas organizaciones no gubernamentales, financiadas con fondos estatales del norte global.
Esta injerencia tiene varias características que las definen muy bien. Una de ellas es su aplicación discrecional; otra es que pretende ser una instancia de alzada supranacional e inapelable; una tercera es su unidireccionalidad.
Unos sí, otros no
La aplicación discrecional se hace evidente en el día a día del mundo. En un mismo año hay elecciones en varias decenas de países, pero el afán intervencionista del imperio y sus satélites no se reparte equitativamente. En algunos casos, no hay interés en absoluto; en otros, se convierte la presencia de los “supervisores” en una cuestión primordial, de honor.
Existe, como bien se sabe, un patrón que explica esa diferencia en el empeño. El norte global quiere meter sus narices en los países que tienen grandes riquezas naturales para asegurarse su explotación a través de gobernantes aliados. También demuestran gran “preocupación” cuando se trata de países que han instaurado gobiernos independientes, anticoloniales, soberanistas. En cambio, les tienen sin cuidado las naciones pobres y aquellas en las que la clase política es comprobadamente obediente a sus dictámenes.
Es fácil ver esta diferencia en término de izquierda y derecha. Si la disputa electoral es entre opciones conservadoras, los países imperiales y excoloniales no necesitan entrometerse mucho. Hacen alguna parodia de “observación” y dan su bendición al gobernante electo. No importa que el sistema electoral sea una burla, con boletas fotocopiadas y narcos comprando votos o amenazando a los electores a plena luz del día. Pero si las elecciones se inclinan hacia el lado de la izquierda, progresista, socialista o aunque sea moderadamente nacionalista, las potencias exigen ocuparse directamente del conteo y quieren ser ellas las que proclamen al vencedor.
En el caso venezolano se puede hacer una comparación histórica. En tiempos de la democracia representativa (1958-1998), las elecciones fueron siempre muy cuestionables. La composición del Consejo Supremo Electoral; el socarrón mecanismo manual de votación y escrutinio; la exclusión de miembros de mesa y testigos de ciertos partidos; la destrucción inmediata del material electoral y las múltiples causales de anulación de las actas fueron algunos de los vicios de ese sistema al que ahora muchos quieren volver.
Se llegó a tal degradación del CSE que se hizo normal que los resultados de las elecciones los diera de modo casi oficial un canal privado de televisión, basándose en encuestas a boca de urna hechas por trabajadores de la fábrica de refrescos propiedad del mismo dueño del canal. Así de esperpéntico era el asunto.
Se preguntarán los más jóvenes si en esas ocasiones aparecía en escena algún funcionario del Departamento de Estado de Estados Unidos, de la Unión Europea o de alguna organización internacional exigiendo reconteos con auditoría independiente y externa. La respuesta es no.
Pongamos un caso que causa rabia y causa risa. El de La Causa R. A este partido, expresión de la izquierda obrerista auténtica de los años 70, le robaron votos a granel en todo tipo de elecciones: para el Sindicato Único de Trabajadores de la Industria Siderúrgica y Similares (Sutiss); para la gobernación del estado Bolívar y su Asamblea Legislativa (actual Consejo Legislativo); para el Congreso Nacional (actual Asamblea Nacional); y para la presidencia de la República. En 1992, cuando Aristóbulo Istúriz ganó las elecciones para la alcaldía del municipio Libertador (Caracas) también quisieron atracarlo, pero “el Negro” se fajó en el CSE, en los medios de comunicación y, sobre todo, en las calles y no se dejó robar.
[Da rabia recordar esos episodios fraudulentos y da risa ver a Andrés Velásquez (a quien sólo le faltó que los adecos abusaran de él sexualmente) convertido en vocero de falaces denuncias de los mismos factores que nunca se cansaron de humillarlo. Pero ese tema es tan tóxico como sus protagonistas. Bien lejos con ellos].
Corte electoral universal
Otra característica del injerencismo neocolonial en el plano electoral es que Estados Unidos, como el poder imperial, y las antiguas potencias coloniales europeas pretenden que se les acepte como una especie de corte electoral universal, con la atribución de revisar las elecciones de los otros países y, eventualmente, cambiar los resultados que hayan dado los organismos nacionales (administrativos o judiciales) encargados del asunto.
Como en tantos otros aspectos, esta es una autoridad autoproclamada y sostenida por un tinglado ideológico, cultural y mediático que atribuye a estas naciones la superioridad moral, intelectual y técnica en una gran variedad de campos, incluyendo el de las formas de la democracia y la ponderación de la voluntad popular.
Para que este relato eche raíces en la sociedad del país intervenido es necesario contar con socios o empleados internos que actúen en calidad de franquicias o enclaves. Estos grupos operan enmascarados de ONG e instituciones del mundo académico conservador que se encargan de reivindicar las supuestas virtudes inmarcesibles de las democracias de Estados Unidos y Europa.
También, desde luego, actúan como agentes interesados de esta falsa corte electoral universal los grupos políticos (de derecha y ultraderecha, principalmente) que quieren ser favorecidos por las “sentencias” de ese tribunal ungido por los poderes hegemónicos del capitalismo global. A ellos les corresponde el papel de declararse víctimas del fraude y clamar por la intervención foránea.
El mayor o menor apoyo que pueda tener la injerencia del arbitrario tribunal electoral mundial depende del grado de penetración de las ideas neocoloniales en la población votante. En el caso de Venezuela, el cipayismo de cierta clase media (real o aspiracional) ha sido un factor de impulso a esta idea de que las elecciones deben ser tuteladas por Estados Unidos y su séquito porque son países más avanzados y menos corruptos.
Como antídoto a este deplorable enfoque, que tiene mucho de endorracista, en Venezuela se ha robustecido la autoridad del organismo electoral e, incluso, se ha elevado su rango hasta el nivel de poder público autónomo, uno de los grandes logros de la Constitución Bolivariana de 1999. En la Carta Magna también se creó la Sala Electoral del TSJ, como instancia de alzada para los contenciosos electorales.
Unidireccionalidad
Tal vez la característica más colonialista del afán de injerencia de Estados Unidos y Europa en las elecciones de terceros países sea el carácter unidireccional: esas naciones se arrogan el derecho a observar, revisar, verificar las elecciones de otras, y con base en ello, aceptar o no los resultados y reconocer o no los gobiernos electos, pero nadie puede observar, revisar ni verificar sus procesos electorales ni mucho menos negarse a aceptar los resultados o a reconocer a los elegidos.
Es una calle de un solo sentido. Los países “desarrollados” son soberanos, autónomos e independientes para montar sus sistemas electorales, organizar los comicios, realizar sus escrutinios y resolver sus controversias al respecto. Ningún ente externo puede meterse en eso ni pretender que va a verificar o auditar nada.
Aquí, de nuevo, funciona el supremacismo del norte, correspondido con el complejo de inferioridad de una parte de nuestras sociedades. Una actitud que nada tiene que ver con la realidad, pues la clase política estadounidense y europea no tiene ninguna autoridad moral para imponer su criterio sobre nuestros procesos electorales.
Estados Unidos es una corporatocracia, gobernada por los poderes fácticos (el llamado Estado Profundo), que financia las carreras de sus políticos; es un duopolio político en el que, en un cuarto de milenio, nunca ha gobernado alguien distinto a una ficha de los partidos Republicano y Demócrata; sus elecciones son de segundo grado, pues la decisión final corresponde a los delegados de los Colegios Electorales, quienes pueden (como en efecto lo han hecho) designar presidente a quien perdió las elecciones en el voto popular; y esas elecciones se realizan bajo normas de cada uno de los estados, con sistemas electorales diferentes, sin un organismo central que certifique el resultado nacional.
Además, como bien lo recalca la reciente sentencia de la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia, cuando hay denuncias de fraude o dudas sobre el resultado, corresponde a la máxima instancia judicial del país (la Suprema Corte) emitir su fallo. Esa corte, por cierto, es integrada mediante conciliábulos políticos y con clara influencia del Poder Ejecutivo y del mismo Estado Profundo. No es un areópago formado por jueces impolutos e inmaculados, como se pretende hacer creer.
¿Es Estados Unidos, entonces, un ejemplo a seguir en materia electoral? No lo parece, ni de lejos.
¿Y qué decir de Europa y sus viejas monarquías en las que hay unos supergobernantes que actúan por herencia de un derecho divino? Casi todas son regímenes parlamentarios en los que el voto popular se torna en apenas un cheque en blanco para que las cúpulas partidistas negocien la formación del Poder Ejecutivo. ¿Son aplicables esas modalidades a nuestros países, que se sacrificaron en cruentas guerras de Independencia para liberarse de esas monarquías y que no adoptaron el modelo parlamentario, sino el presidencialista?
¿Puede un país como Francia continuar viviendo de la fama de su revolución liberal de hace 235 años —que, ciertamente, fue modelo para las democracias contemporáneas— a sabiendas de que, a estas alturas del siglo XXI, sigue siendo una potencia opresora colonialista?
La matriz injerencista llega a traspasar límites grotescos cuando otros países del vecindario latinoamericano se suman a la maniobra y se presentan como dignos vigilantes de la pulcritud electoral. Actúan, claro está, con la venia de Washington, a través de organismos internacionales totalmente subordinados al mandato imperial, como la Organización de Estados Americanos (OEA) o mediante infames excrecencias diplomáticas, como el Grupo de Lima.
Se llega a extremos del descaro cuando se le otorga vocería a gobernantes que han llegado al poder mediante zarpazos contra el voto popular, como es actualmente el caso de Dina Boluarte, la dictadora de Perú, quien tiene el desparpajo de cuestionar el proceso electoral venezolano, cuando ella ostenta un poder írrito, derivado de un golpe de Estado contra el presidente constitucional, Pedro Castillo, arbitrariamente preso.
En el pasado reciente, ese mismo desvergonzado papel le correspondió a la dictadora Jeanine Áñez, mientras ejercía la presidencia de facto de Bolivia.
Injerencia electoral en tiempos de redes
La pretensión del poder imperial y sus socios y lacayos de interferir en los procesos electorales de ciertos países ha tenido siempre uno de sus cimientos en el dominio comunicacional que ha hecho posible imponer las narrativas de la autoridad extraterritorial de esas naciones en la materia.
Hace algunos años, ese dominio se ejercía fundamentalmente a través de los grandes medios de comunicación convencionales (prensa, radio, televisión). Ahora, a esas poderosas armas se han sumado las plataformas digitales y las redes sociales, cuya capacidad de manipulación se proyecta como aún mayor de la que tuvieron sus antecesores en la arena de las comunicaciones de masas.
Los señores feudales de esas plataformas y redes (las grandes corporaciones, de nuevo) pretenden erigirse también en tribunales electorales de alcance global, quitar y poner gobiernos y presidentes a su antojo, de acuerdo a sus intereses comerciales, tal como lo ha confesado el magnate de X (antes Twitter), Elon Musk, en varias oportunidades, incluyendo la del ya mencionado golpe de Estado en Bolivia, uno de los países del triángulo del litio.
En conclusión, puede afirmarse que defender la soberanía, la independencia y la autodeterminación en materia electoral es una postura crucial, de vida o muerte, para nuestros países, pues los poderes que pretenden intervenir, fiscalizar, injerir, arbitrar, entrometerse no lo hacen porque quieran garantizar la pulcritud de los comicios, sino porque vienen con todo y por todo.
(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)
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