¿Qué significa ser «ciudadano»? ¿Puede la «ciudadanía» regenerar o (re)construir el tejido comunitario? He aquí dos inquietudes que nos llevan a explicitar los contenidos implícitos de las palabras y los conceptos, más allá de las comprensiones habituales.
La visión eurocéntrica ha cultivado, entre nosotros/as, la creencia de que lo urbano, sus cualidades y sus habitantes son una manifestación del estadio más civilizado de la humanidad (léase: lo superior). Hay un imaginario moderno/colonial —que asumimos y reproducimos en la práctica y en nuestras formas de pensar— que considera a la ciudad como el lugar privilegiado donde el ser civilizado hace su vida. Tal como decíamos en otra de las ediciones de Pensar a fondo, la sociedad moderna, para desintegrar las relaciones comunitarias, fomentó, entre otras estrategias, la pauperización del campo y una ciudadanización pedagógica que proyecta, como modelo ideal, la vida burguesa y citadina.
Problematizar la palabra «ciudadanía» no tendría sentido por un mero prurito teórico o lingüístico. En este momento histórico —cuando lo que está en juego no solo es la reconstitución de la política comunitaria, sino la propia reproducción de la vida—, el cuestionamiento a la «ciudadanía» no es una ligereza ni un capricho ni una especulación abstracta, pues las palabras revelan perspectivas, creencias, historias, que, a su vez, presuponen concepciones, cosmovisiones y modelos ideales, desde los cuales sentipensemos, actuamos y nos relacionamos. Hacer explícita esta ristra de significados es parte de la descolonización cultural que exigen las revoluciones.
Lo que aparece en la palabra y en su concepto expresa al fundamento; en este caso, «ciudadano» expresa al ser definido por Occidente; es decir: manifiesta la proyección del sujeto burgués hecho dios. De esta manera, si el sujeto urbano (burgués) es lo «civilizado», lo «desarrollado»; en consecuencia, lo campesino es lo bárbaro, esto es, lo rural está en una posición inferior, «subdesarrollada», «subhumana». Ser «ciudadano», así, representa un imperativo de carácter ontológico que presupone una jerarquía que establece las fronteras de lo humano.
¿Cómo entendemos, entonces, la ciudad? La ciudad moderna está diseñada para que seamos sujetos individuales, útiles a un modelo de existencia. La ciudad que conocemos hoy encarna y configura la subjetividad del proyecto moderno; es decir: una subjetividad individualista, que reproduce las relaciones capitalistas. Al vivir en las ciudades, consumimos lo que ellas contienen y emanan; en definitiva, una manera de vida, que se constituye de acuerdo con el «modelo ideal» pre-supuesto por la modernidad. Esa forma de vida llega a formar parte de nosotros/as, o sea, constituye nuestra subjetividad.
Pero ¿cuál es esa forma de vida que configura la ciudadanización pedagógica? Esta pregunta parece responderse en el razonamiento que arguye, de manera magistral, el filósofo boliviano Juan José Bautista, a partir de las tesis de El capital: «El capitalismo [con el horizonte cultural que lo ha engendrado: la modernidad], para poder constituirse como tal, necesitó ir destruyendo, poco a poco, toda forma de vida comunitaria, es decir, toda otra forma de vida distinta a la forma de vida social que produce el capitalismo como su correlato, porque el capitalismo, para poder constituirse en la forma de producción dominante, tenía y tiene que producir, permanentemente, no solo mercancías capitalistas o relaciones de mercado capitalista, sino su asociación o conglomerado humano pertinente, es decir, una forma de agrupación humana que fuese producto de su propia forma de producción y reproducción subjetiva, hecha a imagen y semejanza suya. Por ello el capitalismo, desde el principio, estuvo reñido siempre con toda otra forma de vida que no estuviese a la altura de sus necesidades y expectativas. Por ello mismo, desde el principio, las hizo “aparecer” como premodernas, o sea, literalmente inferiores».
Esta lógica de las demandas y las expectativas de la sociedad moderna/capitalista es caracterizada por el también filósofo descolonial Rafael Bautista, en su libro La descolonización de la política: introducción a una política comunitaria. Rafael coincide con J. J., al subrayar que la sociedad y la comunidad son incompatibles: ¡se contraponen! El benjamín de los Bautista deplora que la «ciudadanía» presupone la sociedad y esta supone, a su vez, un abandono de toda forma tradicional (comunitaria) de integración. De acuerdo con Rafael, la «ciudadanía» es un proceso histórico y debe considerarse en la perspectiva del tiempo; ello significa también saber ubicar su procedencia y el sentido último que despliega como modo de realizarse. La abstracción de estos elementos significa pérdida de contexto real y tal ambigüedad tiene consecuencias que siempre son prácticas. En este sentido, detalla los atributos peculiares de la subjetividad ciudadana: 1) El «ciudadano» desarrolla, en sí mismo, los [anti]valores de la sociedad moderna. 2) El «ciudadano» es lo que queda del individuo partido: un individuo producido por el mercado, cuyas relaciones ya no son humanas, sino mercantiles. Los individuos se aíslan unos de los otros y de la madre tierra, porque las relaciones mercantiles que establecen produce, en estos, una ajenidad recíproca que, en su constante repetición acumulativa, descompone todo tipo de ligazones que no sean las pertinentes a la compra y venta; es decir: destruye toda cercanía y toda relación comunitaria. 3) En la normalidad de la vida social en la ciudad, lo que impera es la competencia. La sociedad coloniza toda forma tradicional comunitaria para subsumirla en torno al nuevo patrón de poder que desarrolla el individuo moderno. 4) Las personas se reconocen mutuamente como propietarios, y como tales establecen entre sí relaciones contractuales. El contrato es la forma más visible de este reconocimiento (…). Su forma particular es esa relación mercantil, en la cual se reconoce, a sí mismo, como propietario, incluso como propietario de derechos. 5) Desde el dualismo maniqueo moderno (hombre/bestia, civilizado/salvaje, racional/irracional, sujeto/objeto, urbano/rural), el «ciudadano» cuanto más alejado de la naturaleza más humano es. Como tal, su modo de relacionarse no relaciona, sino que cosifica toda relación, incluso a la madre tierra. No se siente parte de nada, porque ha devaluado todo a condición de objeto y ejerce una relación de poder y dominación. Esa misma devaluación le obliga a la distancia. 6) Ser «ciudadano» es ser parte de una sociedad de progreso, consumo y acumulación capitalistas. El «ciudadano» se piensa «incluido» en el sistema-mundo moderno y, por consiguiente, con derecho a una economía con criterio desarrollista, en el cual «progresar» es acumular mercancías y tener acceso a satisfactores de lo que el sistema hegemónico considera son las necesidades humanas, sin ver el costo humano y natural que representa aquello. En síntesis, ¡es imposible que la «ciudadanía» produzca comunidad!
Este proceso de intercambio social, al que hacen referencia los hermanos Bautista, fue descrito conceptualmente por Karl Marx, en El capital, de la siguiente manera: «Las cosas, en sí y para sí, son ajenas al hombre y, por ende, enajenables. Para que esta enajenación sea recíproca, los hombres no necesitan más que enfrentarse implícitamente como propietarios privados de esas cosas enajenables, enfrentándose, precisamente por eso, como personas independientes entre sí. […] El intercambio de mercancías comienza donde terminan las entidades comunitarias, en sus puntos de contacto con otras entidades comunitarias, o con miembros de estas» (las negritas son mías). Así se configura la sociedad moderna/capitalista y su modelo de «desarrollo».
La ciudadanización es una de las banderas del proyecto civilizatorio de la modernidad. Para ello, precisa el filósofo Franz Hinkelammert, se ha blindado de toda crítica, haciendo aparecer el contenido ideal de su modo de vida como el ideal de la humanidad. En otras palabras: la modernidad/colonialidad impone en la realidad las relaciones sociales capitalistas, para afirmar, luego, que la realidad «es» así, que ha sido siempre así y que, en el futuro, siempre lo será.
¿Es apropiado, entonces, para una pretensión de liberación, mantener un logos cuyo fundamento e imaginarios son contrarios al carácter constituyente e instituyente de la subjetividad comunitaria? La respuesta de Rafael Bautista es esclarecedora: uno puede tener muy buenas intenciones y abrazar ideas revolucionarias; pero, si seguimos pensando según el formato que ha constituido la lógica de la dominación, lo único que vamos a hacer es replicar o performativizar la modernidad, y darle elementos para resignificarse o instaurar novedosas formas de dominación. No podemos olvidar que, en el concepto, se expresa y se formaliza un modo-de-vida y su producción es también la producción y el desarrollo de ese modo-de-vida.
Pongamos a consideración un par de preguntas, en este punto: si la soberanía reside en la «ciudadanía», ¿cuál es la subjetividad que encarnan los protagonistas? ¿Cuál es el espíritu que queremos encarne la comuna? Se trata, desde luego, de situarse en otros horizontes que proyecten la vida comunitaria. ¡Basta de seguir viendo solo lo que el mito moderno/capitalista quiere que veamos! A eso se llama fetichismo. La ética del vivir bien en comunidad se sitúa fuera de las posibilidades de la totalidad de la modernidad/capitalista, sus imaginarios y sentidos existenciales.
Poder pensar más allá que la modernidad empieza con las palabras que moldean nuestras prácticas y nuestras expectativas. Trabajar por develar la ideología detrás de las palabras y los conceptos implica una escuela de la sospecha y una pedagogía de la pregunta que nos invita a pensar a fondo, para no permanecer en la respuesta automática, ni en el entrampe intelectivo de la modernidad, que nos lleva a arrastrar, ontológica y epistémicamente, todo su horizonte de prejuicios. La consideración abstracta, plana y homogénea de las palabras es producto de una falta de reflexividad crítica y puede llevarnos a recaer en lo mismo que queremos cambiar. Como advierte Rafael Bautista, es imposible superar el proyecto moderno/colonial/capitalista, si no se desnuda y desmonta el «modelo ideal» que lo hace posible y que se encuentra expresado en los mitos que le legitiman y en la forma de relación que produce.
El maestro venezolano Simón Rodríguez, consciente de la ideología que subyace a las palabras y a los conceptos, ya en el siglo XIX, compartía algunas coordenadas para hacer este pasaje reflexivo: «Los nombres no hacen las cosas, pero las distinguen; lo mismo son las acciones con las ideas». Dicho de otro modo: detrás de las palabras no solo hay habla y lenguaje, sino que también hay una razón que expresa una visión de mundo, la cual, a su vez, enmarca nuestras aspiraciones y, por lo tanto, presupone un determinado horizonte de sentidos. Lo que, metodológicamente, permite la pedagogía robinsoniana es remontarse reflexivamente al «modelo ideal» que está oculto en nuestras expectativas; por eso, este pensador nuestroamericano no deja de expresar la necesidad de ser estudiosos, sensatos y pensadores para no seguir padeciendo el impacto de la irracionalidad e ignorancia occidental en los proyectos políticos que queremos construir: «Solo los hombres [los seres humanos] dotados de estas 3 cualidades ven las cosas como son en sí y trabajan por hacerlas conocer».
¡Ajá!, ¿y tú qué propones? Pensar a fondo, y salirnos de los límites (culturales, relacionales, económicos, políticos y hasta cognitivos) que nos ha impuesto el mundo moderno del desarrollo capitalista. Las revoluciones de la nueva época debieran ser conscientes de la ideología que ha preñado los proyectos políticos, históricamente, para, realmente, poder salir del simulacro social que ha producido Occidente y trascender, existencialmente, el paradigma existencial del capitalismo. ¡Es imposible cimentar realidades nuevas con imaginarios modernos! Diría Rafael Bautista, «la tarea del pensar es también sacar a las palabras de su ámbito cotidiano y llevarlas a un ámbito fundamental; a aquello que insinúan, aunque de modo ambiguo». Dicho de otra manera: indagar el contenido de las palabras.
Pensar la ética de la comunidad de vida (que incluye a los humanos y a la Tierra, que nos da arraigo y existencia) requiere asumir la complejidad de reflexionar radicalmente la subjetividad por venir. Es decir: pensar la subjetividad de los comuneros y las comuneras, de los comunes, de los singulares que se ponen al servicio de la reproducción de la vida toda, en el territorio, como espacio político y espiritual. Lo que decimos con las palabras no solo es un acto discursivo: las palabras expresan una forma de pensar, de sentir, de relacionarnos, de actuar… de desear y soñar. El porqué de las palabras se traduce en una determinada concepción del mundo y de la vida y, en consecuencia, en un proyecto político.
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