Los datos terminan teniendo el mismo destino de las cosas acumuladas por años en un cuarto
Entre las habilidades que aprendemos por cuenta propia, por no decir que desarrollamos instintivamente, se encuentra la propensión a acumular cosas. Basta revisar en las esquinas de cualquier casa para descubrir montones de libros, botellas, latas, prendas de ropa, envases o cualquier otro objeto que soporte estar por años en el mismo sitio. Ni hablar de aquellos oficios como la plomería, la mecánica automotriz o la carpintería: sus practicantes siempre tienen un depósito de piezas reemplazadas, que algún día harán volver al ruedo; y quienes consumen información en estos tiempos digitales no se quedan atrás, también pueden ser acumuladores.
Los datos electrónicos son unos de los bienes que con mayor facilidad podemos guardar, guardar y guardar. Decir que una computadora tiene 2 terabytes no significa mayor cosa para muchos de nosotros. En cambio, si nos dicen que tenemos 150.000 canciones almacenadas en ese equipo, nos cambia la perspectiva. Es mucho, pero ni siquiera nos damos cuenta de semejante volumen, porque vamos almacenando sin mediar mayor razonamiento. Eso estimula formidablemente la adicción por acumular.
Si se necesitan pruebas de esta compulsión, podemos revisar nuestros teléfonos inteligentes. Conseguiremos fotos, audios y videos que ni siquiera recordamos tener. Una mención especial merecen los archivos provenientes de WhatsApp. Desde la foto de la tubería rota de la comunidad hasta las imágenes perdidas de algún acto escolar duermen el sueño eterno digital en nuestros dispositivos. Razones sobran para justificar su permanencia e incluyen nuestra falta de interés por limpiar el espacio de almacenamiento, el temor a perder esa información porque “algún día hará falta” y la dinámica de un mundo dedicado a bombardearnos de información.
Otra plataforma que parece un escaparate a punto de estallar es nuestro correo electrónico. Acá pasa lo mismo que en el caso del teléfono inteligente, con un ingrediente adicional: muchas veces se consideran mensajes importantes para el futuro de cualquier trámite. Si hurgamos un ratico en nuestras cuentas, veremos algún mensaje con un comprobante de pago, una clave o un código que ya no necesitamos, pero siempre será mejor guardarlo para prevenir y jamás lamentar. Esta obsesión, sin embargo, nos puede salvar en algunos casos. Abundan los testimonios de fe en la bandeja de entrada cuando nos urge conseguir la foto de nuestro documento de identidad o cualquier constancia.
Esos momentos milagrosos, sin embargo, no ocurren con las redes sociales. Adictivas y masivas, estas plataformas se convierten en poderosos reservorios de información cuyo valor muchas veces olvidamos. Entre publicar contenidos, marcar “Me gusta” y darle al “Marcador” para guardar publicaciones, desarrollamos nuestro hábito acumulador. ¿Lo peor? Nuestro interés por estos posts casi siempre muere luego de habernos prometido volver a ellos.
En todo caso, los datos terminan teniendo el mismo destino de las cosas acumuladas por años en un cuarto. Están ahí, sin uso ni propósito, a merced de nuestra descuidada memoria o el desespero provocado por un aprieto. En un mundo donde sobreabunda la información, confiamos en la buena suerte de internet para retener aquellos que no nos preocupamos por recordar. Qué desafío enfrenta la memoria —individual y colectiva– entre acumuladores de información.
Rosa E. Pellegrino
No hay comentarios:
Publicar un comentario