CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
El miedo, la apatía y la complicidad son
algunos de los mayores obstáculos para establecer un sistema eficaz de
administración de justicia capaz de conducir al país por un proceso
generador de cambios profundos. En un sistema degradado por la
infiltración de la corrupción y la delincuencia en esferas
gubernamentales y en otras instituciones de fuerte incidencia política y
económica, se supone la existencia de un alto grado de omisión de
denuncia. Esto, por razones obvias, constituye un freno a la
administración de justicia y un elemento paralizante en muchos otros
aspectos de la vida nacional.
La ciudadanía se ha habituado al abuso y
es neutralizada por el temor y la costumbre. Paga con impotencia los
costos de la corrupción como un mal necesario y su única vía de escape
es el comentario amargo en su círculo cercano. Multas de tráfico por
faltas inexistentes, pago de impuestos excesivos y a capricho del vista
de aduana, revisiones ilegales del vehículo en una calle solitaria, el
consejo malicioso del funcionario de “soltar unos billetes”, amenaza de
muerte para detener acciones legales por violencia intrafamiliar o por
exigir la pensión alimenticia son casos recurrentes, silenciados por el
temor.
Ese tipo de violencia es la gran amenaza
contra el ejercicio libre y consciente de la democracia. Los políticos
no se percatan de sus propios errores y se revisten de una autoridad
prestada —porque no les pertenece— con la cual administran el tesoro del
Estado en medio de la euforia de quien se siente dueño y señor del
territorio. Quienes pertenecen a este círculo o se aproximan a él por
distintas razones, también respiran ese aire enrarecido que nubla el
entendimiento y sucumben ante las tentaciones del poder.
Así ha vivido la Guatemala actual veinte
años después de la firma de la paz, un acontecimiento cuyas promesas de
transformación del sistema de injusticias, inequidades y racismo nunca
se cumplieron a cabalidad. Muchas de las crisis actuales devienen de la
pérdida de dirección en las intenciones originales de enfocar los
esfuerzos en el desarrollo, la inclusión de los pueblos originarios, la
equidad entre hombres y mujeres, los objetivos en salud y educación.
Esta tarea de reorientar a las fuerzas políticas exige a la ciudadanía
detenerse a pensar en el camino recorrido, en cuánto falta por alcanzar y
cómo es posible eliminar los motivos que llevaron al país a embarcarse
en un conflicto armado prolongado y destructivo.
El ambiente de violencia es la
consecuencia de haber perdido la ruta correcta, haber creído que con una
firma en el documento se superaban las causas de la pugna entre
sectores, se allanaba el camino al diálogo y quizá también se iniciaba
una época de reparación de los daños.
Pero un pensamiento sin acciones no sirve
para nada. Un cambio de reglas sin la voluntad de cumplirlas solo ha
conducido a ensanchar la distancia entre las expectativas y la realidad.
La ciudadanía tiene ahora la tarea de
involucrarse activamente en la reorientación de sus objetivos y metas.
La denuncia, aunque parezca un acto insignificante ante la enormidad del
problema, es la herramienta más efectiva para ir empoderando a una
población-víctima, durante mucho tiempo impotente ante el acoso y el
abuso de criminales grandes y pequeños, refugiados en sus intocables
centros de control. La denuncia libera y abre un camino hacia el imperio
de la ley. Quizá durante algún tiempo las instituciones encargadas de
la investigación e impartición de justicia sean incapaces de procesar
tanta demanda ciudadana, pero el efecto poderoso de una sociedad
consciente de sus derechos socavará los cimientos de quienes se amparan
en la impunidad y los privilegios.
Elquintopatio@gmail.com @carvasar
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