martes, 13 de diciembre de 2016

El poder de la denuncia

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CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
El miedo, la apatía y la complicidad son algunos de los mayores obstáculos para establecer un sistema eficaz de administración de justicia capaz de conducir al país por un proceso generador de cambios profundos. En un sistema degradado por la infiltración de la corrupción y la delincuencia en esferas gubernamentales y en otras instituciones de fuerte incidencia política y económica, se supone la existencia de un alto grado de omisión de denuncia. Esto, por razones obvias, constituye un freno a la administración de justicia y un elemento paralizante en muchos otros aspectos de la vida nacional.
La ciudadanía se ha habituado al abuso y es neutralizada por el temor y la costumbre. Paga con impotencia los costos de la corrupción como un mal necesario y su única vía de escape es el comentario amargo en su círculo cercano. Multas de tráfico por faltas inexistentes, pago de impuestos excesivos y a capricho del vista de aduana, revisiones ilegales del vehículo en una calle solitaria, el consejo malicioso del funcionario de “soltar unos billetes”, amenaza de muerte para detener acciones legales por violencia intrafamiliar o por exigir la pensión alimenticia son casos recurrentes, silenciados por el temor.
Ese tipo de violencia es la gran amenaza contra el ejercicio libre y consciente de la democracia. Los políticos no se percatan de sus propios errores y se revisten de una autoridad prestada —porque no les pertenece— con la cual administran el tesoro del Estado en medio de la euforia de quien se siente dueño y señor del territorio. Quienes pertenecen a este círculo o se aproximan a él por distintas razones, también respiran ese aire enrarecido que nubla el entendimiento y sucumben ante las tentaciones del poder.
Así ha vivido la Guatemala actual veinte años después de la firma de la paz, un acontecimiento cuyas promesas de transformación del sistema de injusticias, inequidades y racismo nunca se cumplieron a cabalidad. Muchas de las crisis actuales devienen de la pérdida de dirección en las intenciones originales de enfocar los esfuerzos en el desarrollo, la inclusión de los pueblos originarios, la equidad entre hombres y mujeres, los objetivos en salud y educación. Esta tarea de reorientar a las fuerzas políticas exige a la ciudadanía detenerse a pensar en el camino recorrido, en cuánto falta por alcanzar y cómo es posible eliminar los motivos que llevaron al país a embarcarse en un conflicto armado prolongado y destructivo.
El ambiente de violencia es la consecuencia de haber perdido la ruta correcta, haber creído que con una firma en el documento se superaban las causas de la pugna entre sectores, se allanaba el camino al diálogo y quizá también se iniciaba una época de reparación de los daños.
Pero un pensamiento sin acciones no sirve para nada. Un cambio de reglas sin la voluntad de cumplirlas solo ha conducido a ensanchar la distancia entre las expectativas y la realidad.
La ciudadanía tiene ahora la tarea de involucrarse activamente en la reorientación de sus objetivos y metas. La denuncia, aunque parezca un acto insignificante ante la enormidad del problema, es la herramienta más efectiva para ir empoderando a una población-víctima, durante mucho tiempo impotente ante el acoso y el abuso de criminales grandes y pequeños, refugiados en sus intocables centros de control. La denuncia libera y abre un camino hacia el imperio de la ley. Quizá durante algún tiempo las instituciones encargadas de la investigación e impartición de justicia sean incapaces de procesar tanta demanda ciudadana, pero el efecto poderoso de una sociedad consciente de sus derechos socavará los cimientos de quienes se amparan en la impunidad y los privilegios.



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