Reinaldo Iturriza López.
No me gustan los escritos del tipo “Chávez y yo”. Chávez fue, y de cierta forma sigue siendo, un ser humano que alumbraba, una persona que centelleaba una fuerza extraordinaria que, por cierto, no debe confundirse con el carisma. Fue ciertamente eso que llaman un líder carismático, pero también fue más que eso. Fue un hombre que irradiaba luminosidad. Un hombre, ante todo, y no un santo adornado con su respectiva aureola, como en las estampitas religiosas. Chávez ha sido para mí, fundamentalmente, un motivo de alegría. Por eso me parece que la peor manera de rendirle homenaje es pretender robarle algo de esa luz para iluminarnos con ella. No porque debamos permanecer a la sombra del gran hombre que fue, sino porque fue un hombre que nos alentó siempre a brillar con luz propia.
Si el pueblo venezolano hoy resurge y resplandece, material y espiritualmente, es porque supo reconocerse en el hombre que llegó un buen día para decirle en su cara a los poderosos de este mundo lo que teníamos atravesado en la garganta; pero también porque supo reconocer las limitaciones del hombre, sus errores y los errores de los suyos, que son también nuestros errores y limitaciones. Me parece que esta disposición para el reconocimiento recíproco es lo que explica la relación de proximidad entre el líder y su pueblo. Chávez no fue nunca figura lejana y ajena porque aprendimos desde muy temprano a aceptarnos mutuamente, tal como somos. El nuestro fue siempre un amor, una rabia, un dolor correspondidos. Eso nos hizo fuertes e inseparables. Fuertes para cambiar.
Eso es la revolución bolivariana: un acto de alumbramiento colectivo. Chávez hablaba de un ardimiento. El mismo ardimiento del pueblo anhelante que alumbra cuando se dispone a luchar, es decir, a cambiar lo que somos y lo que nos circunda.
Ese pueblo anhelante que alumbra ha vuelto a desparramarse por las calles con la muerte de Chávez. La noticia fue recibida con un estremecedor lamento colectivo, y de inmediato un eco de dolor resonó por todas partes, o por casi todas. Es algo que nunca olvidaremos quienes lo vivimos. Desde entonces, cada quien a lo suyo: quienes lo odiaron en vida celebraron su partida, y no han dejado de escupir sobre su cadáver. Para su desdicha, centenares de miles hemos acudido hasta su féretro para acompañarle y reafirmarle nuestro compromiso de seguir adelante, en una procesión interminable. Muy pronto serán millones. Como él mismo lo profetizara, Chávez se ha hecho millones.
¿Algo que no me gustaba de Chávez? Los días en que le daba por recordar las palabras de ese Bolívar apesadumbrado, abatido y enfermo que veía cómo se derrumbaba su sueño de unión latinoamericana: “He arado en el mar”. En ocasiones hurgaba más a fondo en la vergüenza nacional y acompañaba estas palabras con fragmentos de la última proclama del Libertador, del 10 de diciembre de 1830: “Mis enemigos abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que me es más sagrado, mi reputación y mi amor a la libertad”. Y se largaba el comandante a rememorar cómo la noticia de la muerte de Bolívar había sido recibida con tibieza y hasta con indiferencia por el pueblo venezolano. Me resultaba demasiado extraño escuchar a un Chávez presa de la angustia, seguramente agobiado por la responsabilidad histórica que reposaba sobre sus hombros. Debo reconocer que lo juzgaba muy severamente: un Chávez acongojado era un lujo que no nos podíamos permitir. Estaba obligado a permanecer incólume.
Estos días he pensado mucho en esto último. Carajo comandante, no has arado en el mar. No sembraste en el viento.
Hay otro pensamiento que tampoco me abandona: Chávez se nos fue sin pronunciar su último discurso. Estoy convencido. Qué duda puede caber de que el comandante estaba al tanto de los riesgos que correría durante su cuarta intervención quirúrgica. Su alocución del 8 de diciembre es testimonio de esto. Pero lo que ha debido ser sólo testimonio terminó siendo testamento. Quién hubiera podido imaginar que aquella noche sería la última vez que lo escucharíamos cantar, hacer chistes, reflexionar, tomar decisiones. Tengo para mí que el comandante tenía la plena confianza de que volvería a estar entre nosotros. Supongo que todos la teníamos. No pudo ser. Y esta imposibilidad hace mil veces más dura su partida. Porque no es justo. Porque todos sabemos cuánto hubiera querido volver y sonreír y cantar y decir que Florentino había vuelto a vencer al diablo. Duele la oportunidad que le robó el destino.
Tal vez me equivoque, por supuesto. Tal vez eso que llamo convencimiento sea una de las formas que asume el duelo. Quizá se trate, simplemente, de que Chávez, el comandante, pero sobre todo el hombre, nos hace falta, mucha falta. De la misma forma que muy de vez en cuando a Chávez le asaltaba la duda, temiendo no estar a la altura de su pueblo (que es lo que estaba detrás de sus referencias al Bolívar en sus últimos días), a nosotros nos asalta la duda, temiendo no estar a la altura del legado de nuestro líder. Cuánto quisiéramos escuchar su palabra, un último discurso, por breve que fuera.
Pero son cosas del dolor, propias de estas circunstancias difíciles. No está de más que pasemos revista de nuestros temores y limitaciones, porque sólo de esa manera podremos evitar incurrir en errores que pongan en riesgo el camino que hemos comenzado a andar. La cuestión es clara: el mejor homenaje que le podemos rendir al comandante Chávez es convertirnos en un pueblo que brilla con luz propia. Asumir que nos queda su palabra dicha y escrita, y que nos corresponde a nosotros seguir alzando nuestra voz. Para que se siga escuchando firme y clara. Para que se haga la voluntad popular, Chávez nuestro que recorriste esta tierra y quedaste sembrado en ella, amén.
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