jueves, 19 de septiembre de 2024

¿Quiénes le otorgan legitimidad a la babiecada del Congreso español?

 

Que algunos políticos españoles se crean con derecho a decidir quién es el presidente de Venezuela constituye una demostración del supremacismo idiota de un antiguo imperio venido a menos. Pero, allá ellos y esos delirios de grandeza que registran un desfase de 200 años. Más triste —y, en cierto modo, cómico— es que haya venezolanas y venezolanos que le otorguen legitimidad a esa babiecada.

La clase política española es desubicada a más no poder. Se basa en el mismo principio que aplica su homóloga de Estados Unidos para lanzar a diestra y siniestra sus medidas coercitivas unilaterales, llamándolas “sanciones”.

Se trata de leyes extraterritoriales, formalizadas con un neto sentido imperial. La diferencia es que Estados Unidos —todavía— puede hacerlo porque es un imperio en ejercicio, aunque ya en tiempo de crepúsculo, según muchos indicadores. Es más, lo hace justamente porque está “cuesta abajo en la bajada”, en virtud de que ya no le funcionan sus métodos anteriores de hegemonía.

En el caso del reino ibérico, esas ínfulas son apenas una remembranza de los tiempos de las reales cédulas, cartas patentes, ordenanzas y otros instrumentos jurídicos mediante los cuales el monarca de turno disponía de sus territorios de ultramar y de la vida de los súbditos de segunda y tercera categoría que vivían en ellos, así como de los hombres y mujeres sometidos a régimen de esclavitud, arrancados de su natal África y traídos como animales a tierras desconocidas.

Para arrogarse esa condición de gobernantes o, al menos, de tutores de otras naciones, tanto los europeos como los estadounidenses (y los canadienses, que vienen a ser como un híbrido raro de ambos) se apoyan en una superestructura ideológica y cultural que relativiza casi toda su historia. Sólo mediante un intrincado armatoste de mentiras y medias verdades puede sustentarse la autoridad de esos países para erigirse en jueces en asuntos como democracia, elecciones, libertad política y económica, derechos humanos, migraciones y paz.

Para llegar a la ridiculez de estos últimos días, las élites españolas deben borrar selectivamente esa parte de la historia en la que son desalojados a sangre y fuego de sus antiguas colonias, hechos culminados hace exactamente dos siglos, pues 1824 fue el año de sus derrotas definitivas en Junín y Ayacucho, cruciales batallas lideradas por dos titanes venezolanos: Simón Bolívar y Antonio José de Sucre.

En lo que toca a Venezuela, la última patada en el trasero la había recibido el imperio español en el Lago de Maracaibo, el 24 de julio de 1823, puntillazo naval de la victoria terrestre de Carabobo, el 24 de junio de 1821. En estas tierras y aguas fueron derrotados grandes oficiales del ejército imperial hispano, entre ellos Miguel de la Torre, Francisco Tomás Morales, Pablo Morillo y Ángel Laborde. En Junín y Ayacucho, mordió el polvo el teniente general José de Canterac, a quien Bolívar reconocía como un gran oficial. Fue a él a quien le correspondió firmar la Capitulación de Ayacucho, mediante la cual se acabó el dominio español en América del Sur.

Cuando se les refrescan las páginas de estos estrepitosos fracasos militares, muchos españoles dicen que esas son cosas viejas, rémoras del pasado, rancias remembranzas que nada tienen que ver con el mundo alucinante del siglo XXI. Sin embargo, es el mismo país que se sigue llamando Reino de España y tiene como jefe de Estado a un heredero de Fernando VI, el rey en cuyo período se perdió el grueso de las posesiones coloniales. El actual monarca, Felipe IV es un individuo de presunta sangre azul, cuyo único mérito es ser hijo de su papá, un manganzón corrupto y putañero que llegó al trono con la bendición del dictador Francisco Franco —caudillo de España por la gracia de Dios— y disfruta de total impunidad sobre una gran cantidad de delitos, faltas y triquiñuelas porque es el rey emérito.

Bueno, como decíamos al principio, cada loco con su tema. Y si estos españoles de la actual España quieren creerse dueños de “las Indias” y emitir reales decretos para nombrar capitán general al candidato-tapa, don Edmundo González y Urrutia, ¿quién se los puede impedir?

Lo triste y lo cómico es que ante estas pretensiones nunca faltan venezolanas y venezolanos que aplaudan y clamen por más (más medidas coercitivas unilaterales de EEUU y más reales cédulas de la corona española).

No es, tampoco, un fenómeno nuevo. Es la esencia de una parte del mantuanaje de los años de la colonia, de aquellos blancos criollos que querían cierta independencia, pero no mucha y por eso siempre tuvieron discrepancias con el loquito Simón. Es la esencia también de aquellos pardos que pagaron cédulas de Gracias al sacar para “convertirse en blancos”. Es la esencia de los godos que festejaron la muerte de Bolívar y encabezaron la Cosiata para destruir el proyecto unitario de la Gran Colombia. Es la esencia de las oligarquías que condujeron al país hacia la Guerra Federal, las que mataron a Zamora para que todo siguiera igual. Es la esencia del llanero Páez tocando piano en Nueva York; del afrancesado Guzmán paseando por París; de los que permitieron los avances terrófagos de la siempre ladrona monarquía inglesa; de los que entregaron la fabulosa riqueza petrolera al naciente imperio estadounidense durante casi un siglo.

¡Qué le vamos a hacer! Así como una parte del país se considera heredera de Miranda, Bolívar, Sucre y los demás libertadores, la otra parte se siente heredera de José Tomás Boves, del Páez cooptado por la godarria, y de tantos dirigentes que a lo largo de nuestra historia republicana han denigrado de la Independencia, han remado en contra de la autodeterminación y la soberanía.

Las escenas que vimos en los últimos días, a propósito de la llegada a España de González Urrutia y de la desmelenada decisión del Congreso español de declararlo presidente electo, son postales de esa clase política “realista”, a la que podemos llamar así no porque le guste confrontarse con la realidad, sino porque quisiera que Venezuela nunca hubiese dejado de ser colonia.

En esos eventos de Madrid había tipos con aires principescos, mestizos sin apellidos pero con plata (mal habida, dicho sea de paso), oportunistas, arribistas, pescueceadores, chaqueteros e intelectualoides… En fin, una camarilla poco recomendable, pero en perfecta sintonía con los políticos cavernarios de la derecha y la ultraderecha española.

¿Qué podía salir de una conchabanza así? Pues, justamente lo que está saliendo: los gestos anacrónicos y extemporáneos de un imperio que ya no impera; de un reino colonial que ya no tiene colonias; de unas cúpulas políticas que sufren amnesia histórica selectiva y, por tanto, han olvidado que de aquí salieron hace dos siglos con el rabo entre las piernas.

(Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv)


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