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Me gusta la actividad física, hago ejercicio a diario según mis posibilidades y soy fiel seguidor de todos los deportes en general. Hay quien opina que no se deben mezclar política y deporte. Suelen tratarse de personas interesadas en que determinadas reivindicaciones carezcan de visibilidad pública. Cerca de meta, en los finales de etapa de la pasada Vuelta a España, aficionados agitaban banderas palestinas. Yo me alegraba al verlas. Pensaba en cómo se habían desplazado a ver el evento deportivo, con una mezcla de ilusión por el resultado de la prueba, y la congoja de ver a diario imágenes de la devastación y la comisión de crímenes de Estado sobre la población civil a plena luz del día.
La gente corriente observa perpleja el genocidio televisado de todo un pueblo con la connivencia por omisión de la comunidad internacional. Cada día los civiles muertos se cuentan por centenares; los cuerpos envueltos en sudarios blancos se amontonan entre escombros. La mayoría son niños. Los que sufren los efectos de la guerra son siempre los vulnerables, los abandonados a su suerte, los desterrados. La hambruna, la escasez, el frío, la violencia y el miedo se cronifican en sus corazones. Viven una pesadilla de la que no despertarán y enfrentan el futuro sin ninguna esperanza.
Mientras tanto, Israel continúa con la destrucción ordenada y sistemática de todo el territorio palestino siguiendo su plan de no dejar piedra sobre piedra.
Israel sabe que sus actos no tienen consecuencias. Internamente, la mayoría de la ciudadanía israelí desea que el Ejército acabe lo antes posible con el enemigo para seguir con su rutina habitual. Pocos sienten algún tipo de apuro: sin sentimiento de culpa colectiva no hay remordimiento público. La deshumanización del pueblo palestino se produjo mucho antes de iniciarse la actual masacre. Los medios de comunicación sionistas allanaron el camino de los tanques con la repetición catódica de discursos de odio y miedo al diferente. Los medios tomaron partido, siempre lo hacen. Ante la discrepancia civil con la construcción del muro de Cisjordania, los ciudadanos israelíes que mostraron su oposición vieron sus nombres y domicilios publicados. Se les señaló con el dedo por no apoyar una política que sustituye la negociación por la acción contundente: mata a tu vecino, ocupa sus tierras, reescribe la historia.
Entretanto, la comunidad internacional reprueba la masacre evitando usar la palabra genocidio. Los tentáculos del sionismo económico aprietan con fuerza los bolsillos de sus socios capitalistas en todo el mundo y exigen suavizar la narrativa.
Israel tan pronto participa en Eurovisión –con matones grabando amenazadoramente a los que protestan− como bombardea un hospital lleno de civiles. Sin coste alguno. La vida sigue. Disfrútala, no te preocupes. Como ciudadano, amante del deporte y de los valores que este promueve, no llegó a comprender la participación con total normalidad de Israel en los Juegos Olímpicos, la Euroliga de basket o en las competiciones europeas de fútbol. Los organismos federativos son muy sensibles a las presiones de los patrocinadores que aportan abundantes ingresos a sus arcas. Por la puerta de atrás, a título individual, los dirigentes de esos organismos perciben sustanciosos obsequios y dinero a espuertas del que no deben rendir cuentas a nadie. En 2022 se disputó el mundial de fútbol en un país donde los derechos humanos son vulnerados sistemáticamente. La mayoría del planeta no alzó la voz, siguió con lo suyo y festejó los goles. En occidente es más cómodo ser crítico con determinadas políticas, pero lo de pasar a la acción, tomar decisiones de calado y exponerse parece de mal gusto. Somos buena gente: separamos la basura doméstica y cruzamos el semáforo cuando está en verde. Suficiente. La historia nos absuelve. Conciencia tranquila.
La ONU es otro espectador de excepción del conflicto. Periódicamente aprueba declaraciones pidiendo moderación a las partes. Nadie desea una escalada bélica en la región. Pero no expulsa a Israel de los organismos internaciones de participación política. No propone medias de aislamiento y bloqueo económico como ha hecho, por ejemplo, con Rusia. No me engaño, la justicia en el mundo no es igual para todos. Las grandes corporaciones del mercado global son insaciables. Los muertos palestinos no computan en la cuenta de resultados y siempre es preferible mantener los vínculos con un socio leal, aunque se comporte en la mesa de forma terrible, que poner trabas a su expansión territorial a sangre y fuego incumpliendo los acuerdos de ONU.
La vida sigue. En nuestro pequeño oasis, dentro de nada, la Real Sociedad jugará en competición europea contra el Maccabi de Tel Aviv. Será otra muestra más de blanqueamiento del régimen sionista: no pasa nada realmente grave, es solo un partido de fútbol, no hay que mezclar deporte y política, dirán otra vez algunos.
Pero a veces no hay más remedio que tomar partido, y eso puede suponer salirse de la fila, dar el cante, exponerse al escrutinio del ojo público e incluso agenciarse enemigos. Pero el coste de no hacerlo, del dontancredismo, implica vivir con una venda en los ojos y la indecencia gangrenando el corazón.
Deseo que mi equipo no esté dispuesto a secundar esta pantomima. No quiero que juegue ese partido. Contribuir al blanqueamiento del Estado judío no es propio de los valores del deporte. No jugar sería un acto simbólico de solidaridad con el drama del pueblo palestino. Recordar al mundo que es imposible mirar para otro lado, porque nada humano nos es ajeno. Es posible que los organismos federativos sancionaran a la Real por adoptar esta medida, pero harían bien en moderar el castigo no vaya a ser que queden otra vez en evidencia.
Fuente: https://www.naiz.eus/es/iritzia/articulos/maccabi-real-un-desencuentro
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