Hasta el día que descubrí mis pechos…
Magdalena Quiroga
No es fácil ser mujer en cualquier etapa de la vida. Ya en el útero se cruzan los dedos para que nazca un varón, un hombre, heredero del apellido del padre. La madre promete lo que no tiene a todos los dioses y diosas para que sea del sexo masculino. Aun así, ¿qué pasa cuando ella, deliberadamente, ruega no parir nunca o, quizás, adopte una niña, o encuentre a alguien que adopte niños?
Asumir las consecuencias de vivir según la "perra gana" siendo una mujer joven y adulta es muy diferente a renunciar a toda comodidad y vivir una vida madura, plena y en soledad. Apenas hay algún resquicio que no esté tamizado por filtros: el vecino, las amigas, los colegas, los pequeños círculos sociales… Estamos expuestas a ser observadas, introyectadas, a proyectarnos, a ser ninguneadas, erotizadas, apasionadas por el abrazo de la Pachamama con todas sus fuerzas. Vamos mutando con energías, calores, sonidos espectrales y celestiales, y cada vez más se nos afinan las puertas sensoperceptivas. Volamos. Creamos mundos con tiempos únicos.
En la misma tierra, es cierto, se dan los mundos cronométricos y ordinarios con el diarismo de roles y normas que se modulan desde el vientre, plagados de prejuicios y creencias comunes. Los patrones culturales, bien conocidos, exigen a sus hijas ciertos comportamientos habituales. El niño es apreciado de una forma, mientras que la niña, la púber, la adolescente, la adulta y la anciana son percibidas de otras maneras, donde se les exige constantemente demostrar, en cualquier circunstancia. Siempre la sospecha ronda a la mujer y, si es artista, está lista para el caldero… Pero gafas, eso no somos nunca. Somos reinvenciones continuas, aunque no perdemos el hilo. Nos la jugamos, donde sea y cuando sea. Recordemos que en todas partes hay bicharangos que quieren someternos, usando artilugios y hasta convirtiéndose en falsos chamanes o "poetastros" para intentar convencernos.
Se nos quiere someter por ser diferentes y por las invenciones del poder del hombre. Al estar "más allá del bien y del mal", preferimos la libertad felina, la creación lúdica, pescar luceritos o contemplarnos en la más calmada y silenciosa noche, en la madrugada de las Moiras.
La verdadera epidemia es la rabia, la violencia y el feminicidio, que crecen cada día. No se trata de recluirse o irse al campo o a un monasterio, porque no hay lugar seguro. La bestia se ha desatado, la irracionalidad de fuerzas tanáticas, y la mujer es "el oscuro objeto del deseo", pero a la fuerza. Tropus, el cavernícola, se quedó chico ante las formas de crueldad con las que hoy en día se mata a las mujeres, a las amantes: desmembrándolas, ahorcándolas, pateándolas hasta la muerte… un ejemplo de más puro sadismo…
Todo esto me vino a la mente como una película, un domingo por la mañana, cuando fui manoseada en un autobús. El chofer, amigo del tipo, se reía. Yo no estaba en shock, pero me decía: "No estoy en Bombay, es la 'pura vida' de Costa Rica". Dos mujeres mayores fingían dormir. Claro, soy una migrante venezolana, mal vista. Reclamé que abrieran la puerta. El autobús era limpio, cómodo, pero un tipo se sentó detrás de mí. Comenzó a tocarme la espalda y el cabello. Al reclamarle, se rio, en clara complicidad con el chofer. Después de dos paradas, el tipo intercambió una mirada con el conductor y se bajó, muerto de risa. Yo seguí en el vehículo y le reclamé al chofer, quien me respondió: "¿Qué quiere que haga…?".
Toda la vida he tratado de quitármelos de encima, pero, estando mayor, siento una extraña, da rabia, impotencia y hasta miedo. Sin embargo, cuando les conté a las chicas, me increparon por como iba vestida: un traje rojo nuevo, con escote en la espalda y el cabello suelto. Me recomendaron que era mejor salir acompañada y que no debería vivir sola. Una vez más, les recité el ABC del empoderamiento femenino: amo vivir sola y ser independiente.
Aprovecho para contarles acerca de mi soledad creadora, fructífera, sana y de ágil creatividad. Es mi etapa o fase diamantina, donde puedo orquestar mi vida con las artes. Me encantan las obras de teatro, ir al cine, la fotografía, bailar, organizar tertulias como TeArtEmbrujo Café, talleres de lectura, danza, collage, creación literaria, tener charlas, montar a caballo, hacer podcasts, brindar atención psicosocial…
Comento con amigos de confianza que no me amilana salir sola. Siempre me ha gustado deambular. Mamá me decía "pata de perro", y desde que me conozco, perseguía los ríos —el Rímac—, juntaba piedras frías y, a veces, saltaba los rieles del tren en Lima. Ya adulta, sigo haciéndolo. En una de esas, un habitante de la calle me contó su modo de vida. Me dijo que me cuidara mucho porque casi todos son drogadictos y duermen en los bancos de las estaciones del tren. También me dijo: "Mientras yo esté aquí, no le va a pasar nada". Así nos hicimos amigos. A veces le llevo arepas. Es serio, tiene cuarenta años, sin familia, le quitaron la casa. Recoge sus cosas a las seis de la mañana, veo cómo recarga su celular, y a las seis y media yo tomo el tren a San José. Nunca he vuelto a regresar de noche desde que me operaron la vista y porque decidí evitar la violencia nocturna.
Me alegra que Antonio esté trabajando en una cauchera. Me dice que deja siempre su ropa de cama en el puesto donde duerme y comparte con otros. Por cierto, me avisó: "Anoche llegó un venezolano joven. Se lo voy a presentar…".
Rosa Anca
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