Luis Britto García
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Cuarentena y distanciamiento social, dos conceptos que parecían remotos y abstractos, repentinamente se convierten no sólo en términos de moda, sino en salvoconductos para la supervivencia y en leyes vigentes por tiempo indefinido. Examinémoslos.
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En los últimos dos siglos en las ciudades ocurren dos fenómenos simultáneos: los centros de gobierno, administración y comercio se aglomeran en el centro, mientras que la población huye a las periferias: los arrabales de los desposeídos y las urbanizaciones de los pudientes. De allí que los habitantes deban trasladarse cotidianamente de sus moradas a sus sitios de trabajo en el centro en éxodos agobiadores que les consumen más de cuatro horas diarias. Migración de millones de seres que requiere centenares de miles de maquinarias de transporte físico. Maquinarias producidas por infinidad de industrias consumidoras de materias primas y energía, que a su vez queman océanos de combustible fósil, contaminan la atmósfera y precipitan el calentamiento global. Efectos que amenazan con aniquilar la civilización tal como la conocemos y la existencia misma de la vida en el planeta.
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¿Para qué se trasladan estas muchedumbres al centro de las ciudades? Las fábricas también han sido mudadas a las afueras. Varias veces he señalado que cerca del 70% del Producto Interno Bruto del planeta es elaborado por el Sector Terciario de la economía: administración, investigación, educación, finanzas, publicidad, entretenimiento, comunicación. La agotadora migración diaria al centro de las ciudades se efectúa para cumplir tareas relativas al procesamiento de información. Y la información, no me canso de repetirlo, no se procesa en la oficina, sino en la cabeza, a la cual no es necesario viajar porque la tenemos puesta la mayor parte del tiempo. En otras palabras: dados algunos elementales medios de comunicación, disponibles desde el siglo XIX, el trabajo que produce el 70% del PIB del planeta puede ser realizado en casa. El costoso y lento traslado de personas puede ser sustituido por el barato e instantáneo transporte de información.
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¿Pero cómo, me preguntarán, se podría medir el rendimiento del trabajo? En un artículo de febrero de 1983, señalé que hay dos modos de apreciarlo: por kulowatios, o por resultados. Quien no tiene idea de qué está produciendo, exige marcar tarjeta y mide la energía que produce un par de posaderas incrustadas sobre una butaca durante ocho horas laborales. Aquél que sabe qué está produciendo, mide resultados, sin importarle dónde ni cuándo son creados. Estos resultados se optimizan si se ahorra el alquiler de una oficina en el Centro, el espacio más costoso del país, vacío, desierto e inútil 16 horas al día y durante los fines de semana. Aplicando esta lógica, el caos urbano, sus congestiones de tráfico, su ritmo atropellado, histérico e inhumano podrían ser sustituidos por una existencia libre de traslados rutinarios, fatigosos e inútiles.
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Se me preguntará si estas medidas indispensables para salvar al planeta y a nuestra cordura no se traducirán en soledad, retraimiento y aislamiento social. Pero es nuestro actual modo de vida lo que produce alienación y distanciamiento entre los humanos. Pasamos nuestras jornadas deambulando por lo que Marc Augé denomina “No Lugares”: sitios de tránsito anónimos que a su vez nos anónimizan: paradas de buses y de metros, salas de espera, calles, aceras. El “No lugar” produce un “No Ser” que evita contactos físicos o visuales con quienes lo rodean, pues el simple hecho de fijar la mirada en otro pudiera parecer agresivo. Nada más solitario que la multitud. Si queremos saber en qué consiste la interacción social entre los integrantes de las muchedumbres, observemos dónde fijan su mirada. Todos la clavan en algún artefacto de comunicación a distancia, cuya principal ventaja consiste en que contacta personas que no están presentes físicamente y les permite ignorar a quienes sí lo están.
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Sigamos a estas multitudes condenadas al duro ostracismo de por lo menos dos horas diarias de ida y dos de vuelta hasta su sitio de trabajo. En cuanto llegan a él ¿qué hacen?: hunden la mirada en una computadora. A veces levantan el teléfono para hablar con quienes comparten la oficina. En resumen: lo mismo que hubieran podido hacer desde su casa. El fetichismo de la innecesaria presencia física está a punto de acabar con las ciudades, con los países y con el planeta.
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El único aspecto redimente de la pandemia de coronavirus es éste: al impedirnos salir de casa, hace evidente que ya existen mecanismos para producir sin salir de ella. A tal efecto, el gobierno ha adoptado mecanismos de trabajo a distancia para mantener operativos los servicios públicos mediante redes informáticas. También, sistemas de educación a distancia que no requieren la cotidiana concentración de alumnos en las escuelas, como los ensayados, entre otras instituciones, por la Universidad Simón Rodríguez. Iniciativa similar se propició con la distribución de computadoras Canaima, con el contenido de los programas en sus memorias. Se podría alegar que con ello se privatizará la Educación. No: la Educación, al igual que la salud o la vialidad o la propiedad sobre los medios de producción, se privatiza cuando Sociedad y Estado se dejan arrebatar sus competencias sobre la materia. Ni los fanáticos que quemaban libros ni los ludlitas que destruían máquinas hacia finales del siglo XVIII pudieron evitar que el libro difundiera el conocimiento en el domicilio del lector. La sociedad de la información lleva hacia una Educación universal a distancia, que califica lo aprendido y no la presencia física, y un trabajo a distancia, que remunera resultados en lugar de horarios. Desde luego que ello requeriría una internet eficaz, y no el sucedáneo que padecemos ahora.
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El aspecto educativo amerita comentario particular. Ya a mediados del siglo XX, el sicólogo Frederic Skinner creó rudimentarias máquinas educadoras, que distinguían entre las respuestas correctas o incorrectas del alumno, lo recompensaban señalándole los aciertos y le permitían avanzar a su propio paso. De hecho, desde mucho antes existe una máquina educadora a la que nuestra ignorancia ha impedido desarrollar todo su potencial en el proceso enseñanza aprendizaje. Se trata del libro, sistema educativo libre y abierto para todos aquellos que dominen el alfabeto. Bastó que la imprenta permitiera multiplicar los volúmenes para que la Iglesia, institución conservadora fundada en el monopolio de la lectura e interpretación de un libro único, la Biblia, debiera reformarse para permitir a cada feligrés su propia lectura, sus propias lecturas. Cinco siglos han pasado, y el sistema educativo sigue ligado a sus ritos medievales de lección magistral presencial con asistencia obligatoria, en la cual los profesores, como en los talleres de monjes copistas, dictan a los alumnos manuscritos llamados apuntes que estos resumirán en chuletas. Esta liturgia es inaceptable para quienes tengan idea de la variedad y riqueza de medios audiovisuales disponibles para la mente inquisitiva. Como alivio de tantos métodos caducos, algunas universidades europeas y venezolanas entregan a sus alumnos programas y bibliografías y los instan a formarse por sí mismos, con derecho a consultas con docentes especializados, y con evaluación a partir de trabajos que evidencien la capacidad de manejar información y no el caletre. Este cambio no desplaza ni inutiliza al docente: permite que ejerza su verdadera labor orientadora, al liberarlo de la función de recitador memorístico que cumplía antes de la invención de la imprenta.
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En trabajos anteriores señalamos que estos cambios afectarán con mayor rigor al trabajo manual y al no creativo. Carl Benedikt Frey y Michael A. Osborne, de la universidad de Oxford, tras calcular el impacto de la automatización en 702 categorías laborales, concluyen que en Estados Unidos perderá su empleo el 47% de la fuerza de trabajo (“The future of Employment: How susceptible are Jobs to computerisation?”, 17-9-2013). En el capitalismo, ello conducirá a una catástrofe por desempleo masivo; en el socialismo, a una reducción de la jornada de trabajo que dará paso al Reino de la Libertad. Facilitar el trabajo debe llevar a la liberación y no a la destrucción del trabajador. La elección está, como siempre, en nuestras manos.
TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO
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