Alina Perera
Antes de anunciar el motivo de estas líneas quiero compartir dos historias que no han sido elegidas inocentemente. El escenario de la primera es un hospital infantil exquisitamente remozado, donde una joven amable me mira a los ojos, y me dice que en pocos minutos podré traspasar las puertas deseadas. El punto máximo de esta vivencia afortunada es un doctor joven, tierno, que se entrega a fondo en un ultrasonido a los riñones de mi hija de año y medio. Y el desenlace es el desconcierto porque todo ha sido demasiado fácil. Mi mirada de gratitud y angustia porque quisiera retribuirle su gesto. «Doctor, gracias...», susurro en un tono que a todas luces quiere decir: «Cómo agradecer...». Él mira fijo y responde cortante, como quien entendió todo: «Envíe, por favor, mis saludos al profesor que la remitió hasta aquí». La segunda historia tiene que ver con un muchacho talentoso que resucita máquinas computadoras. Me ayudó con un equipo que parecía estar muerto. Muchas horas duró su dedicación, hasta que tuvo éxito. Alguien, con las mejores intenciones del mundo, sugirió: «Merece que le hagas un regalito...» Mientras yo callaba pensé que no tenía a mano el regalo que un joven tan talentoso merece, y que entre ambos había un puente de amistad muy larga, preñado de entregas mutuas, las cuales hubiera sido imperdonable empañar con un «detallito» demasiado obvio. Estas anécdotas son edificantes, pertenecen a la parte luminosa de un tema abrasivo que tiene que ver con las regalías, con las carnadas materiales, con ciertos móviles que se han ido entronizando en las conciencias de la sociedad nuestra de cada día, tan desgarrada por contingencias, precariedades y debilidades de toda naturaleza. Aclaro que creo en los estímulos espirituales y materiales, que prefiero dar a recibir, que adoro compartir todo lo que esté a mi alcance y sea bello, necesario al prójimo. Pero reacciono, como quien toca el fuego, ante cierta costumbre que pretende echar raíz entre nosotros, de colgar a toda entrega, incluso al cumplimiento del deber, las barras de las cajas contadoras. El asunto de las regalías, que se da las manos con el soborno, es sin dudas consecuencia de esa guerra cruenta, la de la resistencia, que estamos ganando pero ya sabemos a qué precio, con cuántas secuelas psicológicas que no pueden ser eliminadas como se restaña una pared o se restaura una casa maltrecha. Peligrosamente ha proliferado un tráfico frío en el cual son culpables quienes actúan como el oso en el circo (saltan por el aro si le dan el terrón de azúcar), y quienes dan por hecho que todo saldrá bien con el ábrete sésamo del «ayúdame que yo te ayudaré...». Estos últimos son muy peligrosos, humillantes a la dignidad humana, porque por lo general tienen dinerito y viven como el comején, corroyendo el esternón moral de la sociedad. En este juego degradante y triste hay un grupo de personas humildes y honestas que arriban a la certeza según la cual deben hacerle el juego al tráfico de las regalías si quieren sobrevivir. Se desangran y abruman en el intento de estar a la altura de quienes, con un bolsillo más fuerte, ya marcaron el paso. Los cubanos sabemos muy bien lo que significa esa frase implacable de que «regalado se murió en los ochenta». Eso quiere decir que los años duros que después sobrevinieron marchitaron mucho del espíritu romántico. Pero hay una arista esencial en este asunto de ponerle precio a las cosas de la vida: podemos prescindir o no de un trabajo de plomería, de una pieza textil, o de un adorno hermoso. Mas el derecho que tenemos de instruirnos, de mantener la salud, de alimentar el espíritu o el cuerpo, son sagrados, y no pocos han pretendido minar esos espacios a los que concurrimos los más favorecidos económicamente, y también los más vulnerables. Francamente no imagino a un médico sintiendo más devoción por un paciente de billetera generosa, que por uno que cuenta sus centavos en el paso de un día al otro. Tampoco alcanzo a imaginar a un maestro más cariñoso con un niño espléndido —porque puede serlo—, que con uno que sufre, retraído, sus carencias. Francamente no me imagino eligiendo los temas y los posibles entrevistados, según los posibles dividendos... Quería compartir esta reflexión delicada con mis coterráneos, porque como mismo no me interesa un socialismo gris, aburrido, chato, mucho menos quiero echar mi suerte en uno que no sea moral. Acudo entonces a unas de las preciosas ideas estampadas por el maestro Cintio Vitier en su libro Ese sol del mundo moral, donde su maravillosa pluma demuestra que un hilo de eticidad nos ha conducido desde los días fundacionales de la nación hasta el presente: «Queremos solo recordar que para la Revolución, como para Martí, “es ley maravillosa de la naturaleza que solo esté completo el que se da”. Y que de otra parte, para todo revolucionario, como para Martí, “lo que deba ser, será”. Solo que la Revolución, al triunfar, encarna ese “será” como un “siendo” que involucra las circunstancias y vicisitudes de cada momento, de modo tal que no queda una partícula de devenir, por decirlo así, que no esté saturada de conciencia moral».
jueves, 19 de junio de 2008
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